A orillas del Virú
Conquista del Perú

LIBRO TERCERO

Camino al Cusco, 1511. Los soldados del Inca

 

Kori (Mujer de gran sensatez): narradora

 

En el que se hace relación de los acontecimientos sucedidos en la aldea que motivaron el secuestro de tres jóvenes.

 

Aquella mañana desperté con un humor raro, por la noche había sentido un dolor intenso cerca del ombligo que no me dejó dormir bien, tal vez se me acercaba la Kamachina, mi madre me había hablado de ese momento, en el que dejaría el mundo de las niñas para entrar en el de las mujeres ¿No sería ese el motivo?, pero necesitaba correr y gritar, una punzada de desasosiego me tenía nerviosa, con una tensión extraña.

Nuestra casa, con el suelo repisado de tierra, era bastante grande. Varias estancias rodeando un gran patio: el taller de la alfarería con el horno y los estantes atiborrados de vasijas, la habitación de mis padres y las habitaciones de los hijos. En la estancia de mi madre ya se empezaban a oír ruidos, aunque el silencio era total en las demás habitaciones. Cuando, aun adormilada, apenas estaba encendiendo el horno, me saludó mi madre, saliendo al patio:

-¿Qué te pasa, Kori?, ya estás trabajando.

-Si, esta mañana me iré con las demás a por arcilla –le explique excitada.

Mi madre me miró entre sorprendida e intrigada

-Pero a qué tantas prisas, si tenemos arcilla suficiente.

-Si, pero necesito respirar un poco, no sé lo que me pasa pero, estoy muy intranquila.

-Bueno, hija, haz lo que quieras.

Salí de la casa, las calles estaban desiertas aunque ya empezaban a despertarse el rumor propio de los talleres. Varios perros me acompañaban, me encaminé a casa de mi amiga Ururi (lucero de la mañana) y al entrar en su patio me recibió el alboroto de los pájaros que daban la bienvenida al nuevo día, yo seguía nerviosa, extraña. Cuando se levantó Ururi nos fuimos en busca de las demás niñas y nos pusimos en camino hacia la cascada de los Guacamayos. Todo estaba en calma, el viento apenas removía las hojas de los árboles, en los que piaban los pájaros multicolores.

A media mañana llegamos al acantilado, río arriba junto a las cascadas, allí recogemos la arcilla, rodeadas de guacamayos que con gran alboroto comían el barro, lo necesitaban para comer algunas frutas que con la arcilla dejaban de ser venenosas.

Junto al río, se extendía un prado cuajado de flores, al acercarme una ligera brisa meció, con movimiento ondulante, la superficie florida. Continué caminando hasta las piedras, que bordean el torrente, y que se abría paso espumeando en una pequeña cascada. Me desnudé y me acosté de espaldas en el agua de la orilla, cerré los ojos y sentí el burbujear del agua por todo mi cuerpo. Permanecí tendida viendo los árboles, escuchando el trinar de los pájaros y sintiendo el vuelo de las mariposas.

La Pachamama me acariciaba y yo me sentía feliz viendo como el agua se empezaba a ensangrentar a mi alrededor.

Cuando llegaron las demás y se rompió con sus gritos el hechizo. Sin decirle nada a nadie, me vestí y seguimos la marcha y al llegar al remanso de la aldea, atamos a la sombra del algarrobo a las llamas, que cargaban las bolas de arcilla que habíamos traído. Y nos metimos en el agua para limpiarnos y jugar, todo en nosotras declaraba la pura alegría de vivir, saltos y cabriolas alborotaban a los peces que huían a esconderse entre las rocas. El agua del río se amansaba en la curva y su sonido era muy débil, apenas un murmullo.

- Kori, mira, ¿Quiénes son esos? -gritó asustada Ururi.

Desde el río vimos aparecer, por la cumbre del Saraque, unos hombres; por sus vestiduras sospechamos que solo podían ser soldados del Inca. Avanzan silenciosos y en la cumbre se detuvieron esperando a los demás, luego la comitiva empezó a descender hacia nuestra aldea.

Nosotras corrimos, olvidando a las llamas y la arcilla, nuestros gritos de alarma llenaban el aire.

La aldea se movilizó, las Madres se acercaron a la alfarería donde estaba trabajando la MAMA-COYA Sisa que salió precipitadamente de su taller.

Los soldados del Inca se unieron al tumulto, lanzando al aire sus gritos de guerra mientras bajaban las cuesta, pero cuando vieron que nosotros no representamos ningún peligro, cesaron de repente y todo quedó en un silencio que solo rompía el rumor de los pájaros. Un silencio cargado de tensión enmudeció a la Aldea, pues no era la primera vez que nos visitaban, y siempre nos causaban desgracias, ¿Cuál sería esta vez?.

La entrada del Jefe, un sujeto serio que marchaba muy erguido y con determinación, no presagiaba nada bueno. Se encaramó en el templo, y se dirigió a nosotros plantado junto a nuestra Kala, se presentó con prepotencia y alardes de autoridad:

- Poneos de rodillas –nos gritaban los soldados- estáis en presencia de los Ojos y la Boca del Inca.

Por supuesto que nos negamos y fue nuestra MAMA-COYA la que se enfrentó a él, intentando apaciguar sus exigencias, pues sabíamos que según su costumbre, respetarán nuestra tradición.

Aceptarían que no nos arrodillásemos ante nadie y no profanaran nuestro templo, únicamente nos pedirán que, sobre nuestras creencias, aceptemos a Inti como el dios supremo y al Inca como el hijo de Inti. Esto último es lo que tenía más consecuencias en nuestra vida. El Inca nos exigía tributos.

Junto a los soldados caminaban unas cuantas jóvenes, que por sus gestos y actitud, mostraban que eran cautivas. Así descubrimos porque nos visitaban en esta ocasión: debían elegir unas cuantas jóvenes para llevarlas al Inca y ser educadas como Vírgenes del Sol, Ñustas. Así podrían ser esposas secundarias del Inca, o entregarlas como esposas a los jefes locales, como premios a la lealtad, por eso tenían que ser jóvenes y por supuesto, de una belleza sobresaliente.

Cuando iban a elegir a quienes se llevarían, mi madre nos deformó el rostro con arcilla a todas las jóvenes, pero cuando nos divisó el Jefe, dijo con voz irritada:

- ¿Eso es lo que se os ocurre? Pues ahora, todas os meteréis en el río.

Los soldados nos empujaban, de malos modos, hasta el arroyo.

- Quiero veros a todas totalmente desnudas – gritó un soldado – Meteos en el agua y limpiaros bien.

Algunas empezaron a llorar cuando los soldados les arrebataron la ropa sin miramientos, o más bien con miradas lujuriosas. Todas nos lanzamos al agua para cubrir nuestros cuerpos desnudos y removiendo la arena enturbiamos el agua para que el Virú nos protegiera.

Como castigo, nos hizo salir del río y nos llevaron desnudas ante el Jefe para que escogiera. Nos tapábamos con las manos, pero los soldados nos empujaban con saña.

De nuestra aldea raptaron solo a tres. Una niña pequeña llamada Kurmi (Brillante Arco Iris) comenzó a llorar. Ururi (Lucero de la mañana) una joven de mi edad y yo. Ante el llanto de Kurmi quisimos consolarla.

- Kurmi, no llores, nosotras te protegeremos.

Pero ella no se dejaba consolar, pues veía que nosotras tampoco podíamos hacer nada; es más estábamos llenas de miedo y bajo una apariencia de fortaleza, temblamos ante lo que nos espera y desconocemos.

Como tributo también exigieron a la aldea, seis llamas de las más fuertes, además cada una cargada con maíz, papas y yuca.

Cuando al día siguiente se pusieron en marcha, y a las tres no reunieron con las jóvenes que llevaban de las otras aldeas, se me acercó mi madre y sigilosamente me aseguró:

-Os liberaremos. Te lo prometo Kori.

Esas palabras resonaron en mi memoria, jornada tras jornada, en los 34 días que duró el camino hasta el Cusco, cogí uno de los adornos que llevaba en mi muñeca y lo utilicé como cuenta días, cada amanecer hacía un nudo, fue mi Kipu personal.

Avanzamos por una zona desértica con extensas dunas, en las márgenes del camino había grandes árboles que ofrecían sombra, y en las zonas de dunas móviles, el sendero estaba protegido por muros de adobe. Era un camino muy bien cuidado, llamado el Camino de la Costa que partía desde El Cusco y bajaba hasta el mar a la altura de Nazca, y de allí se prolongaba hacia el norte, hasta Tumbes llegando a la ciudad de Quito. De vez en cuando nos cruzábamos con otras comitivas. Nosotras íbamos atadas y caminábamos todas juntas. Veía como cada paso nos alejamos de los nuestros. Ururi seguía cada vez más preocupada, mientras que Kurmi en su juventud, se iba animando, conversando con las otras niñas de su edad. Llegamos al final de la jornadaa un Tambo, donde nos alojaron y nos dieron de comer, después de tantas horas de caminata y tristeza.

Por la noche el Jefe del Tambo nos explicó que eran los albergues del camino y también funcionaban como centros de almacenamiento de alimentos, algodón u otros materiales básicos para la supervivencia. De este modo, en épocas de desastres naturales, los Tambos alimentaban y proveían de algunos materiales a las aldeas más cercanas.

Era una especie de seguro catastrófico que la administración inca había creado para su gente. Los Tambos se repartían cada 20 o 30 kilómetros, una jornada de marcha de un Chaski.

Cuando nos dejaron, quedé tendida boca arriba sobre la paja, no podía dormir. Busqué estrellas, mirando hacia arriba, pero no había ninguna, mantuve los ojos abiertos. Pensando en mi madre, en las gentes de mi aldea y en Kinu y casi se me llenaron los ojos de lágrimas. A mi lado, Ururi se agitaba, tal vez soñando, entre gemidos, o simplemente estaba desvelada como yo. Se giró hacia mí y temblorosa me susurró

-¿Kori, estás despierta? - Yo abrí los ojos y la miré, esperando- Tenemos que huir.

Entonces la abracé y me abrazó.

-Ururi, -le susurré al oído- tenemos que esperar a una buena ocasión, ahora estamos atadas y encerradas. Todavía no hemos visto a los que ha enviado nuestra MAMA-COYA. Ellos nos librarán.

-Pero, Kori, no ves que cada vez nos alejamos más – Se quejó, su voz reflejaba impotencia y miedo.

-No te preocupes Ururi, estamos juntas, verás cómo escapamos antes de que nos hagan ningún daño.

Entre sollozos, nos fuimos durmiendo por el cansancio.

La amanecida nos encontró abrazadas. Comenzábamos una nueva jornada de camino, y así en días soleados y otros nublados, íbamos avanzando hacia nuestro destino.

Después de una jornada especialmente fatigosa, varias tormentas oscurecieron el cielo y nos acompañaron a lo largo del día, llegamos al Tambo Huacho cuando empezaba a anochecer y entre las nubes rojas aún brillaba el sol ya casi en el horizonte.

El Tambo Huacho me pareció mucho más grande que los anteriores, no era solo el almacén de víveres y las viviendas del encargado y los Chasquis; sino que además estaba rodeado por las chozas de una guarnición de soldados y un poblado de pescadores.

Cuando llegamos la guarnición la formaban muy pocos soldados, la mayoría habían salido a pueblos cercanos, para sofocar brotes de rebelión que, como en otras muchas ocasiones, incendiaban la zona. El poblado se dilata rodeando al puerto. Los pescadores salían y entraban del muelle, dejaban cestas con peces para poner a salar, un penetrante olor a salitre y peces muertos impregnaba el ambiente. Son muchos los que tenían la nariz o las orejas cortadas, por algún castigo.

Por las callejuelas de la aldea nos encontramos con un tremendo alboroto. Uno de los pescadores era acusado de robar y la multitud lo llevaba entre empujones a la choza del Jefe. Yo estaba bastante cerca cuando salió a recibir al tumulto. El Jefe era un sujeto alto y mal encarado, me pareció que no veía por los dos ojos, el derecho lo tenía inmóvil, y una herida cruzaba su cara desde la ceja a la boca, era la señal de una batalla, de un golpe recio; también se movía con dificultad.

Los lugareños, entre gritos, acusaban a uno de ellos, de robar un saco de sal del Tambo, y lo empujaban en actitud hostil, pero él lo negaba con vehemencia.

La multitud es inhumana por naturaleza, gente que de una en una son personas, se convierten en manada aullante cuando son multitud.

El Jefe mandó llamar al encargado del Tambo, cuando llegó le dijo:

-Investiga con rapidez, si ha desaparecido algún saco de sal del almacén.

El encargado consultó las existencias y los datos del Quipu y pudo afirmar que era cierta la información.

El acusado por tanto había cometido dos delitos. Robar y mentir los más graves para los incas, además seguía asegurando que era inocente. Solo correspondía hacer una investigación que el Jefe encargó a dos soldados. Cuando encontraron en la choza del acusado un saco de sal, no fue difícil llegar a una conclusión y sentencia: culpable.

Y en medio de los alojamientos militares, lo ajusticiaron en presencia de todos los pescadores para escarmiento.

Nos detuvimos dos días en aquel Tambo, luego seguimos el camino, rumbo al sur, hasta llegar alTambo Colorado.

Se sucedieron muchas jornadas de fatiga y miedo, nunca me había sentido tan cansada, además nos alejamos de nuestra Aldea y de nuestra gente. Caminatas y descansos, subiendo riscos y cruzando riachuelos, entre los gritos y empellones de los soldados cuando alguna caía al suelo por agotamiento. Todos mis recuerdos del viaje son dolorosos.

 

 

Camino al Cusco, 1511: Siguiendo a nuestras hermanas

 

Kinu (Hombre vivaz) Narrador, enamoriscado de Kori

 

De la reacción de Kinu ante el secuestro de su amada y de como se puso en marcha para liberarla.

 

 

Los jóvenes nos agitamos ante el secuestro de nuestras compañeras. Era un comentario común:

-No podemos conformarnos. Nosotros no aceptamos de ninguna manera la prepotencia de ese pueblo dominador. Tenemos que liberarlas. Nadie puede someternos de esa manera.

Nuestra MAMA-QOYA Sisa seleccionó a unos cuantos, entre los más fuertes. Dio su autoridad a Utuya (Mujer fuerte), una madre joven hilandera, regordeta, pero muy enérgica y ágil, a la que todos respetamos. El grupo lo formarían en total 16: cuatro madres, tres padres, cinco chicas y cuatro chicos. Al recibir la noticia me puse en marcha de inmediato, busqué a la MAMA-QOYA Sisa y me presenté voluntario, pues aunque yo siempre procuraba mantenerme alejado de los problemas, estaba enamorado de Kori, y esperaba, como ella me había dicho, que ese año me elegiría para casarnos. La MAMA-QOYA aceptó que yo también fuera en la expedición.

La víspera de nuestra partida me fui al río, a la pequeña playa de guijarros. Subí por el peñasco y me acomodé entre los matorrales, bajo el gran algarrobo, allí con frecuencia me encontraba con Kori, para mí: la más hermosa, delicada, suave y siempre sonriente de las mujeres.

Aquellas conversaciones se nos habían hecho cada vez más necesarias, fantaseábamos sobre nuestro presente y futuro. Aquí nos dijimos que, cuando estuviéramos lejos uno del otro, la luna sería nuestra alianza, y al mirarla, escucharemos lo que el otro le estuviera diciendo, ahora era la ocasión. Un rato largo estuve mirando la misma luna que ella vería. Aunque pueda resultar exagerado, lo cierto era que con frecuencia, me parecía oír música cuando estaba junto a ella, y ahora que estaba lejos, todo había perdido sentido y color.

Recordé sus carcajadas el día que apareció un hombre que caminaba por la ribera desierta del río. De vez en cuando se detenía a mirar alrededor, pero luego proseguía la marcha. El sol desaparecía poco a poco, demorándose entre los árboles. Por fin llegó a un lugar que pensó sería adecuado: unos cuantos árboles sombrean una roca que entraba en el agua. A lo lejos el sendero se elevaba en el margen rocoso del arroyo. Kori me miró al reconocer al caminante, no pudo contener su alegría, pues aquel caminante nómada, narraba leyendas y cuentos, historias de nuestra gente.

Durante los días que estuviera en nuestra aldea estaba asegurada la diversión. Pero hoy hasta el río daba la impresión de que discurría con desgana. Después de un rato en la orilla del Virú, grabé la huella de su nombre sobre la arena, y pensando en ella volví a la aldea a preparar la partida.

Ya amanecía cuando nos pusimos en marcha. Formábamos un pequeño grupo y avanzamos con rapidez, teníamos que dar alcance a la caravana de los soldados. Cuando los avistamos por primera vez, estaba terminado el día y se instalaron en uno de los Tambos. Nosotros tuvimos que pasar la noche al raso, alejados del camino y ocultos por unas dunas, pero vigilando por turnos. Las tenían a todas atadas, dentro de un cercado, al lado del Tambo. Al menos la noche era agradable, solo una suave brisa marina, movía unas pocas nubes que apenas ocultaban y mostraban a la luna, que parecía ajena a nuestra desdicha.

En el cielo palpitaban las estrellas. Mientras el viento traía, de vez en cuando, un rumor de cantos y gritos que salían del Tambo. A hora inusitada de la noche, escuché en la bruma del sueño, gritos recios en el Tambo que sugerían cualquier situación extrema, tal vez las cautivas habían intentado huir. No llegamos a saber lo que había sucedido.

Apenas hubo claridad a la mañana siguiente cuando volvimos a ponernos en camino. Nuestra misión consistía en no perderles de vista, pero sin que nos vieran sus captores. Esa maniobra no era nada fácil, pues el desierto, con solo pequeños matorrales, se extendía a ambos lados del camino. A veces se acercaba hasta la costa o había árboles plantados a sus riberas para dar sombra a los caminantes, eran ocasiones en las que nos acercábamos más, pero eran acercamientos inútiles, pues no podíamos ponernos en contacto, y hacer que supieran que estábamos allí y dispuestos a ayudarles.

Poco a poco nos fuimos concienciando que nuestra tarea no iba a ser nada fácil. Con igual monotonía se repitieron varias jornadas, el hambre empezó a ser nuestro principal problema, había que racionar lo que teníamos y tratar de cazar algún pájaro o conejo, también encontramos nido con huevos en algunos árboles; no obstante no hay nada peor, que tener sed y no tener agua y esa situación también la vivimos con frecuencia. Un vaho ardiente flotaba en el aire desfigurando el perfil de las dunas.

Avanzamos por el dorado deslumbrante de las dunas, a nuestra derecha se extendía el azul intenso del mar y entre la arena y el mar, el blanco de las olas espumeantes.

Íbamos fuera del camino, para no ser vistos o interceptados. Utuya nos mandó aprovechar la situación, y que sin dejar de caminar, fuéramos con los perros intentando cazar. Un joven de mi edad, llamado Mullu (Hombre que trae suerte) era el más experto, él nos dirigía en la caza, pero no me tenía demasiada simpatía, pues pensaba que yo era responsable, de no sé qué cosas, sucedidas en el pasado. No era fácil, aunque a veces veíamos algunos conejos pero desaparecían con premura entre los matorrales buscando sus madrigueras.

En una ocasión, Mullu levantó la mirada y percibió algo que le hizo salir corriendo. Yo seguí su mirada, pero no vi nada de particular; hasta que reparé en un grupo de conejos que saltaban entre las hierbas. Los perros corrieron para tratar de cerrarles la retirada a sus madrigueras. Cuando una vez consiguieron bloquear una guarida, mientras uno de nosotros se quedó con los perros, los demás nos dispersamos tratando de sorprenderlos entre los arbustos o facilitando a Mullu que lo pudiera alcanzar con sus flechas. Y todo esto, sin hacer mucho ruido. Nuestros perros no saben ladrar, solo se relacionan entre ellos con gruñidos. De vez en cuando podíamos tener carne fresca, pero otros días era necesario conformarse con nuestra hambre.

Hasta que llegamosal río Santa, entonces las cosas tomaron un cariz realmente malo, pues el gran puente que ellos atravesarlo, estaba vigilado y nosotros no podíamos usarlo, no teníamos ninguna autorización ni motivo que alegar. Tampoco podíamos vadearlo pues era un río hondo, ancho y de gran corriente.

Nos dirigimos río arriba buscando un lugar en que fuera posible vadearlo. Los pájaros se asustan a nuestro paso. Remontaban el vuelo por encima de nuestras cabezas, se alejaban con sus trinos en cualquier dirección.

Encontramos otro puente, en este caso era un grueso cable de maguey que se extendían de una orilla a la otra, por el cual se deslizaba un recipiente a manera de canasta, dentro de la cual se metía el viajante y era halado por un guardián dedicado a esa labor, aunque muy cercano vimos otro también prohibido.El guardián nos denunciaría si nos presentamos queriendo cruzar.

Tuvimos que dedicar varios días a subir por la ribera del río con premura y desesperación, no podíamos esperar la bajada de la crecida que no sabíamos cuándo llegaría. Encontramos un lugar tranquilo, rodeado de juncos que se mecían suavemente y a la sombra de un gran árbol vislumbramos a una puma, con sus tres cachorros, que jugueteaban a su alrededor, tuvimos tiempo para escondernos entre las rocas de la ribera, pero tal vez nos intuyó, pues se fue alejando con precaución, una puma con cachorros es siempre muy peligrosa, con facilidad se siente acosada y reacciona con extrema ferocidad.

Después de subir un terraplén arenoso, alcanzamos un lugar donde, trepando por un árbol caído y remolcado, que estaba detenido entre unas rocas, era fácil llegar hasta la mitad del río, desde allí podríamos nadar hasta la otra orilla. Sería una maniobra peligrosa, pues el agua embravecida nos podría arrastrar.

Atada con una soga a la cintura, Qalani (Mujer enérgica), una joven madre de unos 25 años, su hija era una de las cautivas, también tenía dos hijos más, todavía sin nombre. Atlética y acostumbrada a los ríos, pues dedicaba varias horas al día a buscar oro y otros metales en nuestro Virú. Fue la que se lanzó en primer lugar.

El agua la arrastraba, pero llegó a la otra ribera, aunque río abajo, en un arenal con juncos y flores. Subió por la ribera hasta nuestra altura y sujetó la soga a un árbol, le enviamos con facilidad otra cuerda. Ya teníamos una para agarrarnos con las manos y otra que situaremos un metro por debajo para ir apoyando los pies, era un puente improvisado y provisional pero suficiente.

Empezamos a pasar, cuando le tocó a Mullu, se mascó la tragedia, pues resbaló y quedó sujeto solo por una mano, en la otra llevaba uno de los perros, el perro se asustó y al revolverse, hizo que los dos cayeran al río. Al caer, el agua lo lanzó sobre una roca, en la que se golpeó, se hundió, volvió a salir y a sumergirse. Todavía no se sabe si por valentía o por imprudencia, yo me impulsé al agua. Con dos brazadas pasé de la zona estrecha de las rocas y llegué hasta donde el río se ensanchaba y el agua se remansa. No me fue difícil agarrar a Mullu, que era arrastrado inconsciente, y llevarlo hasta la orilla. Qalani y los que ya habían cruzado, a la carrera se allegaron hasta nosotros y nos sacaron del agua.

Arrastraron sobre la arena el cuerpo de Mullu, tenía una brecha en la cabeza que sangraba. No tardó en abrir los ojos y empezó a quejarse también de dolor en un brazo. El perro salió del agua por sus propios medios. Al lugar fueron llegando los demás.

Y Utuya determinó que en aquel arenal del río Salta, permaneceremos, hasta que Mullu recuperara las fuerzas para seguir adelante. Amaya (Hija muy querida) una madre muy joven, acababa de poner nombre a su primera hija, entendida en hierbas y curaciones, preparó con raíces y hojas, un ungüento con el que cubrió las heridas después de limpiarlas. También le inmovilizó el brazo dañado con unas cañas y lo recostamos a la sombra de un gran árbol.

Teníamos mucho tiempo para pescar y cazar algunos patos, con frecuencia llegaban bandadas de aves, hasta los árboles que rodeaban al río, llenándolo con su algarabía y sus colores. También encontramos frutas, raíces y algunos huevos en los nidos de los pájaros, que daban variedad a nuestra comida.

Cuando a Mullu le explicaron su accidente y cómo yo me había lanzado a salvarlo, quiso hablar conmigo.

-Muchas gracias, Kinu -me dijo la primera vez que pasé a su lado-creo que tu valor me ha salvado la vida.

-Salté sin pensar -le contesté, preguntando- ¿te sigue doliendo el brazo?.

-Si, todavía no lo puedo mover, aunque la herida de la cabeza casi se ha cerrado con el ungüento de Amaya.

 

Cuando nos pusimos de nuevo en persecución de nuestras hermanas, habíamos perdido varios días. Nos dirigimos rumbo al mar para buscar el Camino Real, varios días después lo encontramos y seguimos nuestra marcha, las habíamos perdido de vista, pero como estábamos descansados, apretamos el paso.

-Cuanto más nos acerquemos al Cusco -comentó Amaya- más difícil será. Seguro encontraremos más soldados. Tendremos que darnos prisa para alcanzarlos antes.

Corríamos sin descansar apenas. Poco se hablaba entre nosotros, y la mayor parte del tiempo solo se percibían nuestros pasos, hasta que alguien entonaba una u otra canción, y los demás uníamos nuestras voces al canto. No solían ser canciones alegres, pero nos ayudaban a caminar. Lo peor de la caminata era el aburrimiento, las horas se amontonaban, el cuerpo seguía por inercia y se dejaba de pensar por la fatiga.

Mucho tenía de majestuosa, la solitaria desolación de los parajes por los que avanzábamos: mar y dunas de arena, cielos nublados y estrellados, soledad y hambre, un día y otro. Y entre todas estas cosas, nuestra cuadrilla, un grupo pequeño de personas con una misión que cumplir.

Nos acercamos con cautela a los Tambos que encontrábamos, pero no había rastro de Kori, Ururi o Kurmi, ni de sus captores.

 

Una tarde nos paramos antes de lo habitual, los alrededores de un Tambo detuvieron nuestro avance, nos sorprendió lo importante que era.

Conseguimos infiltrarnos y averiguamos que habían estado allí, pero ya se habían marchado rumbo al Cusco.

Pero al enterarnos de que era el Tambo de Huacho.

-Antes de seguir, -propuso Utuya- podemos ponernos en contacto con los del Barrio de la Salina. Tal vez nos puedan informar mejor.

En nuestra Aldea, habíamos escuchado muchas veces, la narración de un encuentro con la MAMA-COYA Waywa en aquel antiguo viaje comercial, cuando un grupo de nuestra aldea, viajó tratando de conseguir metales. Esta sería una buena oportunidad de conocer cómo se encontraba, después de tanto tiempo sin tener noticias. Para averiguar, paseamos por los alrededores de la Salina y preguntamos, sin saber cómo ni qué preguntar. Tuvimos muchos rechazos, algunos desaires, que agudizaron nuestro interés.

-¿Por qué nadie quiere hablar? -Pensé con temor- ¿Qué ha pasado?

Un niño nos mencionó a una abuela que, tal vez, lo podría saber y nos encaminó hacia donde encontrarla.

A la anciana la encontramos moliendo maíz, nos observó a todos con sumo interés, giró la cara buscando nuestros ojos, las manos le empezaron a temblar ligeramente, cuando tocaba nuestras manos.

Sapana (Hija única) era una mujer emotiva, de lágrima fácil, con los sentimientos a flor de piel, pero recelosa y firme. En ella se intuía la gracia de la joven que había sido, hacía ya tanto tiempo.

La gente pasaba por la calle despreocupada. Cuando estuvo segura de que nadie podía oírla, Sapana se giró hacia nosotros y nos dijo en tono amable:

-Por favor, acompañarme – se puso en pie y comenzó a andar con paso lento y renqueante, hacia la orilla del mar. Todos la seguimos.

Bajamos una cuesta de pendiente suave y cruzamos un pequeño arroyo, alejándonos del pueblo. Nos quería llevar lejos de oídos indiscretos. Mujer robusta, pero ya achacosa, sus ojos reflejaban el cansancio de una larga vida, acentuando sus palabras con gestos de la cara y de las manos. Se sentó a la sombra de un gran algarrobo, nosotros nos acomodamos a su alrededor, se escuchaba el leve rumor de las hojas, movidas por la brisa, el canto de los grillos y el oleaje lejano. Después de volver a mirarnos detenidamente a cada uno de nosotros, explicó con unas palabras que me sonaban a antiguas, por la cadencia de su pronunciación:

-Yo fui una de las primeras niñas que nació en Huacho, cuando llegaron aquí mis antepasados, al terminar el gran viaje desde su Aldea de origen en el Estuario de Virrilá. Muchas veces he oído las narraciones y otras muchas veces yo he sido la narradora. Hace diez años sufrimos una tremenda persecución de la que todavía no nos hemos recuperado.

Durante los primeros años nuestra Aldea se vio reducida a un barrio de este pueblo, éramos apenas cinco familias. Empezaron, para tener algo con que comerciar, a salar pescado como era nuestra costumbre, para eso hicimos una gran salina, que al poco comenzó a dar sus frutos, sacos de preciosos y brillantes granos de sal. A cambio de sal conseguimos pescado que limpiamos, quitando las cabezas y las vísceras, para luego ponerlo un tiempo entre capas de sal, hasta que los lavábamos y oreábamos en un sitio fresco. Una vez salados, los cambiábamos por otros productos.

En pocos años, nuestro barrio creció y lo fuimos adornando con casas mejores y hasta fuentes en las plazas. No tardó mucho en surgir la envidia, con desprecio nos empezaron a apodar: “los salineros”. Algunos se burlaban de nuestras costumbres y creencias. Y menudeaban las pequeñas agresiones.

Todo se complicó cuando se convirtió en Cacique, una persona que nos tenía un odio mortal e insensato. Algunos decían que el padre de su madre era un salinero que había violado a una chica del pueblo, pero ese rumor no era muy creíble. Sea lo que fuera, ese Cacique nos quiso expulsar del pueblo. Al negarnos, mandó tapiar las calles que entraban a nuestro barrio. Tardaron un tiempo, fue un proceso lento, y cada vez nos obligaban a dar una vuelta más larga para llegar hasta el mercado.

Un día todas las calles estaban tapiadas, convirtieron nuestro barrio en una cárcel. Las primeras semanas, a pesar de las restricciones, no fueron tan trágicas como las siguientes, cuando empezó a escasear el alimento y se hizo cada vez más difícil sustentar a los niños y ancianos, y comenzaron las muertes. Se reunió el Consejo de madres y en aquel ambiente de pesadumbre tomó la palabra la MAMA-COYA:

-¿Qué vamos a hacer? Necesitamos actuar de una vez. Nuestra gente está atemorizada y las cosas van a ir a peor.

-Pero no podemos – arguyó una Madre- poner en peligro la vida de más de nuestros hermanos.

-Ha llegado el momento de rebelarnos, -contestó la MAMA-COYA con decisión- cuando más lo retrasemos más vidas pondremos en peligro.

-Si hemos de salir -sugirió otra Madre- el sitio más adecuado es la calle de la Salina, aunque es alta, la muralla está alejada del pueblo y no suele estar muy custodiada.

-Necesitamos actuar con inteligencia y valor -terminó la MAMA-COYA- Todos estamos implicados.

Las Madres jóvenes organizaron patrullas, con hombres y jóvenes, para tratar de salir de la cárcel en la que estábamos encerrados. Intentaron romper el cerco y traernos alimentos, pero a algunos los cogieron y mataron. El ejército del Cacique era muy superior a nuestras fuerzas, que además nos íbamos debilitando por la hambruna.

Fueron días de sufrimiento, cada familia se vio afectada por la tragedia. Algunos vagaban por las calles buscando algo que comer sumidos en la desesperación, otros enloquecidos preguntando por algunos de sus familiares perdidos. Nos convertimos en un barrio fantasma silencioso y atemorizado. Del otro lado de la muralla, jóvenes y niños nos lanzaban piedras, y en algunos casos antorchas encendidas, que propagaban el fuego por nuestras chozas.

La llegada de los soldados de Inca fue para nosotros la salvación, hizo que no fuéramos exterminados totalmente, pues tomaron la ciudad matando al Cacique y dispersando a su ejército.

Los soldados se asombraron cuando, al llegar hasta nuestro barrio, y derribar los obstáculos de las calles, nos vieron, a los pocos que quedábamos, esqueléticos y hambrientos. Nos movíamos como muertos vivientes, incapaces de reaccionar, hasta que, poco a poco, nos alimentaron y fuimos recobrando las fuerzas.

Apenas quedábamos 19 supervivientes, decididos a reconstruir nuestra cultura. Habíamos sufrido y aprendido tantas cosas que procuramos mantener nuestras actividades lo más secretamente posible. Yo soy la nieta de la MAMA-COYA Waywa y antes del desastre fui elegida MAMA-COYA.

-Perdona Sapana, yo he escuchado a mi madre –expuso Amaya- decir que su madre era hija de una hermana de Waywa. Tu abuela y mi bisabuela eran hermanas. Waywa dejó allá en la Aldea, cuando la abandonaron, por lo menos a seis hermanos, que yo recuerde haber oído mencionar en las historias que contaban la llegada al río Virú.

La conversación se extendió con tantos recuerdos familiares y personales, no podíamos ponernos de acuerdo sobre la actuación de la MAMA-COYA Tintaya, pues para la historia de Huacho, no había estado a la altura de las circunstancias, al retrasar la salida por la tormenta de arena, mientras que la decisión de Waywa de marchar había salvado a varias familias. Lo que ellos no sabían o no querían aceptar era que la actuación de la MAMA-COYA Tintaya, había salvado a todo el pueblo.

Al preguntar por las que nosotros buscábamos, no nos pudo decir nada, solo que un grupo de soldados había llegado a Huacho y a los pocos días habían seguido su camino hacia el Cusco.

Se hizo el silencio, nadie habló, no había nada más que decir.

Seguimos el camino y al poco subimos unos cerros de muy poca altura y nos encontramos con una maravilla, una extensa laguna con frondosa vegetación y con muchas clases de pájaros,una laguna encantada, en medio de tanto desierto. Fue la ocasión para bañarnos, cazar algún pato y pescar. Una bandada de pájaros llegó de imprevisto y se ocultaron entre las ramas de un árbol. No podíamos detenernos más aunque el lugar nos recordaba a nuestro río Virú. Acompañados por el canto de los pájaros, que poblaban las orillas, nos pusimos de nuevo en marcha.

Tras una larga y fatigosa jornada acampamos en las afueras de un Tambo. Habíamos corrido y andado el doble de lo normal, por un camino llano pero polvoriento.

Atravesamos un riachuelo y dos cerros que resultaron más altos de lo que parecían a primera vista. En un día habíamos superado dos Tambos, pero no habíamos visto más que vestigio de los que nos precedían, la jornada no se interrumpió con la puesta de sol, aunque al caminar se perdían los contornos de los montes y de los grandes árboles envueltos en las sombras a la tenue luz de la luna, seguimos caminando hasta el agotamiento. En los días siguientes encontramos muchos Tambos y los superamos en nuestra marcha hacia el sur.

Un día, al despertar, todos estábamos cubiertos de pequeñas hormigas, sin saberlos aquella noche habíamos dormido sobre la entrada de un hormiguero. Después de interminables jornada, de fatigoso caminar, a veces con hambre y otras con sed, un día, a la caída de la tarde, coronamos una loma desde la que se oteaba el Pucahuasi (Tambo Colorado) a orillas del río Pisco, es la ciudad más grande que habíamos visto en nuestra vida y por supuesto la más cuidada.

De lejos su muralla pintada con franjas de blanco, rojo y amarillo, resultaba impresionante. Allí se cruzaba el camino de la Costa con el que se dirigen al Cusco subiendo por los montes.

Nos separamos en tres grupos para poder entrar en el Tambo discretamente:

-Tenemos –explicó Utuya- que ser muy cautos y movernos con sumo cuidado para no llamar la atención.

Encontramos varios recintos que servían de alojamiento para los funcionarios, para sus Chasquis y para un pequeño ejército. También vimos grandes almacenes y depósitos. Alrededor de una gran plaza destacan el Templo del Sol, Casa de las Vírgenes y el Palacio-mansión de la autoridad máxima y donde se hospedaba el Inca en sus viajes por la zona.

Nos admiraba el trazado de las calles, estrechas, pero rectas y las casas con puertas angostas, pero altas y las fachadas decoradas con muchas ventanas. Al ver nuestras caras de asombro un viandante nos manifestó:

-Estas casas están muy bien, pero nada al nivel de las del Cusco.

En la Casa de las Vírgenes del Sol no estaban Kori, Ururi, ni Kurmi, pero nos enteramos de que habían pasado unos días descansando antes de seguir para el Cusco junto con las otras jóvenes.

 

Nos dirigimos a las montañas

 

Ururi (Lucero de la mañana): Narradora

 

De lo que acaeció durante el viaje hasta llegar al Cusco.

 

Al ponernos en marcha una vez más, el paisaje comenzó a cambiar, abandonamos la orilla del mar para internarnos en los montes, pronto nos encontramos con zonas de bosque cerrado, en el que no penetraba la luz y con pendientes resbaladizas a causa de la humedad.

Cuando terminó el tercer día ya estábamos en medio de las cumbres. Por la noche me desperté varias veces tiritando, nunca estaba lo bastante caliente. Al día siguiente amanecí con el cuerpo tan entumecido que no podía ni moverme, con una serie de movimientos lentos, acompañando cada uno de ellos con un gemido, me levanté.

El paisaje desplegaba todos los matices de verde, bajo la tenue neblina de la mañana. Ese día contemplamos maravillados, como por las laderas de los montes cercanos, trotaba un inmenso rebaño de vicuñas, guanacos y alpacas, repartidos en grupos numerosos, interminables. Todo el monte parecía vivo, se movía como el oleaje marino, el ruido de sus pasos, amortiguado por la lejanía, nos llegaba, como el chocar de los guijarros al retirarse las olas en un mar embravecido. Ante nuestros ojos parecían hormigas blancas y doradas que volvían con premura a su hormiguero. Hasta que descubrimos la razón de su carrera: pequeños grupos de pumas las perseguían y acosaban.

Poco a poco el cielo se fue cubriendo de nubes que presagian lluvia, marchábamos despacio, atemorizados por los relámpagos que rompían el cielo y los truenos que retumbaban por el valle, empezó a llover, gruesas gotas golpeaban las hojas de los árboles y el suelo olía a tierra mojada.

Al tomar una curva, en la ascensión, vislumbre el Tambo del final de esa jornada, aceleramos el paso, jadeando, con la garganta irritada por el aire congelado, los dedos de los pies dormidos, la nariz y las orejas enrojecidas, llegamos. Cuando entramos, rápidamente me arrimé a la hoguera, y me sentí caliente por primera vez, desde que comenzamos a alejarnos de la costa y nos adentramos en los montes. Me mantuve tan cerca como era posible, lo bastante cerca como para sentir que mi cara se calentaba, casi se me quemaba. En el interior no había más luz que la hoguera, pero era más que suficiente para ver y comer lo que nos dieron.

El encargado, un hombre delgado con la boca rodeada de arrugas y mirada amable, acostumbrado a días de frío y nevadas, nos atendió con afabilidad ayudado por su esposa. Sus dos hijos mayores eran de los Chaskis del Tambo.

Con la amanecida de nuevo el camino nos esperaba. Casi todo el día caminamos por encima de las nubes, que de vez en cuando se movían y nos dejan ver parte del gran valle iluminado, pero al poco tiempo se volvía a ocultar, la densa niebla nos impedía ver los árboles. A lo lejos se divisaba un gran incendio que asolaba la ladera de la montaña. Hasta nosotros llegaba la humareda, que impregnaba el ambiente de olores tostados, y nos dificultaba la marcha. Después de una empinada ascensión pasamos un túnel construido en la roca para acortar el camino. El túnel no era muy largo, pero si muy oscuro, la humedad resbalaba por sus paredes convirtiendo el suelo en un lodazal. Al salir de nuevo a la luz, por decenas nos recibieron los colibríes, que de flor en flor, centelleaban su arco iris de colores.

La tarde avanzaba con rapidez y el sol comenzó a negarnos su calor. Yo seguía obsesionado con el frío, con cada nuevo jadeo, el aire cortante me hacía arder la garganta. Tuve la suerte de no asorocharme por la altura de aquella sierra. Por la noche muy cerca de mí, en busca de calor, sufriendo en silencio estaba Kori, a la que veía más niña de lo que era, con susto en la cara y esporádicos temblores de miedo y frío. Murmuró algo en sueños, luego caí también rendida por el cansancio.

Tras la noche comenzó un día de descanso, a media mañana escuchamos el sonido del Pututu, era el aviso de que el Chaski estaba llegando, así prevenía con tiempo, al que tenía que tomar su relevo hasta el próximo Tambo, y convocaba a todos los habitantes que se congregaban para escuchar las noticias que traía.

Durante la noche y la mañana siguiente, sopló un viento embravecido, levantando torbellinos de nieve que nos golpeaba las mejillas y disminuían la visibilidad. Al salir lo encontramos todo nevado, el cielo estaba tan cerrado que la luz del sol apenas lo atravesaba, por supuesto, ningún rayo iluminaba el paisaje. Descubrimos lo duro y difícil que era caminar sobre la nieve que nos cubría hasta la rodilla y pensé en el Chaski que esa misma mañana, había salido para hacer su trayecto.

De pronto un tremendo ruido, rompió el silencio, caminábamos en la mitad de una ladera y en la cima comenzó elrugir de una avalancha, grandes extensiones de nieve se deslizaban hacia nosotros, arrastrándolo todo, rocas, arbustos y animales. Conforme avanzaba la gran nube de nieve, temimos que nos alcanzara, no podíamos hacer nada. Kori me gritó situándose al amparo de una roca y junto a ella nos acurrucamos varias jóvenes, la avalancha llegó casi inmediatamente, vimos cómo arrastraba a los que iban en la cabeza de nuestra caravana, no se oía nada más que el estruendo, apenas se les veía gesticular arrastrados ladera abajo. Nosotras permanecimos atónitas viendo como una pequeña parte de nieve nos pasaba por encima. Con la misma rapidez con que surgió el ruido, se hizo el silencio, entonces comenzaron los gritos de los soldados tratando de organizar la caravana.

Habíamos tenido mucha suerte, solo unos pocos murieron cubierto de rocas y nieve. El camino había desaparecido, además no se podía avanzar sobre tamaña cantidad de nieve que como en arenas movedizas nos podíamos hundir en la nieve, y allí nos quedamos paralizados. Tal vez al día siguiente, la nieve se congelaría y difícilmente sería posible continuar.

Todos nos reagrupamos cerca de las rocas para pasar la noche, antes de dormir protegida por el calor de otros cuerpos, volví a pensar en mi aldea y en la triste situación en la que nos encontrábamos.

Allí permanecimos tres días y nos llenamos de alegría cuando, a la vista de la situación, nos alentó el Jefe.

-Ánimo, en solo dos o tres jornadas llegaremos al Cusco.

Cuando reanudamos la marcha, con la tarde ya avanzada, mientras el sol se suavizaba, divisamos una ciudad a lo lejos, de ella nos separaba un profundo barranco por el que descendíael camino para luego zigzagueando ladera arriba llevarnos a la meta. Desde una pequeña loma, barruntamos la ciudad con sus relucientes palacios, nos quedamos maravillados. Se presentaba ante mis ojos la panorámica más asombrosa que había visto en toda mi vida: El Cusco.

Desde donde estábamos, ayudé a distinguir a Kori, los palacios con sus grandes fachadas de piedra y fuera de la ciudad las chozas de los campesinos y transeúntes.

El Jefe de la caravana nos detuvo a todos y exclamó emocionado:

-Desde aquí se ve mi casa. Veis los tres ríos que rodean una pequeña colina sobre la que se recuesta la ciudad, como un puma. Todos sabemos que la cabeza es la fortaleza de Sacsayhuamán y el corazón el Koricancha.

El espectáculo que contemplaba era más grandioso de lo que nunca yo había imaginado. Alrededor de una gran plaza, las fachadas, adornadas con placas de oro, centellean con la vida que les daba el sol del ocaso.

-Junto al Koricancha está el palacio del Inca y el de las Vírgenes del Sol -siguió informándonos- Pasaremos la noche en una cueva de la ladera y mañana llegaremos a la ciudad.

 

Nos adentramos por la sierra

 

Qalani (Mujer enérgica): Narradora

 

En el que se hace relación del viaje desde el Tambo Colorado al Cusco, con las dificultades que supone el frío y la altitud.

 

Nada nos retenía en el Tambo Colorado, en el bullicio de la gente, nos arrimamos a una caravana que se dirigía al Cusco, para celebrar la fiesta del Inti Raymi, al ser un grupo numeroso, nosotros podíamos pasar desapercibidos.

Uno de ellos, después de mirarnos con burla, nos amonesta:

- ¿solo con esa ropa pensáis ir?. Así que poco aguantaréis. Sentiréis un frío como nunca en vuestra vida, vosotros lleváis ropa para el desierto, no para la montaña y menos para estas cumbres.

Amablemente nos acompañó a comprar mantas y pochos de lana, nuestra ropa era de algodón bastante liviano y necesitaríamosropa de lana de alpaca, gruesa y caliente. También nos animó a comprar coca pues la necesitamos para tolerar la dureza del camino y el cansancio.

Y siguiendo esos y otros consejos, nos pusimos de nuevo en marcha.

Varias jornadas después, a media mañana, comenzó a caernos una lluvia fina que enseguida nos dejó calados, pero seguimos adelante con más determinación, andando sobre una tierra que se había convertido en barro. Hasta que la pendiente se suavizó, como si hubiéramos llegado a una cima, pero siguió lloviznando con una lluvia persistente, una lluvia que amenazaba con volverse eterna. Al borde del camino los árboles brillaban a la mortecina luz del mediodía, algunos conservaban las últimas hojas, casi muertas, en las ramas, otros estaban ya totalmente desnudos.

Comencé a escuchar un murmullo constante y desconocido, al voltear una curva del camino vimos que era agua que se precipitaba espumeando toda la pared. Surgía a media ladera de la montaña, el agua tal vez había horadado el monte, y surgía con violencia por varios lugares desde donde se precipitaba al vacío.Agua golpeada por agua en la caída interminable de la cascada. Varios metros más abajo se formaba una corriente de aguas cristalinas, la ladera repleta de colores, piedras de distintos metales, que brillaban reflejando la luz filtrada por la neblina.

Desde las cumbres el río avanzaba, con incesante furia, a través de profundos barrancos, quebradas y tajos.Un tosco puente nos dejaba cruzar el riachuelo. Envueltos en el canto de las ranas, el piar de los pájaros, y contemplando las orquídeas colgando de los árboles, no podemos olvidar el peligro en que siempre estamos. Unos pájaros trinaban en la distancia, tal vez anunciando nuestra llegada. Me acordé de Kori, Ururi y Kurmi aunque también podría decir que siempre las tenía en mi pensamiento.

Sé que conseguirán escapar. No son las primeras mujeres decididas que conozco, pero tal vez en esta ocasión necesitarán de nuestra ayuda.

La caravana se detenía cada atardecer en un Tambo, no llevaban prisa pues tenían calculado el itinerario para llegar con tiempo al Cuzco y celebrar la fiesta. Nosotros teníamos otra prioridad, deberíamos avanzar lo más rápidamente posible, si queríamos alcanzar a nuestras hermanas antes de que llegaran al Cuzco, pues pensábamos que una vez estuviéramos en la ciudad, sería mucho más difícil rescatarlas. Por eso, sin calcular bien los riesgos, decidimos aligerar la marcha, aunque el camino era desconocido.

En muchos lugares encontrábamos montoncitos devarias piedras, cinco o seis, colocadas unas sobre otras. Eran oraciones de anteriores viajeros, en algunos nosotros también añadimos unas piedras, uniéndonos a esas oraciones.

 

Varias horas después de haber dejado atrás un Tambo, nos alcanzó la noche con el cielo cubierto de nubes. Aquella noche nos detuvimos en una cueva, encendimos una fogata. El aire se llenó de humo. Entró Utuya se detuvo un momento en medio de aquella niebla, buscando con los ojos, hasta que decidió avanzar hasta donde estamos, se sentó junto al fuego y nos miró.

¿No sé si hemos hecho bien abandonando la caravana? -nos confió temerosa.

Todos callamos comprendiendo su preocupación, mientras una lluvia constante regaba la tierra y hacía crecer los ríos que le daban vida, sentimos la presencia de varios pumas que merodeaban a nuestro alrededor, muchas veces habíamos tenido que vérnosla con pumas, pero en esta ocasión era distinto, nunca se nos habían acercado tanto y en la oscuridad que es cuando ellos salían a cazar y en un lugar que nosotros desconocemos.

Había ya luz del día cuando un ruido me despertó, a mi alrededor se acurrucaban mis compañeros, arrebujados en las mantas, que malamente nos protegían del frío de aquella cueva, donde nos habíamos refugiado.

- Ya me he despertado -Le susurré a Utuya que estaba a mi lado.

- Me he dado cuenta.

- Bueno … ¿Y ahora qué?

Utuya me miró sin verme, sacudió la cabeza de tal manera que su larga cabellera revolotea en torno a sus hombros. Sus pensamientos estaban en otra parte (¿Qué sería de su hija?), se levantó y anduvo unos pasos hacia la puerta de la cueva, permaneció inmóvil contemplando la salida de sol. Luego regresó lentamente hacia nosotros, soltó a los perros y me indicó que la siguiera. A nosotras dos se fueron uniendo otros que ya estaban despiertos, y salimos de la cueva. La lluvia me golpeó la cara, pero continué adelante tras los demás.De los pumas no había ni rastro, pero si había señales de su presencia, restos de una vicuña esparcidos entre los matorrales. Habían estado muy cerca, pero les resultó más fácil cazar esa vicuña, que molestarnos a nosotros.

-Si te encuentras con pumas –comentó Amaya- ¿Sabes lo que tienes que hacer?.

-Subirte a un árbol –se defendió con gracia Mullu- y además lo más rápido que puedas.

-Así lo más probable es que te destroce - siguió atacando Amaya - pues por muy rápido que corras, él te alcanzará. Lo que hay que hacer es detenerse y abrir los brazos, vocear, tirarle lo que tengas en las manos. Pero nunca salir corriendo y, menos todavía, agacharse para coger una piedra, pues pensaría que tienes cuatro patas y te convertirías, para él, en una presa más y te atacaría.

-Yo prefiero – confesé convencida- no tener que enfrentarme a ningún puma. Se les ve demasiado peligrosos.

Ante esta ocurrencia algunos sonrieron.

Volvimos a la cueva y después de comer algunas cosas: charqui, (carne seca en tiras), fruta y alguna raíz de yuca, nos volvimos a poner en camino. Sobre la tierra embarrada apenas se distinguía el sendero.

Salimos desafiando un frío intenso que nos sonrojaba la cara y convertía en humo nuestra respiración. El camino discurre paralelo al cauce de un río, aunque a veces, hileras de piedras hacían de puente a la otra ribera. Me detuve contemplando el arroyo que avanzaba sinuoso, ocultándose a veces, en la frondosa vegetación de las riberas, enseguida retome la marcha con paso decidido. Avanzamos por un sendero, hasta que de repente, el camino comenzó a ascender hasta la cima de otro monte. Avanzamos por una abrupta pendiente agarrándonos, en los matorrales. Ya teníamos los brazos y las piernas llenas de moratones, arañazos y heridas. Llegamos a la cima resoplando y con los pulmones doloridos por el frío. En medio de la niebla solo pude ver el primer tramo de una escalera en bajada, con un desnivel preocupante. Cualquier resbalón sería fatal. Aunque todos éramos conscientes del peligro no faltó quien gritaba de vez en cuando.

-¡Cuidado! ¡Atención!.

Fue una jornada llena de sobresaltos y con la sensación, difusa de inutilidad, ¡Poco habíamos avanzado! Mucho antes que la puesta del sol, comenzaron a hacerse las sombras entre las montañas, era una situación extraña a la que tendríamos que habituarnos. Debajo de un gran árbol nos sentamos para comer y vimos una gruta donde mal que bien nos acomodaríamos para pasar la noche. Una noche muy larga.

Por fin amaneció. Avanzaba la aurora y retrocedía lentamente la oscuridad, necesitábamos el calor del sol, estábamos ateridos y temblorosos. Ante nuestros ojos, una vez más, se desplegaba la belleza impresionante de una naturaleza virgen. Sobre el cielo se elevabamajestuoso un cóndor, y se levantó un viento susurrante entre las ramas altas de los árboles. El sol brillaba proyectando largas sombras aunque desprendiendo poco calor, en aquella mañana invernal de frío penetrante.

De repente se terminaron los árboles y un paisaje desolado de colinas, sin vegetación, de color ocre y picos grisáceos ocupó todo el panorama. Un viento gélido y polvoriento se adueñó de todo. Nuestro grupo se estremeció, avanzando entre el polvo reseco, que se introducía en la garganta, oídos y ojos. Tosiendo, escupiendo y lagrimeando en medio de aquel vendaval que nos acompañaría durante días de sufrimiento y desolación. Sentía un dolor punzante en la cabeza, me zumbaban los oídos. ¿Qué podía hacer? solo seguir adelante, pasara lo que pasase debíamos llegar hasta el Cusco.

Hubo muchos momentos de soledad, sobre todo cuando el grupo se esparcía a lo largo del estrecho sendero, con la pared de la montaña a la izquierda y el acantilado a la derecha.

Yo en esa ocasión avanzaba la tercera de la fila y en algún recodo, podía ver a los que me seguían, dispersos a lo largo del sendero, algunos en parejas pero la mayoría en solitario. Cada cierto tiempo el que avanzaba en primer lugar se detenía, y poco a poco nos volvíamos a reagrupar.

Por la tarde formábamos un solo grupo, pues el camino se ensanchaba y llaneaba bordeando el acantilado.

-¡Mirad, qué maravilla! - gritó admirada Amaya.

Señalaba a nuestra derecha donde una pequeña laguna, reflejaba las nubes del cielo.Un grupo de flamencos llenaban de una belleza inexplicable el atardecer. Los flamencos siguieron danzando, en las orillas de la laguna, cuando nos alejamos cuesta arriba. Por mucho que nos esforzamos nunca llegamos a alcanzar al grupo de soldados. Pero por fin, conseguimos llegar al Cusco.

 

 

 

 

Llegada a la ciudad del Cusco

 

Kori: Narradora

 

Kori narra cómo fueron recibidas en el Cusco y de la manera de vivir de las Vírgenes del Sol.

 

Después de cruzar el río y subir los terraplenes de la ribera, el camino entraba en lo que parecía un campamento, con callejas de tierra y chozas provisionales. La caravana se encaminó a la ciudad. Después de dejar atrás las primeras casas, muy parecidas a las de nuestra Aldea, continuamos caminando cerca de media hora, -calculé-, durante la cual avanzamos a través de calles abarrotadas.

En ambos lados de las avenidas se extendían tenderetes con toda clase de tejidos y alfarería, más adelante una gran plaza acogía las tiendas de pescado seco, carne, verduras y frutas. Los compradores pululaban luciendo sus multicolores vestidos de fiesta. Por todas las calles se desparramaba la gente y menudeaban los gritos.

A medida que transcurría el tiempo, fui descubriendo las miradas sorprendidas de los viandantes, algunas gentes nos rodeaban acercándose con curiosidad. El grupo de soldados rodeaba a las quince jóvenes, mientras cruzábamos lentamente la ciudad.

¡A nosotras nos miraban!.

Unos nubarrones bajos y oscuros cubrieron el cielo, amenazando con descargar agua, un viento constante y fuerte los impulsaba.

Observaba por sus callejuelas gentes de todas las regiones, de todas las aldeas del Imperio. Escuchaba el ruido de los pies descalzos o de las sandalias, el golpe seco de las pezuñas de las llamas sobre las piedras de la plaza, el sonido ronco de las caracolas que proclamaban la llegada de algún personaje, las voces de la multitud, los gritos alborozados de los niños.

Hasta que llegamos al centro de la ciudad, donde estaban los palacios deslumbrantes, con planchas de oro laminado que colgaban de salientes de las paredes, los muros construidos con inmensas rocas vitrificadas.

Junto de la plaza se alzaba el Koricancha, la fachada con bloques de granito tallado y oro fundido en las junturas de los bloques y también los palacios de los Incas. Entre ellos se sitúa la Casa de Las Vírgenes del Sol.

Allí nos esperaban

En la amplia sala donde nos llevaron, ya había unas cuantas jóvenes que habían llegado en caravanas de otras zonas del Imperio. No podía comprender lo que sucedía ante nuestros ojos, bueno sí podía, pero no quería, era demasiado cruel el modo en que nos trataban algunas de las mujeres que nos recibieron, gritos y malos tratos. Nosotras tres formábamos un abrazo protector que casi nos aislaba de tanta crueldad. A empujones nos situaron en las esterillas donde cada una descansaría.

-¿Tú quien eres? - me ladró con furia una de ellas.

Comencé a descubrir que con frecuencia me preguntaban esa cuestión. El que la gente no me conociera, me llenaba de turbación y desasosiego, como si perdiera un anclaje de seguridad. Desde que nací, todos a mi alrededor, sabían quién era y que era la sucesora de la MAMA-COYA

Al rato nos llevaron comida al sitio de cada una, era como si la esterilla fuera el terreno del que no podíamos salir. Así nos tuvieron varios días, teníamos que pedir permiso para salir de nuestra jaula simbólica, cada vez que lo necesitamos. No nos podíamos comunicar ni mucho menos abrazar, aunque veía a Ururi y Kurmi muy cerca, a mi lado, me sentía muy sola y aislada en aquella sala desangelada y fría.

No paraba de darle vueltas al modo de escapar de aquel infierno.

No recuerdo en qué momento me quedé dormida. Pero al despertar, por la claridad que inundaba las ventanas, entendí que el sol debía estar cercano al mediodía. Acompañada por las mujeres que nos habían vigilado durante la noche, encontré a una extraña mujer, que con mirada incisiva y experta nos observaba valorándonos, luego descubrí que era la Mama-Cuna, una anciana de melena marchita, con cara inteligente llena de arrugas y ojos brillantes, seleccionó a dos de nosotras, las de mayor edad, a las que luego no volvimos a ver.

Después de darnos algo que comer, nos llevaron en una larga fila al Koricancha, me sentía sobrecogida al entrar y ver el pavimento y las paredes cubiertas de láminas de oro y en el frontal,el Punchao, que era una representación del Sol hecha de oro puro, medía más de un metro de diámetro.

El Punchao, permanece en el Templo durante el día, al ir anocheciendo era llevado en procesión a la plaza, para ser venerado, pidiendo que vuelva a lucir el día siguiente. Las Ñustas, por turnos, lo acompañaban en la procesión. Las recién llegadas, empezamos a escoltar al Punchao después de nuestra presentación al Inca

Aquel día fuimos las recién llegadas al Templo, pues era necesario que nos purificamos, antes de ser presentadas a Inca. Nos obligaron a desnudarnos totalmente y una a una, bajamos a la piscina. El agua entraba por un caño desde el exterior y rebosaba por otro canal que la llevaba otra vez fuera. Para las que venían de aldeas de la sierra, tal vez poco acostumbradas a bañarse, sería molesto, pero para las que veníamos de la costa, el agua estaba demasiado fría y tiritábamos. Estábamos en el agua hasta que nos mandaron salir, entonces nos pusimos una camisa blanca hasta la rodilla y encima un poncho multicolor.

Luego nos sacaron aljardín del Templo y estuvimos recibiendo los rayos de Inti Sol. Paseando, vimos árboles, pájaros y animales hechos de oro macizo y a tamaño natural. Una fuente, también de oro, con cinco caños y rodeada de un pequeño estanque, el centro de todos los caminos de ese vergel. Después de varias horas de paseo habíamos entrado en calor y se relajó un poco el ambiente, podíamos hablar entre nosotras. Yo me aparté todo lo que pude del bullicio, llevándome a Ururi y a Kurmi a una de las plazuelas del jardín. Nos abrazamos infundiéndonos valor. Después volvimos en fila y en silencio hasta nuestra sala-prisión.

Al día siguiente iríamos ante el Inca. Por supuesto, ignorábamos la tremenda sorpresa que nos aguardaba, a mí especialmente.

Durante la mañana nos estuvieron aleccionando: Al llegar a la sala nos tenderíamos en el suelo boca abajo y así estaríamos hasta que nos mandaran levantar, sería a la orden del Inca que nos iría golpeando con su bastón de oro. Al levantarnos, en ningún momento, le miraríamos a los ojos, ni le diríamos nada a no ser que él nos preguntará, cosa que no sucedía nunca en los últimos años. En ese momento nos desnudaremos totalmente, dejando caer la capa en el suelo y giraremos en su presencia, cuando notáramos que seguía adelante, nos tumbaremos boca arriba encima de la capa. Luego el Inca elegiría a la que pasaría esa noche con él.

Íbamos solo lasnuevas Ñustas y nos llevaron, por largos pasillos, a la sala donde veríamos al Inca. Allí nos tumbamos y en esa postura estuvimos -según creo recordar- un rato interminable, el suelo de piedra, aunque cubierto de alfombras, nos hacía tiritar, movíamos los brazos como si nadáramos, se me fueron entumeciendo, brazos y piernas. Era una situación humillante y sumamente desagradable.

Por fin precedido por varios soldados, entró el Inca yo me asusté cuando la Mama-Cuna nos avisó, pues estaba aterida de frío. Cuando me golpeó el Inca, me puse de pie y le miré a los ojos, levantando la cara con orgullo, luego dejé caer al suelo mi capa, aunque por dentro temblaba, no quería que se notara, de ninguna manera, mis pensamientos.

Y fue mi desgracia que al terminar de vernos a todas, la Mama-Cuna se me acercó para decirme que el Inca me había elegido.

Cuando el Inca, sus acompañantes y mis compañeras se fueron, yo permanecí en la sala esperando. La Mama-Cuna me mandó que la siguiera, por la manera en que me hablaba, sabía que no tenía más opción que seguirla. Andamos por varios pasillos, yo no estaba en situación de fijarme en nada, caminaba como sonámbula, hasta que entré en el aposento donde cuatro antorchas y una hoguera daban luz y calor, unos soldados echaron ramas aromáticas en el fuego: tomillo, romero. Era una estancia íntima, pero lujosa, las paredes cubiertas de tapices con suntuosas decoraciones de animales y plantas. En una esquina varias alfombras y cojines hacían de cama para el Inca, varios adornos dorados completan la decoración.

La Mama-Cuna me ungió todo el cuerpo con aceites olorosos y me vistió con una espléndida túnica blanca. Cuando terminó me abandonó en la sala, al dejarme sola, me acurruqué junto a la hoguera y quedé expectante y atemorizada. Las brasas crepitaban iluminando aquella estancia. Cerré los ojos y disfruté con absoluta nitidez, de mi aldea y mis gentes; nuestro río deslizándose lentamente entre las rocas. Contemplé el rostro amado de Kinu que me observaba. Estaba a punto de entregar mi virginidad al Inca, pero mi corazón sería por siempre de mi Kinu.

Al rato entró el Inca y se recostó en su lecho, y me llamó con apenas un gesto. Me acerqué arrastrándome temerosa, mientras él sonría aparentando indiferencia. Cuando de pronto, desde el pasillo, llegó un tumulto de voces y pasos y se presentó en la puerta la esposa principal y hermana del Inca, la MAMA-COYA Rahua Ocllo, con el rostro agestado y gesticulando, me apartó de su camino con un empellón, como si no me viera, y se plantó delante de su hermano:

-Hermano, perdona que te moleste, se ve que te has olvidado, pues yo te lo recuerdo: me corresponde estar esta noche contigo. Vete. -me dijo casi sin mirarme- Déjanos solos.

Me quedé inmóvil, incapaz de reaccionar, no sé qué debía hacer. Comprendí, no sé como, que era la oportunidad de huir de aquella situación tan desagradable y la aproveché. En el pasillo encontré a un soldado al que supliqué:

-Llévame con Mama-Cuna- me obedeció con presteza, pues había escuchado los gritos de dentro del aposento del Inca.

Mi deambular por los pasillos fue muy distinto, me había quitado un gran peso de encima y me dominaba un ansia aún más fuerte de escapar. Pasamos por un gran recinto, en sus paredes colgaban grandes tablones pintados con figuras simbólicas, en los que se recordaban, los hechos históricos más relevantes de cada Inca, y así podían ser reconocidos y ensalzados. Después siguieron más pasillos, toda una maraña que me desconcertó, se me hizo mucho más largo el recorrido. Por todas parte se contemplaban cosas bellas: tapices, alfombras y multitud de objetos de oro.

 

 

Los libertadores en el Cusco, 1512

 

Mullu (Hombre cuya presencia trae suerte): Narrador.

 

En el que se refiere a los acontecimientos que llevaron a encontran y liberan a las secuestradas.

 

A media mañana la llovizna empezó a ceder, el aire estaba limpio y daba gusto respirar, pero nosotros no estábamos acostumbrados a tanta lluvia. En nuestra aldea, muy de vez en cuando, caía una tormenta, que apenas duraba unas horas, en cambio, aquí podía estar todo el día y, a veces, varios días, sin dejar de llover.

Soplaba una ráfaga de aire gélido, que arrebataba de los árboles las últimas hojas de aquel largo otoño. Llevábamos ya más de una Luna andando y el camino cada vez se hacía más agreste, cuesta arriba. Los restos de nieve hacían que mis pies se deslizaron a cada paso. Cada resbalón, causaba que algunas piedras rodaran pendiente abajo, hacia el abismo. En los neveros se nos hundían los pies, a veces hasta la rodilla.

Me asomé al borde del precipicio, desde donde se disfrutaba de la inmensa belleza, de un valle de exuberante vegetación, y en el fondo, una pequeña laguna de aguas transparentes, en la que se reflejaban las nubes grises. En un prado cercano pastaban rebaños de llamas y vicuñas, algunas se acercaban a beber de la laguna, otras se alejaban trotando por la ladera. A lo lejos unosnativos reparaban un puente mientras, una pareja de cóndores sobrevoló el precipicio, entre las rocas tendrían su nido.

La amanecida era muy fría. Transcurrieron largos minutos. El manto blanco de los montes ya lo tenía muy conocido, pero de pronto comenzó una gran nevada, una maravilla cubriendo poco a poco la tierra. Era la primera vez que contemplaba caer la nieve. El viento arremolinaba los copos que se podían vislumbrar en la tímida claridad de la mañana

Cuando llegamos al Cusco, nuestra prioridad, por supuesto, era encontrar y ver la manera de liberar a Kori, Ururi y Kurmi, para eso habíamos venido.

En las afueras de la ciudad, cada año, se concentraban los asistentes a la fiesta. En chozas improvisadas, donde pasaban varias noches. Las hogueras reunían a su alrededor a familias enteras. Cada amanecer un suave rumor de voces y gritos me aseguraba que el poblado se había puesto en marcha otra vez. Como estábamos resueltos a no perder ni un solo día, a la mañana siguiente, Utuya nos dividió en pequeños grupos que cada noche nos reuniremos en la puerta del Koricancha, para luego recogernos en el poblado donde pasaremos la noche.

Así empezaron nuestras correrías por la gran ciudad, visité el Koricancha con Kinu y Qalani, encontramos una escalera tallada en piedra que descendía hasta una especie de sótano, entrecerré los ojos al asomarme a la penumbra, hasta que me acostumbré y pude entrever un montón de antorchas apiladas junto a una mortecina hoguera. De allí surgían dos pasadizos, elegimos al azar uno y lo seguimos, pasando por diversos recintos, en cada uno de ellos subía una escalera, que como comprobamos llegaba a cada uno de los palacios. Qalani marchaba delante con una de las antorchas. El aire, a medida que avanzábamos, se volvió casi irrespirable, con olor a tierra, moho y humedad, la luz de la antorcha se atenuaba. La fría humedad lo impregnaba todo y en ese ambiente se adueñó de mí, el desánimo.Caminamos durante mucho tiempo impresionados y también asustados por las cosas que veíamos o intuíamos. Poco a poco, el techo empezó a alejarse de nuestras cabezas y las paredes se alejaron y hacen más ancho el pasillo, hasta que de pronto estábamos en el centro de una sala ancha y alta con varias escaleras que subían al gran templo,el Sacsayhuaman.

Al salir al exterior por la puerta del Acantilado, el viento batía con fuerza entre las piedras y era muy difícil escucharnos, pero lo que nos interesaba era buscar un posible camino de fuga. Este podría ser un buen camino de huida, pues desde el centro de la ciudad, este túnel nos llevaba directamente a campo, sin que nadie nos molestase. Regresamos por aquel túnel hasta el Koricancha.

Varios días hicimos el mismo recorrido, llegando a conocer muy bien todos los recovecos, además preparamos lo que necesitaremos para la huida, ya en el campo, en una cueva, muy cerca del templo. No sabía por qué, pero estábamos convencidos de que conseguiríamos liberarlas y que ese sería el camino de huida.

El frío nos aturdía con frecuencia y también el ruido constante de la gente. Para nosotros también era extraño el continuo murmullo delas fuentes, varios chorros de agua brotaban de cualquier pared de piedra, no se parecía ni al mar ni al Virú, en la Aldea no había ningún manantial, siempre se iba hasta el río a por agua. En cambio en esta ciudad aparecían, por cientos, distribuidas por plazas y calles. Qalani estaba muy interesada y estudiaba el sistema, pensando en hacer lo mismo en nuestra Aldea, comprobó como el agua pasaba de una fuente a otra, desde la parte alta de la ciudad hasta el río, lo mismo podíamos hacer nosotros con el agua que baja por la ladera del cerro Saraque.

En nuestro deambular por las calles del Cusco, una noche cuando volvíamos al Koricancha, lugar donde nos reunimos, creí escuchar pasos que nos perseguían, nos ocultamos en un portal, el corazón me bailaba en el pecho, esperé temeroso en la oscuridad, durante un rato en vano. Al poco aparecieron tres soldados que siguieron su camino entre bromas. La tensión nos hacía ver peligros por todas partes, en medio de mi desazón, logré serenarme y reunir suficiente valor para continuar.

Como cada mañana nos acercábamos a la plaza principal para asistir a las ceremonias de la fiesta preparatoria del Inti Raymi. Las calles y plazas siempre estaban abarrotadas de gente de todas las partes del Imperio. Empezaban los tres días antes del 21 de junio, en esos días no se podía encender ningún fuego en la ciudad y así se preparaban para la fiesta que luego se prolongará hasta tres días más.

El día de la fiesta, 21 de junio celebraremos a Kinsa Inti simbolizado en: Apu Inti (Padre Sol) - Kusip Inti (Hijo del Sol) - Intip Auki (Luz del Sol) y en un solo Dios: Kinsa Inti.

Un rumor seco, murmullo de cientos de voces susurrantes, crecía a medida que la gente se agolpaba en la plaza, ocupando todos los sitios. Así transcurrieron algunas horas en un ambiente de tensa y fría espera. De vez en cuando, el murmullo crecía, con el alboroto de los criados de algún Cacique que llegaba, empujando para situarse cerca de la tribuna del Inca.

Todo comenzó cuando, poco antes del amanecer, toda la plaza se llenó con el sonido de múltiples Caracolas y tambores que anunciaban la llegada del Inca. Me desperté de mis pensamientos y volví de nuevo al caos de la plaza. Vimos aparecerel Sapa Inca, el Inca Supremo, el gran Huayna Cápac sentado en el trono sobre una litera de oro macizo. Detrás, en otra litera, su esposa principal y hermana, la MAMA-COYA Rahua Ocllo, venerada igual que su marido. Delante de ellos, unos hombres, ricamente vestidos, voceaban a la multitud:

-Abrid paso, saludad al Hijo del Sol, nuestro gran Inca, el hijo de Viracocha, el Poderoso, el Supremo.

A continuación, en solemne procesión, el grupo numeroso de sus hijos e hijas. Llegando al centro de la gran plaza de la ciudad. El Inca Supremo subió, en la litera, al baluarte central y desde allí dirigió la vista hacia el este.

Los asistentes se descalzaron y, en silencio, miraban al horizonte, hacia donde esperaban el nacimiento del Sol. Transcurrió un largo rato de absoluto silencio. La aurora iluminaba poco a poco el cielo. Como las nubes, este año, no impedían la visibilidad del sol, este será un año sin especiales dificultades: sismos, tormentas dañinas, aludes mortíferos.

De pronto, el primer rayo del sol naciente asomó. En ese momento el Inca se puso en pie en su litera y besó a su Padre Sol; luego con gran ceremonia, cogió con sus manos,una gran copa de oro con chicha sagrada y con gesto solemne, invitó a beber a su padre: el Sol.

La multitud se estremeció y todos los asistentes se pusieron en cuclillas, con los brazos extendidos hacia adelante, en gesto de súplica, para recibir la fuerza vivificadora de Inti.

Después de beber el Inca, ya que es el Hijo del Sol, derramó la copa de oro, la de su Padre Sol, en el canal excavado en el suelo para que llegue la chicha sagrada hasta el Koricancha. Luego tomó otra gran copa de plata para invitar a beber a la MAMA-COYA y sus ministros. Lo que quedó, lo arrojó sobre todos los asistentes a la ceremonia.

Era la señal para que todos bebieran la chicha sagrada, que las Ñustas habían traído en grandes cántaros. La chicha corría a raudales entre los asistentes. También se repartían los panecillos de maíz que las Ñustas habían preparado para la Fiesta.

A continuación se realizaron las ofrendas al Sol, padre de todas las cosas y de todos los humanos y animales.

Con voz fuerte y ceremoniosa el Inca, en pie, declaró el año que había terminado, como un año bueno y productivo:

 

-Oh Inti. Hoy solo tengo motivos de agradecimiento. Hoy mi corazón rebosa felicidad contemplando, a la multitud de tus hijos reunidos en torno a mí, para celebrar la Fiesta.

-Oh Inti, este ha sido un año de numerosos bienes, que hemos recibido con agradecimiento de tus generosas manos.

-Oh Inti, las cosechas han sido muy abundantes, de todos los frutos que necesitamos, por Tu benévola y constante protección

-Oh Inti, los sismos han respetado a la Pachamama, Tú les has quitado su fuerza destructiva, antes de que nos afectarán con su poder demoledor.

-Oh Inti, te ofrecemos las cinco llamas negras, el choclo y las papas, manifestando nuestra gratitud y la absoluta dependencia de este pueblo a tu gran generosidad.

 

Todos los asistentes sabían, que si el Inca hubiera decidido que el año era aciago, había sacrificios humanos, mujeres, hombre y Ñustas. En cambio, al ser un año propicio, se inmolaban unas llamas negras, los únicos animales que son absolutamente puros pues tienen un color uniforme en todo el cuerpo -las llamas blancas tienen el morro negro-.

En medio del tumulto, perfectamente organizado, todos se pusieron en marcha hacia el Koricancha, en donde se volverá a encender el fuego sagrado, por medio de unos espejos. Ese fuego será repartido desde esta fogata a todos los fogones de la ciudad.

La ceremonia se acompañaba con danzas y ofrendas de grano, flores y animales, que eran quemados en las nuevas hogueras.

La carne de las llamas, una vez asada, era repartida entre todos los asistentes, hasta que todo se consumía.

Otra vez me maravillé de la explosión de color y de sonido.Ropas brillantes y multicolores. En la cabeza de las mujeres sombreros planos y dos gruesas trenzas de cabello y cintas de colores. Los hombres con una trenza sin adornos. Por un momento recorrí el lugar con la mirada hasta descubrir, con asombro, entre los acompañantes del Inca al grupode las Ñustas, en primera fila caminaba Kurmi junto a las más pequeñas. Tres filas más atrás avanzan Kori y Ururi, tan juntas que parecía que iban de la mano. Me quedé atónito al ver el semblante de Kori, estimé que ella debía estar perdida en sus pensamientos, pues con el rostro rígido avanzaba, con la vestidura ceremonial, igual a la de todas las jóvenes vírgenes. Un repentino frío me hizo tiritar.

Utuya nos buscó con la mirada, pues nosotros estábamos dispersos entre la multitud en pequeños grupos. Cuando me miró, comprendí que ella también las había descubierto. Permanecí un buen rato paralizado, intentando decidir qué hacer. Utuya me sacó de mis pensamientos haciéndonos gestos para que no bebiéramos de la chicha, teníamos que estar en forma, por si surgía la oportunidad.

En medio de la multitud, nos fuimos reuniendo camino al Koricancha. Al terminar la ceremonia, los soldados llevaron al Inca y a la Colla a su palacio y luego acompañaron a las Ñustas hasta la Casa de las Vírgenes. Cuatro soldados quedaron custodiando la puerta y en la pequeña plaza danzaban algunos hombres y mujeres a nuestro lado.

La chicha sagrada era realmente embriagante y vimos cómo afectaba a los danzarines, algunos caían derrengados al suelo. En nuestro deseo de pasar desapercibidos también habíamos danzado y también nos fuimos recostando, simulando la borrachera.

No pasó mucho tiempo hasta que vimos como del interior de la casa, les llevaban, a los soldados de la puerta, un gran cántaro con chicha.

Utuya nos hizo llegar su instrucción:

-Cuando ella diera la señal todas las mujeres la seguirán, ellas más fácilmente pasarían desapercibidas en el interior de la Casa de las Vírgenes, los hombres nos quedamos protegiendo su vuelta.

La chicha afectó, al poco tiempo, a todos los soldados, entonces Utuya se incorporó y simulando embriaguez, se acercó a la puerta.

Yo no llegué a reír, pero si sonreí, al pensar:

-¡Qué astuta es nuestra Utuya!.

Uno de los guardias se movió con languidez, la indolencia inducida por la chicha que enturbiaba sus sentidos, los demás dormitaban.

Las demás mujeres, imitándola, siguieron a Utuya entrando en la Casa de las Vírgenes.

Mucho después nos contaron, que al entrar vieron un pasillo con puertas a derecha e izquierda, cada puerta correspondía a una celda y en cada una vieron a una Ñusta más o menos ebria. Hasta que llegaron al final del pasillo que se transformaba en una gran sala, allí estaban todas las recién llegadas. Había tremendo júbilo, gritos y carreras, la chicha también les estaba afectando.

En el tumulto fue fácil encontrar a las que buscaban, porque Kurmi se abalanzó llorosa sobre su madre, lo mismo que Kori y Ururi, las tres estaban juntas tramando cómo escapar.

Después de la primera impresión todas iniciaron la huida.

Caminaron por el pasillo con pasos rápidos y decididos, procurando no llamar la atención, pero cuando estaban a punto de llegar a la puerta, un soldado del interior dio la alarma.

-Alerta, guardias, escapan unas Ñustas.

Los guardias de la puerta se medio despertaron y las atacaron, intentando retenerlas. Entonces nosotros pudimos intervenir, sacamos las porras que ocultamos bajo los ponchos y empezamos a defenderlas.

Un soldado, tambaleante, golpeó la cabeza de Ururi, fue un golpe dado con poca fuerza, pero que le hizo sangrar. Kinu atacó, pero fue rechazado con un empellón, cayó al suelo y dolorido se fue levantando.

Pero todos emprendimos la carrera hacia el Koricancha ahí, como habíamos previsto, nos metimos en el túnel y corrimos, guiados por Qalani, los dos kilómetros que nos llevarían, por debajo de toda la ciudad, hasta Sacsayhuaman.

Al salir de ese templo, nos dirigimos al Camino de la Sierra que partiendo del Cusco, pasaría por Cajamarca y llegaría hasta Quito, este Camino Real tenía entre 6 a 8 metros de ancho, estaba totalmente empedrado. Las cuestas eran salvadas mediante graderías y los ríos eran atravesados por puentes. En estos caminos existía mucha información para el viajero por ejemplo: indicaciones de distancias y direcciones, ubicaciones de los Tambos, etc. Mucho antes de llegar a Cajamarca, tomarían un sendero que también formaba parte del Camino Real, para llegar hasta el Camino de la Costa que pasaba cerca de nuestra Aldea.

Encontramos lo que habíamos preparado para la huida, comida y ropa, abandonamos el Cusco.

 

Regreso a la Aldea

 

Kinu. Narrador, enamoriscado de Kori.

 

En donde se narra lo que acaeció durante la alegre marcha de vuelta a la Aldea.

 

En la carrera, ya en el camino, caí al suelo y me volvieron a brotar lágrimas en los ojos, lágrimas que me impedían ver a Kori con claridad, así que parpadeé y sonreí, mientras las lágrimas descendían resbalando por mi mejilla. Sentía un mareo en la boca del estómago. Tenía el cuerpo cubierto de un sudor frío. Kori estaba en pie a mi lado. La miré, pero no puede oír sus pensamientos. Me ofreció la mano y me ayudó a levantar. Fui detrás de ella, temiendo perderla y perderme. Sorteando a los caminantes que me salían al paso, en la carrera estuve a punto de derribar a un anciano, que me increpó con gritos.

Al frente se veía, majestuosa, la cresta nevada de una de las muchas montañas que nos rodeaban, peroni la excelsa belleza del entorno lograba mitigar el cansancio y la falta de oxígeno.

Ahogándonos por la altura, seguimos corriendo, hasta que la noche nos envolvió en su silencio, pero en mi cabeza no dejé de escuchar voces y más voces, gritos y más gritos. Se repetían una y otra vez las mismas imágenes, fogonazos de los últimos acontecimientos vividos. El golpeteo del agua sobre las rocas se confundía con los latidos de nuestros corazones. A mi lado se recostó Kori, sobre la hierba cuajada de flores, su piel tostada, entre canela y miel, le daba una apariencia mágica a la luz de la luna, su dulzura y sus ganas de vivir lo impregnaba todo. Se me acercó y me miró a los ojos sonriendo. Y nos fuimos durmiendo.

Era sobrecogedor el silencio que habitaba en esas montañas.

Medio despiertos, esperamos durante un largo rato mientras se hacía de día. Ya se había consumido la leña de la hoguera, y apenas humea. La mañana me pareció preciosa con un cielo de un azul rabioso, parecía como si nada malo pudiera ocurrir bajo un cielo tan radiante. La noche me había serenado bastante, empezaba el primer día de una vida nueva. Todavía había riesgo, pero no inminente. Ignorábamos si podían estar siguiéndonos, pero no teníamos más remedio que descansar de vez en cuando para respirar y coger fuerzas. Nos consolaba pensar que no estaban en muy buenas condiciones los soldados del Inca para perseguirnos.

A media mañana comenzó a caer la nieve con más intensidad que nunca. Envolvimos las ojotas de cuero con lienzos de algodón para protegernos los pies de la nieve. Las ramas de los árboles, que se adentraban, por el peso de la nieve, en muchos puntos del camino, dificultaban nuestros pasos. Utuya decidió que nos detuviéramos para refugiarnos. El viento gélido nos hacía temblar hasta cuando nos acurrucamos, todos juntos, al abrigo de unas rocas. Nada haría que la nieve dejará de caer desde lo más alto del cielo, densa y parecía que inagotable. Cuando vimos que tendríamos que estar allí, tal vez hasta el día siguiente, preparamos parapetos que nos protegieran del viento con ramas y nieve. Conseguimos un refugio bastante confortable, pero frío, por muchas hojas que pusimos sobre la nieve del suelo, el frío nos llegaba y tiritábamos, fue un día y una noche horrible.

Al amanecer, la nieve se veía impoluta y virgen. Ni una sola pisada la mancillaba, nadie, ni persona ni animal, había dejado su huella. Impresionaba su belleza y soledad. Blancas nubes empezaban a subir, desde lo más profundo del valle, hasta detenerse en las cimas de los montes.

A lo lejos empezamos a escuchar el canto de un río, para cruzar encontramos una inestable pasarela de tablas y un trenzado de cuerdas como barandilla. Este puente se apoyaba sobre dos grandes estribos de piedras con fuertes y sólidos cimientos. En el fondo, a bastantes metros, rugía el río Apurimac. Nunca había visto un puente tan largo, no tendría menos de 200 pasos y el viento lo movía con fuerza. El puente atravesaba un precipicio de vértigo, que había construido, a lo largo de milenios, el río que ahora rugía en el fondo medio oculto por la vegetación. Una confusión de rocas rompían el río en mil pedazos, transformando el color verde, al blanco de la espuma.

Pese a la primera impresión nos resultó fácil cruzar el puente.

Habría sido más prudente no aventurarse por aquella zona, pero no conocíamos aquellos caminos. Nos acercamos a un lugar donde la senda se volvió casi impracticable, grandes rocas, desprendidas tal vez en el último terremoto, lo obstaculizan, también el camino desaparecía enterrado bajo montañas de tierra, deslizada por la lluvia. Ya había gente de las aldeas cercanas reparándolo, pero todavía quedaba mucho trabajo por hacer.

Después de muchas noches, al calor de la hoguera, saqué mi ocarina y la música nos acompañó. Una estrella fugaz cruzó el firmamento, el viento creció, meciendo las copas de los árboles y avivando las brasas de la hoguera.

Entre comentarios y paradas para descansar, llegamos hasta el borde de un precipicio. Kori se apartó del grupo y se quedó contemplando el esplendor del valle; yo que pocas veces la perdía de vista, me acerque, nos sentamos en el borde del saliente rocoso, en silencio, los dos mirábamos las mismas maravillas, sentí que en el horizonte se cruzaban nuestras miradas y entonces cantaron los grillos, la tarde se pobló de sus mensajes, intensos, monótonos, obsesivos, reclamos de un amor profundo. Yo siempre tenía el mismo pensamiento dando vueltas en mi cabeza, y susurré casi a su oído:

-Entonces, ¿me elegirás?.

Ella me observó con una sonrisa y dijo:

-Por supuesto que lo haré. Estoy decidida. Pero tendremos que esperar y todavía ser muy cuidadosos, ¿entiendes?

-Lo comprendo

Kori permaneció inmóvil frente a mí, sus contornos se desdibujan a la tenue luz de la hoguera. Sin dejar de mirarla a los ojos, fui acercando mi mano hasta tomar la suya. Permanecimos callados un rato, hasta que ella dijo poniéndose de pie:

-Tenemos que dormir.

Después de una noche intranquila, comenzó un nuevo día.

-Mirad el mar – exclamó Kurmi alborozada.

Yo solo veía que terminaba el verde y empezaba el azul de cielo, pero ella insistía:

-Se ve en el horizonte una franja blanca, será la arena, luego el azul intenso del mar y el azul más claro del cielo.

Ante su insistencia empezamos a intuir que allí estaba el mar, y llenos de alegría apresuramos la marcha entre gritos y canciones.

Al tomar una de las infinitas curvas de camino nos topamos con un hombre tendido en el suelo.

-Es un Chaski -afirmó Kori, al ver su penacho de plumas.

Nos acercamos, y Mullu lo estudió despacio. Tendría como él unos veinte años. Vimos sus heridas sangrantes, tenía la cara contraída por el dolor y varios zarpazos en brazos y piernas. El herido abrió los ojos, gimió débilmente, pidiendo agua y con dificultad nos dijo:

-Me ha atacadoun jaguar. Mucha hambre debía tener para salir a cazar en pleno día. Yo me he defendido. Pero solo al oír el alboroto de vuestra llegada se ha asustado y marchado.

Nosotros ni lo sabíamos ni lo queríamos, pero habíamos salvado a aquel muchacho.

-Inti me ha protegido – repetía el Chaski malherido.

Estas cosas de vez en cuando suceden, si hubiéramos llegado un tiempo después o, hubiéramos caminado en silencio como muchas veces hacíamos, solo habríamos encontrado un cadáver. Casualidad o protección.

Amaya preparó un remedio que le puso sobre las heridas y las cubrió con cuidado. Con una manta y dos ramas preparamos una litera para llevarlo hasta un Tambo, que nos había mencionado que estaba muy cerca.

En el Tambo nos recibieron como a héroes, al ver lo que habíamos hecho. El Jefe nos invitó a entrar en el cobertizo de los Chaskis. Los ojillos brillantes y profundos de varios cui, destacaban en la oscura penumbra de la habitación. Nos dio comida y cobijo. Nos agradeció los que habíamos hecho sin querer y queriendo: salvar y transportar al Chaski herido

Al llegar la noche, al calor de la hoguera, comimos como no lo habíamos hecho en los últimos días, ya se nos habían casi agotado las provisiones y solo teníamos raíces, huevos de pájaros y algunas ranas. En la conversación Kurmi recordó:

-En el camino hemos visto en la lejanía el mar.

-Por supuesto – afirmó uno de los Chaskis que dijo llamarse Lariku, un joven con la piel curtida por el sol de la montaña y los labios agrietados – Muchas veces yo lo he visto. Cuando el día es muy claro y el sol se acerca al atardecer, se le puede ver. Yo soy de un pueblo de pescadores y sigo teniendo añoranza del murmullo de las olas, de los atardeceres y del olor del pescado fresco asándose en las brasas. Pienso volver pues también hay una muchacha que espero que me espere.

¿Y Lariku, cómo has llegado a este Tambo?– Kurmi quiso alargar tan agradable velada.

-¿Pero no llegan a vuestra aldea los soldados del Inca para reclutar jóvenes?.

Con rapidez intervino Qalani para evitar indiscreciones.

-A nuestra Aldea solo van a exigirnos alimentos.

-Pues a la nuestra – continuó Lariku- todos los años llegan a seleccionar a jóvenes y los traen a los Tambos donde los entrenan para Chaskis. Yo seguro que volveré a mi pueblo, pero la mayoría se quedan en los Tambos como ayudantes del Encargado.

-¿Pero en el Tambo hay cosas que hacer?

-Por supuesto. Lo primero es marchar llevando y trayendo la información hasta el siguiente Tambo, pero aquí también hay mucho trabajo. Ahora dos de nosotros han ido a un Tambo cerca del mar para traer sal y pescado seco, otros están en las aldeas cercanas trayendo los alimentos y ropa que se guardaran en los depósitos hasta que sea necesario repartirlos, si hay una época de carestía.

Y así, en tan agradable compañía nos fuimos durmiendo. No puedo decir en qué momento abandoné esta realidad para trotar por el mundo de mis sueños, pero fueron agradables.

Al amanecer el Jefe nos preparó una comida especial, mandó poner al fuego una gran cazuela para cocer maíz y papas, también le echaron trozos de carne de cuy y de llama. Fue una comida abundante y sustanciosa que nuestros estómagos agradecieron.

También nos suministró alimentos para el viaje.

-Aunque todo está rigurosamente controlado, ya me apañaré para que no se note en la próxima inspección.

Y nos explicó:

-El camino os llevará hasta el fondo del valle, durante un tiempo iréis bordeando el río Apurimac, hasta llegar a una bifurcación, allí tomar el camino de la derecha, aunque no os lleve directo al mar, os llevará hacia el norte antes de encaminaros al mar. He mandado al siguiente Tambo información de vuestra llegada con Lariku, que acaba de salir con ese destino. Allí el Encargado es amigo y os tratará como merecéis.

Esta vez emprendimos la marcha con un nuevo ánimo, la brisa fue haciéndose más cálida, a medida que avanzaba perezoso el día y todo fue como nos había dicho, al atardecer llegábamos al Tambo donde nos recibieron con las mismas muestras de agradecimiento. Casi siempre compensa hacer el bien.

Al día siguiente, el Jefe nos dijo que lo mejor sería que no paráramos en el siguiente Tambo, pues el encargado era hombre muy riguroso y hasta quisquilloso, y nos haría preguntas que tal vez no quisiéramos responder. Algo sospechaba sobre nuestro viaje y lo cierto es que no podíamos responder con la verdad, si nos preguntaban el porqué del viaje, de dónde veníamos y menos aún a qué Aldea íbamos. Serían pista para nuestros posibles perseguidores.

No quiero terminar mi relato sin mencionar a Veloz, mi perro, que me acompañó hasta el Cusco y de vuelta. Cuando todavía era un cachorro empezó a seguirme. En la Aldea siempre había varios grupos de perros que deambulaban libremente por todas partes y a veces se enzarzaban en ruidosas peleas. Pero a este perrito yo siempre lo tenía cerca, muchas veces se acurrucaba entre mis piernas o me acompañaba allá donde fuera.

 

 

DÍA JUEVES

 

Cuando llegaron aquella tarde encontraron a D. Miguel haciendo la estatua, descubrieron que consistía en acompañar a su esposa cuando descolgaba la ropa ya seca. D. Miguel iba a su lado y ponía en sus brazos la ropa que le iba dando Doña Claudia. Les saludó con alborozo pidiéndoles que esperaran a que terminara la tarea de recoger la ropa.

Cuando se reunió con ellos fueron a su despacho y les entregó varias fichas fotocopiadas, sobre aspectos fundamentales de la época de los Incas. La primera ficha la leyó Rosa en voz alta, porque en ella se hacía mención, a narraciones encontradas en el Manuscrito.

-¿Qué decir del Tambo Colorado? Pues que está situado en el Valle de Pisco y a media hora de la ciudad de Pisco, y que es la ruina de adobe mejor conservada de todo el Perú, solamente faltan los techos.

Fue edificado en la época del Inca Pachacutec con la finalidad de albergar a soldados y altos dignatarios. La arquitectura y el trazado típico inca se mantienen con una única particularidad: la construcción es de adobe y muestra la adaptabilidad de los andinos al nuevo ambiente costeño, pues acá no tenían piedras para edificar.

Recibe su nombre del color rojizo que presentaban sus edificios. En la actualidad mucho del color original se ha perdido, lavado por las lluvias y erosionado por el paso de los siglos.

Este conjunto se encuentra a 800 metros sobre el nivel del mar y en un sitio constantemente soleado y seco.

Don Miguel leyó la ficha sobre la Ciudad del Cusco.

-La historia y tradición enseñaban que la ciudad inca tenía la forma de un puma, felino considerado como deidad en el mundo Inca.

La ciudad tiene calles estrechas, normalmente muy rectas y empedradas. Las paredes de los edificios de la zona central estaban construidas de piedra tallada, mientras en los suburbios eran de adobe (barro-ladrillo). Los techos eran de paja.

Las casas no tenían muchas puertas ni ventanas para mantener la temperatura en las estaciones frías.

La vida giraba alrededor de su gran Plaza, empedrada con lajas y cubierta con arena del mar para evitar accidentes en las estaciones lluviosas.

Cuando Martín Bueno, Pedro Martín y Juan Zárate llegaron quedaron asombrados por la opulencia del lugar. Planchas de oro de 2 kilos cada una, cubrían los bloques de piedra del muro del templo. Además, en su interior, un jardín alberga varias estatuas de oro macizo representando árboles, pumas, vicuñas y otros animales propios del Imperio. En el altar mayor de Koricancha un disco solar de oro simbolizaba a Inti.

A Juan le tocó la ficha de La Chinkana.

-Existen muchos datos de cronistas e investigadores que nos hablan de un túnel (Chinkana) construido por los incas, que conectaba el Koricancha con la fortaleza de Sacsayhuamán, una distancia aproximada de 2 kilómetros.

Toneladas de oro desaparecieron cuando llegaron al Cusco los conquistadores españoles. Estatuas, discos solares, árboles, flores, pájaros, cántaros, y objetos ceremoniales.

Durante muchos años se ha pensado que las piezas más valiosas y sagradas de oro, las escondieron en salas subterráneas a las que se accedía a través de largos túneles secretos existentes en el subsuelo de la ciudad.

Estas fichas resumen algunos aspectos fundamentales del Imperio Inca, así fue como lo encontraron los españoles cuando llegaron hasta el río Virú y después cuando avanzaron hacia el Cusco.

Como todos los días que acudieron a casa de D. Miguel, a la hora prevista salieron con la Ñusty, camino del parque, la iglesia y la cantina, era el orden habitual del paseo.

Cuando aquella tarde al llegar al parque, una ambulancia avanzó ululando por la Avenida de los Incas, Nusty lloró, alguien estaba sufriendo intensamente. Todos la miraron asombrados por lo que parecía la capacidad de los animales para sentir el dolor humano.

-Esto, - pregunta Rosa - ¿le ha pasado otras veces a Ñusty?

-Si -afirma D. Miguel – aunque no siempre que se oye la sirena de la ambulancia. Tal vez siente solo cuando la ambulancia lleva a alguien sufriendo, no cuando la ambulancia va de vacío, por mucho ruido que haga.

Durante el paseo fueron numerosos los saludos de los transeúntes.

-El que me acaba de saludar fue alumno mío en la Universidad. Trujillo es una gran ciudad, pero todavía en los barrios, mucha gente nos conoce. Alguna vez he pensado que si perdiera la memoria y empezará a pedir ayuda, muchos sabrían mi nombre y me llevarían hasta la puerta de mi casa. A mi esposa, todos la conocerían y le llamarían Doña Claudia, cuando le contarán lo que me había pasado.

Aquella tarde las calles estaban llenas de gente, parecía como si el frescor de la tarde animara a todos los trujillanos a pasear. Eran muchas las familias que se encontraron.

Terminaron despidiéndose y quedando para una cena en el hotel el día sábado, a la que habían invitado al matrimonio como agradecimiento a su colaboración, pues sin ellos todo su esfuerzo con el Manuscrito habría sido infructuoso.

 

 

 

Juicio por una pelea

 

Wayna: (Hombre fuerte) Narrador

 

Wayna narra cómo su familia se encontró con unos viracochas y de lo que sucedió con Paku.

 

 

En la aldea estábamos de fiesta, ya que era la festividad mensual de la Luna, por las calles se agrupaban las familias, los niños correteaban entre juegos, y todo nos preparábamos para acudir al Templo.

En aquel ambiente relajado, no podía precisar, cuál fue el motivo que dio lugar a una acalorada discusión entre Iraya (Hombre que socorre), un hombre más bien menudo de cuerpo, sin ninguna particularidad en su rostro, pero al que los años y el mar habían dibujado arrugas en su frente y Purik (Hombre andariego), otro hombre de su edad, pero más alto y musculoso, severo y de trato difícil, carácter que se había agudizado tras la muerte de su esposa, Ayka (Mujer afable en el trato). Yo soy el marido de su hija Illawara (Mujer afortunada).

Los dos se encontraron paseando junto al río, cuando los ánimos se caldearon. Entre ambos cayó un silencio frío, frío y espeso. Se miraron a los ojos. En un instante el encontronazo alcanzó tal violencia, que los dos rodaron por el suelo, intercambiando un buen número de puntapiés y puñetazos. A la refriega acudí con otros, para separarlos.

Al levantarse Iraya tenía la cara magullada y un ojo completamente hinchado. Purik se zafó con violencia de los que lo detenían y corrió a la Aldea, a poco llegó empuñando una maza y dispuesto a vengar la supuesta afrenta. Fue un momento de tensión, pero reaccionaron con rapidez varias Madres y algún hombre, impidiendo que se acercara a Iraya. En la trifulca Purik golpeó a varios hombres e hirió con la maza en la cabeza, a una Madre. Al final lo desarmaron y ataron.

El hecho era grave y no podía quedar sin castigo.

Aquella noche, la MAMA-COYA Kusi reunió el Consejo de Madres, se vistió con algunos de sus atributos y acompañada por las Madres de más edad, ascendió al centro del Templo y delante de la Kala se acuclilló. Testigos no faltaban, pero había que escuchar la defensa de Purik, fue conducido y desatado, en presencia de todo el pueblo, que junto con Iraya, ocupaban la explanada del Templo.

La MAMA-COYA Kusi, comenzó, recordando que se le juzgaba por delitos muy graves como mostrar, con hechos, el deseo de matar a un hombre y, además, en la pelea haber lesionado a una Madre, de los dos hechos había muchísimos testigos.

-Purik, ¿Qué nos puedes decir en tu defensa?

-Todos sabéis lo que pasó con Ayka mi esposa –Purik empezó a decir con decisión.

-También era mi hermana – gritó Iraya.

-Claro que era tu hermana mayor, eso nadie lo olvida – afirmó Purik cediendo muy serio- pero era mi esposa y la madre de mis hijos, yo no puedo permitir, que nadie ponga en duda mi actuación ni mi responsabilidad, en el triste suceso de su muerte. Todos sabéis que soy inocente.

Y con pasión mi suegro nos contó lo que tanto le atormentaba:

-No puedo contar todo lo que sucedió, solo lo que viví y recuerdo. Hace ya bastantes Lunas que un día, al venir a la aldea para la Fiesta, mi esposa Ayka me dijo que quería salir a navegar. Alegaba que la única vez que había navegado fue cuando con 10 años llegamos a esta aldea. Luego nunca lo había hecho más. Según su plan saldríamos con nuestros hijos y podía ser una ocasión para comerciar con algunas aldeas. Ella fue preparando lo que llevaríamos: ropa de la que ella hacía, algún objeto de alfarería y de metal, cosas pequeñas y poco pesadas, para que la balsa no necesitara más navegante que yo. Aquel viaje se convirtió en el motor de todos sus pensamientos y decisiones y cada obstáculo era un reto nunca un final, se crecía ante las dificultades con vitalidad y entusiasmo.

Hasta que un día, terminados todos los preparativos y con la autorización de la MAMA-COYA, comenzamos nuestra aventura.

Con gran alegríanos embarcamos, nosotros dos junto con nuestra hija Illawara y su esposo Wayna, ambos se resistieron pues no tenían ninguna ilusión aventurera, pero como todavía no tenían ningún hijo, Ayka con facilidad los convenció, también nos acompañaban nuestros tres hijos más pequeños.

Todos sabéis que nuestro hijo mayor, sufrió un accidente, cuando jugando con un grupo de amigos, se alejaron de la aldea. Dos de ellos volvieron después de un tiempo y comunicaron que habían sido atacados por pumas. Organizaron las Madres y los jóvenes una batida, volviendo al lugar del ataque, allí solo encontraron sus ropas desgarradas y algunos restos. También se nos murieron dos hijos casi recién nacidos, sin nombre: una niña y un niño.

Tomando rumbo al norte. Avanzamos con rapidez aprovechando el viento favorable y las corrientes. Ayka estaba extasiada con la belleza del mar. Al principio ella y nuestro hijo Paku (Hombre inteligente), se marearon, lo pasaron mal, pero pronto se acostumbraron al continuo vaivén del oleaje.

Mi esposa era una persona fuerte e independiente – todos lo sabéis igual que yo- pero también era apasionada y sensible, muy capaz de admirar la belleza y disfrutar de las cosas buenas. Mientras yo manejaba el timón, ella abrazando a nuestros hijos, contemplaba con mirada soñadora la costa cercana. Ahora se me hace presente un gesto muy suyo: con aire decidido se echaba para atrás un mechón de pelo negro que caía sobre su frente. Y me miró. Vi en ella tal cara de felicidad que aún hoy me estremezco al recordarla.

Llegamos al río Moche y seguimos costeando, antes de que se ocultara el sol, avistamos una gran ciudad; la visión de sus murallas, teñidas de rojo por el sol moribundo del atardecer, era impresionante. Al ocultarse el sol toda la ciudad quedó en tinieblas. En el espectacular cielo nocturno vimos una lluvia de estrellas que recorría el firmamento. Luego al desembarcar supimos que la ciudad era Chan-Chan. Desde el mar la veíamos como una ciudad muy grande, extensa y majestuosa.

Al día siguiente recorrimos algunas de sus calles llenas de transeúntes, con grandes muros adornados por relieves. En uno de sus mercados, comenzamos a abrirnos paso entre la muchedumbre, sorteando múltiples puestos de venta y corrillos de curiosos, allí nos pusimos a vender, entre los comerciantes que ofrecían sus productos a grandes voces.

De madrugada, las mujeres habían traído sus canastas con papas, frutas y otros productos, se instalaron en el mercado y, sentadas en el suelo, pasaban hilando y vendiendo todo el día.

No tardó mucho tiempo para que Ayka, comenzara a conversar con las vendedoras de los alrededores, les fue dando detallada razón de nuestro viaje, y una de ellas le contó que era un rumor persistente: la ciudad se estaba deshabitado.

Las gentes llevaban varios años abandonándola después de la agresión de Inca. Cuando el ejército del Inca se acercó a la ciudad, las autoridades se negaron a rendirse, entonces les cortó las acequias que les llevaban el agua desde el río Moche, fueron días angustiosos, de sed y hambre que todos recordaban con terror. Solo la sed les derrotó. Pero el Inca les hizo pagar cara su rebeldía, muchos fueron enviados al Cusco y muy pocos volvieron años después.

Aquel día, para nosotros, el mercadeo no fue muy fructífero. Pero nos impresionó la ciudad y nos alarmó una noticia que nos comunicó un cliente que se acercó.

-¿Vosotros no soy de aquí, seguro que habéis tenido que salir de vuestra aldea para poder sobrevivir?

-Somos – le dije sin dar muchos datos- de una aldea del sur. Es la primera vez que venimos a esta ciudad.

-¿Y qué os parece?

-Una grandiosa ciudad -afirmé realmente admirado.

-Si, pero medio desierta -contestó con cara compungida aquel hombre- y con las calles muy sucias. Por todas partes veréis ruinas y desolación. ¿Habéis escuchado noticias de los viracochas? Yo estoy seguro de que no pueden ser hijos de Viracocha, aunque sean blancos y barbudos, porque no son capaces de mantener su palabra, mienten y roban. También guerrean y codician el oro, pero en eso son como algunos de nuestros jefes, es lo que pasa con el Inca. Me parece que están llegando en grandes casas flotantes, ya dicen que les han visto por la zona de Tumbes.

-Por nuestra Aldea nadie ha visto nunca a esas gentes. Nosotros vamos hacia el norte, no nos gustaría tener sorpresas.

Por estos comentarios y otros que siguieron, me resultó un hombre deprimente y negativo, capaz de bajar el ánimo al tipo más alegre con solo escucharle y yo no estaba demasiado alegre por las vicisitudes de la aventura.

Que contraste con el modo de ser de Ayka: con una confianza ciega en el mañana, con un optimismo que se hacía contagioso y no menguaba ante ninguna dificultad.

Volvimos al puerto y nos embarcamos, nuestro deseo era seguir buscando donde cambiar las mercancías, no pasó por mi cabeza las consecuencias y lo que nos haría sufrir la aventura. Ayka seguía muy ilusionada y me dijo:

-Me gustaría, aprovechar que vamos para el norte para buscar la Aldea de donde salimos hace tantos años ¿Purik, no te gustaría también a ti?

Me quedé pensativo, me pedía mi opinión, pero bien sabía yo que de nada serviría contradecirla, así que con la mejor cara le contesté:

-Podemos intentarlo. No será fácil, yo casi no recuerdo donde estaba ese valle, solo recuerdo, que la aldea estaba a orillas del Estuario de Virrilá.

-Verás como todo nos sale bien – Sentenció Ayka.

Tuvimos varios días en los que la navegación fue muy agradable, con días luminosos y noches tranquilas. Nuestra balsa respondía y en los atardeceres, se llenaba el cielo de nubes rojizas, cuando nos dirigíamos a la costa para estar más protegidos durante la noche.

Una de aquellas noches fue bastante especial, la luna nos iluminaba desde lo más alto del cielo, con esa luz podíamos casi ver, estábamos al pie deun acantilado de paredes escarpadas. Un estrecho camino permitía llegar hasta una cueva en la ladera, a unos metros del nivel del mar. La marea estaba baja. Había dejado al descubierto una pequeña playa donde podíamos fondear la balsa y pasar la noche. Al acercarnos empezamos a escuchar tremendo alboroto en el mar, un grupo de pingüinos se defendían de los ataques de los lobos de mar, que saltaban desde las rocas y los rodeaban lanzando berridos penetrantes e intimidatorios.

En la refriega uno de los lobos se acercó peligrosamente a nuestra balsa. Todos nos asustamos pues se movió bruscamente. Nuestro hijo Paku cayó al mar, en medio de aquel peligro. Solo la rápida reacción de Ayka, lanzándose al agua, mientras Paku braceaba para no alejarse, le salvó, ella le ayudó acercándolo a la balsa para que entre mi hija y yo los sacáramos a los dos, Wayna ni se enteró, en ese momento bregaba con el timón en otra parte de la balsa.

Ayka lo salvó, pero nos llenó de aprensión, Paku empapado y con frío, temblaba como una hoja seca en el momento de caer del árbol. Los pingüinos aprovecharon el caos para huir y todo fue quedando en silencio, el viento amainó hasta convertirse en una ligera brisa, que rizaba con pequeñas olas la superficie del mar.

Al día siguiente nos fuimos animando, aunque mi hija Illawara empezó a decir que tal vez mejor nos volvíamos a casa. A Ayka le resultó muy fácil volverla a ilusionar con el viaje y sus aventuras. ¡Cuántas cosas vería y luego podría contar!

Y por supuesto seguimos rumbo al norte, y ahora también rumbo a nuestra aldea natal. El lugar donde dejamos el Templo y nuestras casas por la tormenta de arena. El lugar que con frecuencia recordamos cerca de la hoguera por las noches.

Después de muchos días y muchas pequeñas aventuras llegamos al Estuario de Virrilá. Una gaviota pasó volando sobre el lugar, Ayka alzó la cabeza para mirar su airoso vuelo, que era un buen presagio. El río bajaba crecido y algunos campos cercanos se habían inundado. Los efectos de la antigua tormenta eran visibles, grandes dunas de arena cubrían parte del paisaje, en las riberas del río casi no había árboles, cuando ya veíamos los restos de la antigua Aldea, nos acercamos a una pequeña ensenada en el río y desembarcamos. Todo se veía deshabitado y medio derruido. Mi hija pequeña se quedó embobada, siguiendo con la mirada, el vuelo de una mariposa enorme y multicolor que se ocultó entre los matorrales, alejándose de otras que la perseguían. La tarde era luminosa.

Nos encaminamos hacia la Aldea del Estuario de Virrilá siguiendo a Ayka, que nos quería llevar a su antigua cabaña. Según recordaba debía estar donde ahora sobresalen de la arena los restos de una casa, solo se veía un montón de bloque de adobe. Con ayuda de sus hijos empezó a quitar arena buscando:

-¿Qué buscas? - Le pregunté intrigado.

-Empiezo a recordar que tenía un cofre, mi madre me lo hizo de barro con una tapa. Yo decía que era mi tesoro. Recuerdo que tenía una concha que me regaló mi padre cuando me pusieron mi nombre.

Al remover los escombros huyeron algunos bichos, hasta una culebra que sobresaltó a Illawara, que buscaba con especial ahínco el tesoro de su madre, hasta que lo encontró.

Cuando se lo dejó en sus manos, Ayka empezó a acariciarlo, se sentó en el suelo, todos la rodeábamos. Ella lo miraba sin atreverse a abrirlo. Su rostro se fue aniñando. De verdad parecía una niña que acaricia su tesoro más valioso. Y vimos cómo, conteniendo el aliento, abrió muy despacio aquel cofre infantil.

Ante sus ojos de niña contempló la concha de su padre y también unas piedras de colores y hasta unos huevos de pájaros.

Después de sumergirse en su niñez, levantó los ojos. Vio su ahora real. Tomó la concha y me la ofreció a mí, era la herencia de su padre. Entregó a cada hijo, una de las piedras y se quedó mirando lo que todavía quedaba en el cofre. Estoy seguro que en ese momento pensó en sus hijos muertos.

Solo cuando una bandada de patos, rompió con su algarabía aquel hechizo, me atreví a decir con voz entrecortada por la emoción:

-Yo también quiero ver mi antigua casa.

Bordeando el Templo nos acercamos a la zona de las hilanderas, estaba en mejor estado, apenas se habían caído los techos, pero por eso la arena cubría el interior de las casas, tal vez eso las había protegido de la destrucción, había que remover demasiada arena, si quería ver el suelo, en las alacenas de la pared todavía estaban las vasijas donde se guardaba la comida. El de maíz con sus granos grabado en el exterior y el de yuca, papas, ají; alineados como cuando los dejamos. Me pareció ver a mi madre preparando la comida. En la lejanía un jilguero entonó su canto de amor.

Después subimos al templo, allí estaba la primera Kala de la MAMA-COYA Tintaya, nos acercamos e imitamos a Ayka que la abrazó y besó.

Encendimos la hoguera y a su alrededor empezamos a comer. Ayka contaba lo que recordaba mezclado con lo que había oído a los mayores, hasta que comenzó a cantar, su voz se elevó en agradecimiento, con un ritmo cadencioso, terminó levantándose danzando, todos la imitamos y con nuestro baile, alrededor de la Kala, recordamos y honramos a nuestros antepasados.

No nos enteramos de lo que acontecía en el río.

Pero llegó una barca con cinco viracochas, que nos vieron danzando en el Templo, se dividieron en grupo para sorprendernos, avanzaron con cautela, sigilosamente. Cuando los vimos ya estaban dos de ellos en la plataforma del Templo y se acercaban con gestos intimidatorios y con las espadas en la mano. Wayna y yo cogimos las mazas y nos dispusimos, con miedo, a defender a la familia. Antes de que pudiéramos hacer nada, llegaron otros tres viracochas y se oyó el estruendo de un rayo con su trueno; había salido de la mano de uno de ellos.Aquello nos paralizó de pánico y caímos en tierra. Wayna y yo gateando retrocedimos hasta nuestra familia.

-Capitán -dijo uno de ellos, joven y casi sin barba- no parece que sean peligrosos. ¿Por qué no intentamos conversar?

-Adelante, Antonio, pero con mucho cuidado, -mandó el capitán - los demás no os mováis ni los perdáis de vista.

El joven guardó su espada y se nos acercó, haciendo gestos de paz, mostraba las manos desnudas y hasta se quitó de la cabeza el casco que la protegía y que casi ocultaba su cara.

-Venimos en paz, -decía- no queremos hacer daño.

Paz, no daño, lo repetía en aymara y quechua en un intento de comunicarse con nosotros.

Estábamos atemorizados, Ayka levantó la vista y durante unos segundos dudó cómo actuar, al ver el semblante tenso, pero amable del Jefe, terminó poniéndose en pie y en un gesto de valor que a mí claramente me faltaba, cogió comida y bebida, avanzó hacia el que parecía el Jefe. Le ofreció de nuestra chicha. El Capitán guardó su espada y con ceremonia bebió de la copa y comió con la mano un poco de maíz, una sonrisa le iluminó la cara, con muchas arrugas alrededor de los ojos.

Todavía con recelo, pues no se me olvidaba lo que me había dicho en Chan-Chan aquel hombre, que parecía más pesimista que realista:

-Siempre serán mentirosos esos falsos viracochas.

Pero lo que yo veía no me daba tanto miedo, el del trueno permanecía alejado, los otros se mostraban amistosos. Mi hijo Paku, empezó a gesticular, con tal habilidad, que todos le miraron:

Señalándose a sí mismo dijo: Paku. Señalando a su madre: Ayka. Señalándome a mí: Purik.

El soldado se señaló a sí mismo diciendo: Antonio, Señalando al Capitán: Luis.

Si no hubiera sido testigo, y alguien me lo contara, no lo habría creído. La rápida reacción de Paku, nos causó tal sorpresa, que en silencio, nos miramos desconcertados. Con dificultad empezó una conversación, que nos fue relajando a todos. Paku y Antonio llevaban la voz cantante, pero otros fueron metiendo baza. Antonio sabía algunas palabras en aymara y quechua y mi hijo empezó a repetir, con gran facilidad, algunas de sus palabras.

El problema surgió cuando al atardecer los viracochas dijeron de marcharse y se empeñaron en llevarse con ellos a mi hijo al que empezaron a llamar Paquillo, aducían que les sería muy útil para entenderse con los nativos que encontraran. Todavía no consigo entender como Paku estaba a favor de acompañarlos. Su madre y yo nos negamos, no queríamos perder a otro hijo, sentimos como que lo secuestraban, pero eran más y no podíamos olvidar que tenían el trueno. Paku se fue despidiendo de sus hermanos, enseñándoles la piedra que su madre le había dado.

-Con esta piedra, que llevaré siempre conmigo, os recordaré, además estoy seguro de que volveré con vosotros cuando me canse de esta aventura.

Su madre y yo le abrazamos entre sollozos, pero montó en la barca y se marchó con ellos.

-Hijo no nos olvides –le gritó su madre, Ayka desde la orilla– Vuelve, te estaremos esperando.

Aquella fue una noche triste, ni siquiera la luna iluminaba nuestra zozobra y surgió la firme decisión de volver a nuestra Aldea.

-Ya está bien de aventuras -se quejó Ayka- nosotros no somos aventureros.

Varios días después, cuando ya nos encaminábamos hacia nuestra Aldea, nos fuimos metiendo en un temporal, el viento arreció y la superficie del mar se veía rizada, había cobrado vida, el vaivén de las olas se fue intensificando.

Nos vimos arrastrados por la corriente, aquello me asustó. El aullido del viento era terrible. La oscuridad creció a cada minuto que pasaba y las rachas de viento hacían temblar la vela con un ruido ensordecedor. Miraba a Ayka y a mis hijos y me sentía impotente. Mi esposa y uno de nuestros hijos estaban mareados y se refugiaron en la zona protegida. De pronto una ola enorme barrió toda la balsa arrastrando todo lo que no estaba fuertemente atado. Cuando la oscuridad se hizo más oscura y estábamos al límite de nuestras fuerzas, la tempestad empeoró. El mar se convirtió en un remolino que nos zarandeaba en todas las direcciones. Mi hija tomó el timón mientras Wayna y yo bregábamos con la vela. La vela mojada por la lluvia se resistía y a cada golpe de viento se nos levantaba obligándonos a volver a sujetarla. En medio de esa situación mi hija no podía mantener el rumbo de la balsa cara a las olas. La balsa bailaba con cada nueva ola que la zarandeaba.

En mi desesperación grité:

-Ayka, ayuda a tu hija a mantener el rumbo.

No vi nada, pero luego mi hija me contó cómo su madre intentó acercarse al timón, pero fue arrastrada por una ola, y golpeando en un madero de la balsa, terminó arrojada por la borda al mar.

Un nuevo relámpago iluminó por completo la embarcación. Mi hija gritó pidiendo auxilio, y al mirar y no ver a Ayka, la busqué con la vista y la vi flotando cerca de la balsa. Me até una cuerda a la cintura y me lancé a rescatarla. Fueron momentos de angustia, braceando en medio de las olas, llegué hasta Ayka y la abracé, Wayna nos arrastró a los dos hasta la balsa.

Tendimos a Ayka en la zona protegida, pero no respiraba, no se movía, había recibido un fuerte golpe en la cabeza antes de caer al mar. Todos llorábamos, mirándola y tratando de despertarla. La lluvia y las lágrimas me dificultaban la visión. La tormenta seguía, las náuseas acudieron a mi boca y todo empezó a dar vueltas a mi alrededor, yo ya no pensaba, estaba como alucinado

Paulatinamente, casi tan de repente como comenzó, amainó la borrasca, primero se fueron debilitando los golpes de viento, luego las olas perdieron fuerza, cada vez menos lograban superar la altura de las defensas de la nave, pero la lluvia continuó hasta media tarde. Luchábamos por recobrar la calma. Un silencio dolorido se instaló en la balsa, los únicos sonidos que se oían eran nuestra respiración jadeante, el aleteo de la vela y el murmullo del agua que chocaba contra la proa. Sin Ayka yo me sentía vacío, y además poco a poco culpable.

-¡Si no le hubiera dicho que fuera al timón!

-¡Si no hubiera cedido en su deseo de viajar!

Mi hija Illawara se acercó y llorando me abrazó con fuerza, al oído me susurra con firmeza:

-No te sientas culpable. El mar se la ha querido llevar.

Yo no podía aceptar la desgracia, me resistía, lloraba. Ante una muerte tan imprevista y trágica era muy difícil transmitir serenidad y afecto, pero mi hija lo intentó manteniendo el abrazo y algo consiguió.

Illawara empezó a actuar como su madre, tomó las riendas de la situación, nos mandó subir la vela y dirigirnos a la orilla, estábamos cerca de donde sucedió la batalla de lobos y pingüinos, y aunque la marea subía, nos pudimos acercar hasta la playa. Entre todos bajamos a Ayka.

Como estábamos lejos de nuestra Aldea, decidimos que la cueva del acantilado sería un buen lugar donde enterrarla. Hasta allí la subimos, era una cueva bastante grande, podíamos escuchar las olas rompiendo en las rocas unos metros más abajo. Illawara desnudo a su madre y según nuestra costumbre la envolvió en varias de las telas que ella misma había confeccionado y como en los rituales de la Cueva de los Muertos danzamos en su honor despidiéndonos y saludando su nueva vida.

Después de escuchar toda esta narración, se hizo el silencio, yo estaba muy emocionado, se me hacía presente toda la gran aventura en la que había participado. Todo miramos a la MAMA-COYA, que después de hablar con el Consejo, sentenció:

-Está claro que tú no eres responsable de la muerte de Ayka, eso ya todos lo sabíamos. Y aunque Iraya te provocó, nunca podemos permitir que alguien desee la muerte de su hermano. Tu castigo es la expulsión durante un año de la Aldea. Puedes quedarte en la Aldea del Mar. Tus hijos no podrán visitarte durante ese año y tu no podrás venir aquí.

Iraya también merece un castigo: será expulsado durante medio año a la Aldea del Mar. Y nunca podrá hablar nunca más en público de la muerte de su hermana Ayka.

 

 

Aldea del Mar 1532: Un extraño en la playa

 

Chuwi (Hombre simpático) Narrador

 

 

Donde se hace relación de la llegada de Diego de Villamayor a la Aldea y de su historia desde que llegó de Andalucía

 

 

Como cada atardecer me encontraba sentado en la arena, sobre un tronco, con la vista fija en el mar, muy cerca de nuestra pequeña y destartalada aldea, formada por unas 60 cabañas de barro y caña, apenas cubiertas con un ligero techo de palmas, que malamente nos protegía del sol y de la escasa lluvia. Junto a los habitáculos, estaba el secadero de pescado, y al alcance de la mirada, a orilla del mar, las salinas, en cada charco reflejaba distintos tonos de rosa, verde y blanco, un mosaico que enamoraba a la vista.

La noche caía lentamente sobre la playa, en mis pensamientos revoloteaban las noticias llegadas de la Aldea, la zozobra que causaban las nuevas ideas y las consecuencias imprevisibles y dañinas que oscurecían el futuro. Por primera vez el Imperio del Inca se desangraba con la lucha fratricida de dos pretendientes al Incanato. Los Señores del Valle de Lambayeque se enfrentaban a la rebelión de su pueblo que abandonaron y quemaron los templos y se dispersaron por el valle en pequeños grupos, sembrando el terror y las calamidades:

-¿Tiene alguna posibilidad de sobrevivir nuestro pueblo, en medio de tanto enfrentamiento?

-¿Han vuelto los ansiados viracochas que algunas gentes esperaban desde antiguo?

-¿Acaso nuestro Creador Viracocha nos ha abandonado o como algunos dicen, se ha vuelto a dormir?

Todo lo que hasta entonces era claro e inamovible se tambaleaba. Estaba comenzando un nuevo tiempo o era simplemente la insatisfacción de los jóvenes, con su tendencia a enfrentarse a los mayores. Pero era preocupante que se difundiera entre las gentes, la pérdida del deseo de vivir, en un mundo que se derrumbaba. Nos habían llegado noticias de algún suicidio colectivo, casi todos los habitantes de una aldea, se arrojaron al mar desde lo alto de un acantilado.

Estaba enredado en esos pensamientos que últimamente tantas veces me desconcertaba, cuando, oigo que me llaman:

- Chuwi, Chuwi, corre, ¡ven!.

Me levanté con prisa pues era extraña tanta urgencia y algarabía. No tardé en llegar junto a los demás, y todos vimos como, zarandeado por el oleaje, llegaba un hombre, con ropa desconocida y extraña. Quedó tendido, inconsciente, mecido por las olas, sobre la arena.

- ¿No será uno de los viracochas de los que habla todo el mundo?

Con precaución nos acercamos dispuesto a auxiliarlo, pero nos detuvimos al ver que se movía.

Cuando abrió los ojos, escuchó el graznido de las gaviotas, que revoloteaban a su alrededor, y con cuidado se incorporó, apoyándose en un brazo, intentó erguirse, pero cayó nuevamente de bruces.

-En efecto, la barba y la vestidura no era de la gente de por aquí.

Como vimos que se recuperaba y no parecía peligroso, nos fuimos acercando con precaución, era robusto y bien formado, mirada franca y directa. Su presencia imponía pues era muy alto.

Lo acogimos en nuestra Aldea, dándole comida y bebida.

A lo largo de varios días nos fue contando su historia. Nos aseguraba que ya había vivido más tiempo en las nuevas tierras que allá donde hacía años había nacido:

- En un barco me dirigía hasta Panamá –nos dijo, aunque de aquellas personas y tierras nosotros no teníamos conocimiento-, mi Jefe, el capitán D. Francisco Pizarro, nos enviaba para conseguir más soldados y dineros, entonces nos enredamos en una tormenta, las olas decidieron que aquel viaje había terminado. El barco se desarboló, el mástil mayor se quebró y cayó con toda su arboladura, las maromas, el velamen y todos los aparejos hicieron volcar al barco y todos sus tripulantes nos hundimos. Después de un tiempo de desconcierto, algunos nos agarramos a tablones o barriles, pero el frío y el tiempo fue mermando nuestras fuerzas. Y a esta playa soy el único que ha conseguido llegar, espero que otros estén vivos en otras playas.

Yo, hace años que vine embarcado desde Sevilla y me quedé vagando por La Española, luego me traslade a Santa Marta.

Cierta noche de escasa luna, mi suerte se torció, o tal vez, se enderezó, pues un grupo de alguaciles, me detuvo con las manos en la masa. Corríamos huyendo de un comerciante al que acabábamos de robar, sin darme cuenta me encontré rodeado de alguaciles, mis compañeros me habían abandonado.

Después de pasar la noche en el calabozo, me llevaron ante el Juez, comenzó preguntándome sobre mi nombre:

-A mí siempre me han llamado Dieguito -le contesté entre cohibido y temeroso- no me conozco otro nombre.

- ¿Es que no tienes padres?. -Me apretó el Juez.

Solo pude contestarle:

- Señor Juez, supongo que tengo padres, como todo el mundo, pero los míos se dieron prisa en desaparecer de mi vida.

-Bueno, cuéntanos tus hazañas - Terció el Escribano.

Yo comencé por explicarle que tendría en torno a 10 años cuando me embarqué, fue en elcuarto viaje de Colón.

En la época era frecuente, ellos lo sabían, que niños de 10 ó 12 años embarcaran como grumetes al servicio del barco o como pajes de algún noble.

Por el puerto de Cádiz yo deambulaba con otros chiquillos de mi edad, cuando, no recuerdo como, tuve la oportunidad de ser grumete en la carabela Vizcaína, que se preparaba para ir a las tierras recientemente descubiertas. Mi misión en el barco consistía en alimentar a los animales que llevábamos: vacas, caballos y regar para mantener con vida unas plantas de vid y un olivo. El viaje fue muy tranquilo hasta que nos internamos en el Mar del Caribe, entonces comenzaron las dificultades llegó a hundirse la Vizcaína y empecé a pensar en quedarme. Cuando Colón terminó su viaje y se marchó el 12 de septiembre de La Española rumbo a España, yo me escabullí. Como grumete llegué, como granuja me quedé.

Comenzó para mí una nueva vida. Durante aquellos días estuve deambulando por el puerto, yo que venía totalmente rodeado de órdenes y contraordenes, me encontré con la más plena libertad, podía entrar y salir cuando quería, comer y beber cuando podía y siempre que quisiera descomer y desbeber.

Cuando pasó por la Española una expedición a Tierra Firme me embarqué llegando hasta la Costa, vine con D. Rodrigo de Bastidas en su último viaje a estas tierras y fundando la ciudad de Santa Marta.

En esta ciudad mis negocios, entre empellones y carreras, por lo general eran beneficiosos, sobre todo cuando me uní a una pandilla de rapaces que malvivían trapicheando por las callejuelas del puerto. Una niña de 13 años llevaba la voz cantante, aunque no era la mayor del grupo, si era la más decidida y valiente, todos la obedecíamos. Su historia era muy parecida a la mía, ella también había llegado como grumete, haciéndose pasar por chico, y bajo ese engaño seguía buscándose la vida. Aunque su nombre era Juana, en su nueva vida todos la llamábamos Juanillo.

Cuando me llevaron ante ella, me sorprendió su voz, entre afónica y ronca. Luego me enteré, que todas las mañanas, para hacer una voz más varonil, hacía gárgaras con una infusión de hierbas que le había recomendado una anciana nativa.

Me acogieron en sus filas, pues al ser desconocido entre los comerciantes, tenía más facilidad para acercarme a sus negocios y dar el golpe, después corría hasta la esquina más próxima, entregaba el botín a algún compañero y nos separábamos en nuestra huida. Vivíamos en las entrañas de una vieja barcaza, abandonada en un extremo del puerto. Muchos fueron los avatares en los que me vi envuelto y de todos ellos supe aprender.

Todo esto lo fue consignado, entre admirado y emocionado, el Escribano Judicial, D. Adolfo de Villamayor, un joven sevillano, que escribía mi narración y de vez en cuando me miraba maravillado.

Cuando terminé, me arriesgué al poner cara de desvalido, el Juez consultó con sus ayudantes, pero fue D. Adolfo el que tomó la palabra:

-Señor Juez, con su venia, deseo manifestar mi intención de acoger a este rapaz, pues me sería de gran utilidad como paje.

Así comenzó para mí una nueva vida, en casa de D. Adolfo y de Doña Catalina, su esposa, que todavía estaba en España, pero que D. Adolfo afirmaba que pronto vendría, junto con su hijo.

- Tal vez te sorprenda mi nombre - -me dijo un día- Adolfo no es un nombre frecuente ni en Castilla ni en Andalucía, pero mi padre fue militar en Europa y un soldado holandés le salvó la vida, en su honor me llamó a mí, Adolfo.

Mis días empezaron a llenarse de múltiples actividades, tenía que acompañar a D. Adolfo en todos sus trabajos y hacia todas las gestiones que me mandaba. Él me repetía con frecuencia.

- Dieguito, he visto que eras muy rápido con los pies y las manos, ahora tienes que ser más rápido de entendederas.

Y así fui aprendiendo a leer y escribir, también fui entendiendo el habla de los nativos, pues eran frecuentes los pleitos entre castellanos pero también entre nativos, y yo asistía a muchos de ellos como ayudante de D. Adolfo.

No me olvide de mis antiguos compañeros, a los que visitaba con frecuencia les llevaba comida y vestidos

Varias noches le escuchamos narrar su historia, pero cuando se acercaba la fiesta de la Luna, mi amigo Kinu tuvo con él, una conversación más larga:

-Cada mes vamos a la Aldea del Río para la fiesta y allí te presentaremos a nuestra MAMA-COYA Kori, a la que tendrás que mostrar tu respeto y ver si eres aceptado en nuestro pueblo.

- De donde yo vengo – afirmó Don Diego- también una mujer era la que gobernaba, la Reina Isabel, y en su nombre me presentaré yo ante vuestra MAMA-COYA Kori, pues aunque ahora me he enterado de que gobierna su hijo D. Carlos, para mí la reina, aunque ya haya muerto, es Doña Isabel. Ya cuando llegamos con Pizarro a las costas del norte, uno de los primeros jefes nativos que salió a su encuentro no fue un hombre, sino una mujer, parece que por estas tierras es frecuente que las mujeres tengan la autoridad.

- Yo soy el marido de nuestra MAMA-COYA Kori.

- Pero, por lo que nos han contado, puedes dejar de serlo si ella te rechaza y elige otro.

- No, eso no es posible, entre nosotros esa costumbre ya se terminó, pues nuestra primera MAMA-COYA cuando llegamos a este río, dispuso que eso no podía hacerlo, a no ser que el elegido muriera o en cinco años una MAMA-COYA no tuviera ninguna hija, entonces elegiría otro, que tenía que ser soltero.

- Antes podía elegir otro hombre, soltero o casado –se interesó D. Diego.

- Si, y eso es lo que a veces creaba problemas, si elegía a uno ya casado.

- ¿Cómo se llama la heredera?

- Yo ya le he dado vida -Le informó Kinu- dentro del cuerpo de Kori, a cuatro mujeres y a otros tres hombres. Y mi hija Sulata ha sido la elegida.

- ¿Pero, no es la mayor?

- Sí que lo es, pero podría no serlo. Cuando cumple 5 años la hija mayor de la MAMA-COYA, se reúne el consejo de las Madres y al ponerle nombre, deciden si va a ser la heredera, o esperan a que llegue a esa edad la siguiente hija.

-En Castilla el heredero -afirmó Don Diego- es el hijo mayor del Rey, sea hombre o mujer, ya se ve que es otro sistema.

Aquella noche, sobre nuestras costumbres, otras muchas preguntas nos hizo y dentro de su ignorancia, vimos que mostraba respeto por nuestro modo de vida.

 

 

Diego en la Aldea del Río 1532

 

Sulata (Mujer hermosa) Narradora

 

De la historia extraordinaria que Diego nos cuenta sobre su vida en nuestra tierra.

Como todos los meses para celebrar la fiesta de la Luna Llena, los hombres vinieron a la Aldea del Río, llegaron a la ensenada en un grupo bullicioso de canoas. El ronco sonido de las caracolas y tambores, anunciaba su llegada.

En esta ocasión, además de los niños, muchas madres habían bajado a recibirlos, pues desde hacía unos días, nos llegó la noticia de que viene con ellos el náufrago viracocha. La algarabía bulliciosa que los acompañaba subía la pequeña cuesta, sombreada de chirimoyas. Atravesaron toda la aldea hasta el templo, donde les esperaba la MAMA-COYA Kori, con ella estaba yo, su hija Sulata.

Mi Madre se había puesto, para la ocasión, algunas de las vestiduras rituales. Se quitó su vestido de trabajo, después de lavarse las manos del barro que había trabajado. Tomó de un gancho de la pared, una túnica de algodón, verde intenso con pequeñas flores de verde más pálido. Se la echó sobre la cabeza, la ciñó con un grueso cinturón de cuero con incrustaciones de plata y oro. Se puso el adorno de nariz de oro y plata. Y por último se colocó como diadema, la corona de cobre dorado.

Por lo que luego nos dijo Diego, lo que más le llamó la atención fueron los tatuajes de sus manos. Yo ya tenía tatuadas las arañas de los pies y la serpiente en mi brazo, pues cada año la heredera era marcada con las señales de su futuro poder.

Le vimos acercarse temeroso, tal vez cohibido, sin saber cómo manifestar su respeto. Mientras asciende por la rampa de las cinco plataformas que ya tiene nuestro Templo, buscaba a su alrededor qué hacían los demás, pero al no ver nada extraño, pensó que lo mejor era poner una rodilla en tierra, luego nos dijo que esa era la manera de actuar delante de la Reina de Castilla. Y así él lo hizo.

Fue un momento de emoción y silencio, hasta que dijo, mirando con determinación a la MAMA-COYA Kori:

- Deseo pedirle permiso para celebrar la fiesta en su Aldea, desde que he llegado todos me han recibido con afecto y deseo corresponder.

Mi madre lo miró, sorprendida de que pudiera entender lo que decía, pues aunque no hablaba claramente nuestro idioma, se le entendía casi todo. Se acercó hasta él y agarrándolo por los brazos, le hizo levantar, y con gestos pausados y ceremoniosos lo abrazó, acogiéndolo en nuestra Aldea, rodeada del alborozo de los presentes.

No pensé lo mucho que llegaría influir en mi vida futura, aquel joven conquistador, que abrazaba a mi madre con afecto.

Aquella noche nuestra MAMA-COYA le invitó a comer. Cuando nos reunimos en torno a la hoguera, a la puerta de la casa, nos sorprendió que no se sentara como nosotros, con las piernas dobladas por delante de tal forma que las rodillas quedan altas, a la altura de la barbilla.

-Perdonar que no os imite en vuestra forma de sentaros, pero como no estoy acostumbrado, estaré demasiado incómodo para comer con tranquilidad.

Vimos que se sentó con las piernas cruzadas delante.

Y ante nuestra insistencia nos siguió contando su historia.

Comenzó a narrar de nuevo lo que les había dicho a los hombres en la Aldea del Mar. Desde el principio acaparó la atención de todos, hasta de los más pequeños, que acostumbrados a escuchar narraciones, le miraban embobados:

Un día nos llegó la noticia que mi señor esperaba desde hacía tanto tiempo: Fue a través de un grumete que se presentó, corriendo, en nuestra casa.

- Tengo que hablar con D. Adolfo. -informó a la doncella que le abrió la puerta- Me envía Doña Catalina para que le diga que, acaba de arribar en uno de los barcos recién llegado de España. Le espera impaciente en el puerto.

Inmediatamente la doncella se puso en movimiento, hasta que nos encontró en el Juzgado. Como yo estaba también, fue a mí a quien se lo comunicó, para que se lo dijera a nuestro señor. Estábamos en medio de un juicio, que se interrumpió, cuando yo se lo comunique al oído a D. Adolfo y se puso tan nervioso que el Juez se dirigió a él:

- ¿Qué sucede, Señor Secretario?

- Señoría, mi esposa acaba de llegar de España, me pide que vaya a recogerla al puerto.

- Pues no se hable más. Se suspende este juicio. Vaya usted con urgencia.

-Señoría, -pidió D. Adolfo- solicito permiso para utilizar su calesa.

-Por supuesto -concedió el Señor Juez, con una sonrisa.

Nos dirigimos con presteza a puerto, en algunos lugares la multitud nos dificultaba la marcha; de modo que, cuanto más nos acercábamos a nuestro destino, se hizo más difícil avanzar. Curiosos, soldados y estibadores llenaban el muelle de gritos y saludos. En la cubierta del barco todavía deambulaban los últimos pasajeros.

D. Adolfo, la vio y la llamó a gritos, ella se acercó a la borda saludando con alegría. Yo, nada más verla,quedé prendado de su persona.

Era joven y muy guapa, de pelo castaño en una larga melena enmarañada, después de tan largo viaje, con tantas dificultades y penurias. Daba la mano a un niño de unos cuatro años, que había nacido tres meses después de que D. Adolfo partiera de Sevilla.

Yo no dejaba de mirarla mientras trajinaba con su equipaje y se despedía de algunas de sus compañeras de viaje, con las que había creado amistad y que todavía no habían desembarcado.

La llegada de doña Catalina, supuso un revuelo absoluto en nuestras vidas.

Aunque ya con D. Adolfo, yo todos los domingos iba a misa, doña Catalina nos enseñó a rezar el rosario cada noche después de cenar.

A la tenue luz de las velas y con frecuencia yo cabeceando, ella se quitaba el rosario que llevaba en la cintura bajo la ropa. Era una soga fina con nudos, nudos dobles para cada misterio y sencillos para cada Ave María. Nos había dicho que ese era el Rosario del caminante. En su pueblo era costumbre que cada hombre o mujer lo llevara en su cintura.

Con ella llegó a nuestra mesa el mantel, los platos de cerámica de Talavera (desechamos las escudillas de madera) y variedad de cuchillo y cucharas, yo no sabía que eran distintos para la carne y el pescado, bueno, yo no sabía casi nada de nada. Pero para D. Adolfo también fue una sorpresa, un nuevo utensilio, que en los últimos años, había llegado a las mesas de la nobleza castellana desde la corte veneciana, lo llamaban: tenedor y Doña Catalina nos enseñó la manera de utilizarlo.

Con el tiempo me convertí en inseparable de Adolfito, un niño espabilado que hablaba con un deje extraño, igual que Doña Catalina, que me hacía reír con facilidad. Pronto, doña Catalina me dejó llevarlo a donde me mandara D. Adolfo, por supuesto que nunca le soltaba de la mano cuando me lo dejaba.

Recuerdo que en una ocasión que hablaba con D. Adolfo sobre las relaciones entre los blancos y los indios. Doña Catalina canturreaba canciones de su lejana Andalucía, pero al escucharnos, nos cortó:

- Pero no os dais cuenta de que aquí no hay ni indios ni blancos.

- ¡Pero mujer! - Se defendió D. Adolfo.

Y ella, que apenas llevaba un año con nosotros, aclaró:

- Los que aquí vivían no son indios, pues he oído que esto no es la India, los que vivían en esta tierra antes de que nosotros llegáramos tendríamos que llamarlos nativos.

- Bueno, en eso parece que tienes razón, pero ¿Qué tienes que decir de los blancos? -Pregunto D. Adolfo

- Pues tengo para mí -señaló con prudencia Doña Catalina volviendo a retomar su discurso- que todos los que hemos venido de Castilla somos mestizos de árabes, godos, judíos, romanos, fenicios y hasta íberos y celtas. Solo los que han sido traídos por la fuerza de África son negros, pero también puede que sean mezcas de distintas razas de africanos y eso por ahora, pues ya se empiezan a ver toda clase de mestizos correteando por las calles, estoy convencida de que aquí se está cocinado otra nueva mezcla con la violencia del deseo.

Y otras muchas cosas tuvimos que admitir, pues nuestra Doña Catalina, a mí siempre me deslumbraba, por su belleza y sus ideas, por su manera directa de hablar y también por su alegría contagiosa.

Pasaron los años y eran constantes los rumores que nos llegaban de nuevos descubrimientos, jornadas y conquistas. Grandes hazañas que inflamaron mi imaginación, como la de cualquier joven.

Una tarde el Gobernador D. Pedro de Lerma, convocó para el día siguiente a todos los ciudadanos de Santa Marta. Era media mañana de un día cambiante: el sol brillaba a ratos en medio del cielo, en otros se velaba detrás de nubes blancas que corrían rápidas impulsadas por el viento. Había llovido un poco, varias veces, por la noche y en las primeras horas de la mañana y el empedrado de la Plaza Mayor estaba aún mojado. Al llegar, en compañía de D. Adolfo, la encontré llena de gente diversa, que paseaba, se agitaba, hablaba, gritaba y se arremolinaba con un estruendo ensordecedor. Hasta que el sonido penetrante de una trompeta fue acallando el alboroto. Se retiró del balcón el trompetero y salió el Gobernador acompañado por el Capitán D. Francisco Pizarro:

- Como sabéis, - levantó la voz el Gobernador- acaba de llegar desde España el capitán D. Francisco Pizarro, que me ha presentado unas Capitulaciónes firmadas en Toledo, el 26 de julio de 1529, en las que nuestro Rey D. Carlos le concede los títulos de Gobernador, Capitán General, Adelantado y Alguacil Mayor de las tierras por él descubiertas en la provincia del Perú, también llamada Nueva Castilla. En dichas Capitulaciones se le autoriza a reclutar una tropa para la conquista y colonización de esas tierras. En esta Gobernación se abrirá un reclutamiento para aquellos que deseen acompañarle.

La noticia caldeó el ambiente hasta límites insospechados. Podía ser mi oportunidad, pero me costó decidirme, me sentí arrastrado por el entusiasmo de mi amigo Luis, el joven hijo de un rico comerciante de telas, al que encontré en uno de los corros que se habían formado en la plaza. Con él fantaseaba con frecuencia sobre nuestro futuro.

Al día siguiente, caminábamos hacia el Juzgado cuando comunique mis ilusiones y elucubraciones a D. Adolfo.

- Sabes, Diego, -me confió, con pesadumbre- que no puedo negarme a ese tu designio; pero también sabes lo que pienso de esas aventuras, muchas veces hemos hablado de sus peligros, de tantos que vuelven lisiado y en la ruina, pues las cosas no son tan fáciles como parecen desde aquí.

- Pero, yo tengo que aprovechar las ocasiones para hacerme un futuro y solo quien se arriesga triunfa. Usted es mi ejemplo y también se arriesgó dejando Castilla y buscando fortuna en estas tierras.

Se me quedó mirando y con voz queda, me dijo lo que tal vez había meditado con frecuencia:

- No puedo decir que me sorprende tu deseo, es más, de vez en cuando me rondaba ese pensamiento, aunque esperaba que no fuera tan pronto. -Y añadió, mirándome a los ojos- En reconocimiento a tantos servicios como me has prestado, si quieres te daré mi apellido. Podrás ser D. Diego de Villamayor.

Ese sí que era un regalo, un regalo casi tan precioso como los conocimientos y la educación que me había dado. Me llenó de orgullo, pues nunca había pensado en esa posibilidad. Me convertía en hidalgo y podría, fácilmente, enrolarme hasta como oficial.

- Gracias -contesté emocionado, dejado que me abrazara en medio de la calle.

Cuando se lo dije a Doña Catalina, me miró como nadie me ha mirado nunca, tal vez esa era una mirada de madre, eso yo no lo podía saber, ella era lo más parecido a una madre que yo había tenido. Nada me dijo, pero su mirada era suficiente. Más difícil fue convencer a Adolfito, ya era un jovenzuelo de diez años, serio y espabilado. No quería que me marchara, me reprochó que no pensara más que en mí y en mi conveniencia. En esos años se había convertido en mi sombra y no comprendía que yo quisiera marcharme y dejarlo.

Fueron días de mucha actividad: D. Adolfo redactó y me entregó los documentos que me convertían en su hijo adoptivo. Me presenté ante Pizarro con mi amigo Luis. No fue difícil conseguir pertenecer a su tropa, no había muchos aspirantes, además yo le podía ser muy útil, pues no solo sabía leer y escribir, sino que poseía conocimiento de las lenguas de los nativos, en resumen, me incorporé como Alférez, aunque para ello tendría que conseguir una espada y un caballo. Yo era pobre para hacer frente a esos gastos, pero menos mal, tenía a D. Adolfo y a otros amigos que me prestaron lo suficiente. Quedé endeudado,pero caballero con armadura y espada ropera.

El caballo que pude comprar, había nacido ya en esta tierra, su madre vino de Castilla en un viaje accidentado que se prolongó mucho más de lo acostumbrado, cuando una tormenta rompió el palo mayor, solo llegaron tres de las siete yeguas embarazada que comenzaron la travesía, las demás murieron en el viaje y los marineros se las comieron con alborozo, casi nunca contaban con la posibilidad de comer carne fresca. A mi caballo lo llamé Tejón por su color rojizo, a teja antigua, y era un potro de tres años muy brioso, aunque ya estaba domado, yo sería su primer propietario.

Muy distinta fue la espada, una vieja pieza elaborada en Toledo con guarnición de lazo y hoja ancha, que había tenido muchos dueños como mostraban las numerosas marcas y magulladuras que adornaban la hoja, a la que habían añadido unas conchas metálicas para mayor protección de la mano. La armadura se redujo a un simple peto de cuero con remaches de hierro, ligero y fácil de usar.

Casi todas las tardes salía, con mi amigo Luis, a las afueras de la ciudad, los dos éramos novatos en la caballería y en el uso de la espada. Cabalgábamos familiarizándonos con nuestras monturas, Tejón era demasiado inquieto y en varias ocasiones me derribó, pero tengo que reconocer que yo era el culpable de los tropiezos. Cuando los caballos se cansaban, echábamos pie a tierra y nos enzarzábamos en combates de espada. A nosotros, poco después, se unió también D. Gonzalo, un joven de veinte años, hermanastro de D. Francisco Pizarro, al que había convencido en España, para que le acompañara en esa aventura, y ahora había nombrado teniente de la tropa que llevó de España, él tampoco tenía mucha habilidad cabalgando o luchando con espada, pero sería nuestro Jefe.

Una tarde se me presentó Juanillo de improviso, después de vernos en nuestros aguerridos combates, se me acercó a solas:

- Dime la verdad ¿te marchas con Pizarro?.

Durante esos años yo había crecido en edad y estatura, y ya era una cabeza más alto que ella, que vestida como rapaz, seguía teniendo la apariencia de un jovenzuelo imberbe.

- Me alegro mucho de verte. Sí, es verdad, me voy de conquistador -le dije sinceramente casi con temor por su reacción.

- Tu seguro que lo sabes: a mí en Santa Marta cada vez me resulta más difícil sobrevivir. ¿Por qué no me llevas como tu criado?. Aquí se me acumulan los enemigos y tengo que estar constantemente huyendo de alguaciles y comerciantes.

- No creo que seas capaz de ajustarte a la vida militar. Además si has de ser mi criado, me tendrás que obedecer y la disciplina y, muchos menos la obediencia, son de tu agrado. ¡Bien que te conozco!

- Por supuesto -contestó con una sonrisa irónica- pero te juro que seré, hasta tu esclava, si es necesario. Quiero salir de este lugar, necesito conocer nuevas gentes y hacerme rica, entonces volveré a ser mujer y libre.

- Lo que me pides es muy serio y arriesgado sobre todo para ti. Has pensado lo que pasaría si te descubren en un barco camuflada como hombre.

- En eso tengo que darte la razón, pero no te preocupes, sé defenderme, además tú sabes que puedo serte muy útil.

- Bueno, Juanillo, lo pensaré, a pesar de tus muchas maldades, confío en tu lealtad.

Aquella misma tarde, después de pensar que estaba en deuda con ella, me acerqué hasta la barca donde vivía y cuando le dije que estaba de acuerdo, otros de mis antiguos compañeros se animaron.

- Yo también quiero marchar contigo.

- Y yo.

- Y yo.

Les prometí intentar que algunos fueran soldados y los más pequeños criados de algunos amigos míos. No podría intuir lo que sucedería con aquella tropa, a las órdenes de Juanillo, dentro de la tropa de Pizarro.

Como mi trato con D. Gonzalo Pizarro era cada vez más amistoso, en realidad llegamos a ser grandes amigos, me fue fácil conseguir que todos formáramos el germen de una compañía en la que de D. Gonzalo sería el teniente, mi amigo Luis y yo seríamos los alféreces y aquel grupo de rapaces, los soldados y criados.

Desde la ciudad Nombre de Dios llegó un mensaje de D. Diego de Almagro, que había sido compañero del Capitán Pizarro, en los viajes anteriores a la Nueva Castilla. Le solicitaba que se apurara en su marcha, pues ya se habían demorado demasiado en Santa Marta. Aquel mensaje fue una revolución para los que nos preparábamos para marchar, pues algunos nos habíamos acostumbrado a la nueva forma de vida. En las afueras de la ciudad, habíamos construido un cuartel con cabañas, en el que ejercitábamos nuestras nuevas habilidades, en un ambiente de camaradería desconocido para muchos de nosotros.

Juanillo y su gente se fueron organizando y empezaron a trapichear, pero sin dejar de cumplir, escrupulosamente, sus nuevas obligaciones: cuidado de los caballos, limpieza de las armas, elaboración de las comidas.

Llegó el momento, el Capitán Pizarro ordenó ponernos en marcha.

Amanecía un día sereno. Durante horas fuimos acomodando, en dos barcos, todo lo que habíamos preparado para el viaje. Algunos de los soldados, que vinieron con los Pizarro desde España, no se presentaron a la llamada, tal vez, alarmados por los malos informes que recibieron del Perú y desertaron en el último momento.

Ya estábamos todos embarcados, cuando empezó la maniobra de salida, el primer barco en el que iba el Capitán Pizarro. Yo que iba en el segundo con sus hermanos D. Hernando y D. Gonzalo, bajé hasta el muelle donde, en medio de un tumulto de gente, me despedían D. Adolfo, su esposa y Adolfito. Fue un momento de intensa emoción, Doña Catalina me abrazó y me entregó su rosario:

-Te lo pones en la cintura - me pidió - y rézalo cada noche. ¡Santa María te guarde!

No puedo decir que la obedeciera, pero sí que cada vez que lo veo en mi cintura, me llega aquella mirada tan especial, aquella mirada de madre, que me ha acompañado durante todo este tiempo.

Los dos barcos se mantuvieron a la vista durante el recorrido. El tiempo nos fue propicio y estábamos provistos de marinería muy ducha en el arte de marear por aquellas aguas traicioneras. Una travesía placentera de apenas tres días, nos llevó hasta el puerto Nombre de Dios, sin incidentes que reseñar, salvo los mareos que sufrimos los que llevábamos demasiado tiempo en tierra y nos habíamos olvidado del balanceo constante de la mar. Un joven grumete con el que Juanillo y su tropa hicieron migas, les contó lo sucedido en su última venida a este puerto: cómo empezó a soplar un fuerte vendaval, que dificultaba el acercamiento pacífico al puerto, pues las altas olas amenazaba con arrastrar la nave contra las rocas, tuvieron que permanecer toda la noche a merced del fuerte oleaje, bajo una intensa lluvia que les obligó a achicar constantemente, hasta que al amanecer remitió el temporal. Yo aproveché para charlar en profundidad con D. Gonzalo, el más joven de los hermanastros de Capitán Pizarro, sobre los futuros planes de viaje, su hermano D. Francisco le había dado muy pocos pormenores de su anterior aventura por el Perú, solo les había hablado de las grandes riquezas que adornaban aquellas tierras.

Al llegar al puerto nos encontramos una mísera aldea, situada

cerca de una ciénaga insalubre y maloliente.

Nada más desembarcar se puso en marcha la caravana que

llevaría a todos los soldados, pertrechos y animales, hasta la ciudad

de Panamá a orillas del mar Pacifíco.

 

Cuatro días nos costó hacer ese recorrido, a través de la selva, por el llamadoCamino Real, algunas zonas estaban encenagadas por lluvias copiosas de los últimos meses, en otras los insectos nos amargaban la vida. En la segunda jornada, a media tarde, nos encontramos con un estrecho túnel, completamente a oscuras. Al entrar, no se veía nada al principio, y después, tras acostumbrar los ojos a aquella oscuridad, se distinguían, apenas, las paredes toscamente labradas en la roca. Las mulas que llevaban los pertrechos, aunque se resistieron, terminaron avanzando pues ya estaban acostumbradas a ese paso. Mucho más nos costó conseguir que pasaran nuestros caballos, tuvimos que taparles los ojos y hacerles acompañar por las mulas, así en tropel avanzaron.

Aquella noche, como todas, nos alojamos en un pequeño campamento, que a lo largo de la ruta se distribuía para facilitar la conexión entre el océano Atlántico y el Pacífico. Del bosque me llegaba el canto de un ave, que estoy seguro, jamás había escuchado, también eran desconocidos los gritos y aullidos que poblaban la noche. Jirones de nubes corrían, cambiando de forma a cada instante, arrastradas por el viento. Agotado por la jornada me disponía a dormir, cuando de modo intempestivo entró Juanillo en mi cabaña.

- Me acaban de ofrecerdos perros -me informa- me han asegurado que nos puede ser útil para cazar y también para olfatear al enemigo y evitar emboscadas. Me han dicho que algunos los utilizan para asustar a los nativos, les suelen tener mucho miedo al oírlos ladrar, pues los que hay en estas tierras no ladran.

Nuestro viaje con Pizarro desde Panamá hacia el Virú fue con 3 navíos, 180 españoles, varios nativos auxiliares, 37 caballos y varios perros dogos, el año de 1531

 

Ya calentaba el sol cuando, varios días después, llegó Kinu corriendo a la casa de la MAMA-COYA en busca de Kori, a nadie más podía decirle lo que había visto, pero no la encontró en la casa ¿Dónde podía estar a esa hora?

Nadie supo darle noticia. Pensó que estaría en el río, aunque no tenía motivo para justificar esa posibilidad. Volvió a correr bajando la cuesta de las chirimoyas, al llegar a la ensenada preguntó por ella. Nadie le sabía dar razón. Una Madre que buscaba metales en el agua, le dijo:

-Por aquí no la he visto en toda la mañana.

Podía estar en cualquier sitio. Volvió a la casa, decidió que la mejor manera de encontrarla era permanecer en la puerta, por allí tendría que aparecer, además las piernas no le daban mucho más.

Estaba esperando cuando pasó y se detuvo a hablar con él una de las Madres de más edad, preguntándole por Kori, al decirle que él también la estaba buscando, no quiso decirle nada y se marchó. Pasó un buen rato hasta que llegó Kori, venía del huerto donde una madre le había pedido ayuda para algún asunto de aguas.

-Kori, ¿tengo que hablar contigo?.

-Bien, pasa al taller, allí podemos hablar con tranquilidad.

Cuando se vieron solos, Kinu le dijo apesadumbrado:

-Acabo de ver a nuestra hija Sulata junto con Diego, me ha parecido que puede haber problemas. ¿Qué pasará si decide elegirlo como esposo?.

-¿Pues no sé qué puede pasar?.

-¡Te parece normal!, nunca una MAMA-COYA ha tenido por esposo a alguien que no fuera de nuestra Aldea. Y menos alguien como Diego, que ha venido de otra cultura y con unas extrañas costumbres. Es cierto que se ha adaptado muy bien a nosotros, pero ¿Qué piensa en su interior?. A veces me preocupa, que tras la fachada de normalidad, no podamos intuir sus pensamientos ni sus deseos. ¿Y si no es lo que nos hace creer?

-Te entiendo perfectamente -le dijo Kori - he hablado con ella y estamos pensando en cómo resolver el problema.

Así fue como en el año 1533 se celebró en nuestra Aldea una boda totalmente extraordinaria.

 

 

Vuelta de Paku: D. Francisco del Virú 1551

 

Wayamara : Narradora

 

De cómo cambió la vida en nuestra Aldea.

 

Cuando volví a la Aldea, después de pasar varios años en Trujillo, me recibieron con una gran fiesta. Yo era la heredera de la MAMA-COYA Sulata y aunque ya se veían multitud de cambios, todavía algunas de nuestras tradiciones se conservan. Que extraña era mi situación, tenía ya más de 16 años, pero no estaba casada y por tanto no tenía una casa en la Aldea. Mi madre se había vuelto a casar y ya tenía otras hijas, la mayor hasta estaba casada.

Pero me equivocaba pensando que debería quitarme la ropa que llevaba, por ser del estilo de los conquistadores: el corpiño y la falda larga; para que no hubiera problemas.

Se reunió el Consejo de Madres y decidieron que mi caso era especial, que no debía hacer la hipocresía de renunciar a mi manera de vestir y de vivir. Construirían una casa al estilo de los conquistadores, con mesas, sillas y camas. Solo en las ceremonias debería vestir las ropas rituales.

Mi trabajo sería escribir la historia de nuestro pueblo, pues era la única que sabía leer y escribir en el nuevo idioma, sería una misión muy importante a la que debía dedicar todo mi tiempo, me daba la oportunidad de conversar con los ancianos para matizar los recuerdos de mi infancia. Se trataba de que mis escritos reflejaran, fielmente, las narraciones transmitidas desde el comienzo de nuestra aldea junto al río Virú.

Una de mis fuentes más importantes para conocer nuestra historia era mi abuelo Kinu al que con frecuencia acompañaba procurando que recordara antiguas narraciones.

En una ocasión vi como mi abuelo Kinu removió las brasas, saltaron algunas chispas y se reavivó la hoguera. Sintió un escalofrío pues ya era agosto y a orillas del río se notaba la bajada de temperatura.

El Virú llegaba con el agua de las primeras lluvias que, en ese sitio se remansaba, después de haber tronado en las cascadas.

-Abuelo, Abuelo.

Le llamé acercándome, él apenas me podía ver, pues ya anochecía y además, a sus ojos los entorpecía la neblina de tantos años y tantas visiones. ! Cuántas cosas habría visto¡

-Abuelo, -le dije- ya te estamos esperando para comer.

El abuelo me miró como si nunca me hubiera visto.

-Coge la manta y vamos -me dijo, levantándose.

De la mano, los dos nos encaminamos a la Aldea, mi abuelo renqueando a causa de antiguas heridas.

Unos perros silenciosos nos acompañaban con sus cabriolas.

Mi vuelta había sido motivo para muchos cambios, pero la visita de D. Francisco del Virú, si fue una auténtica revolución.

Llegó a la Aldea con un séquito de 9 personas, su mujer, sus cinco hijos, el secretario y dos doncellas, además traían dos caballos y varios asnos.

Su mujer. Doña Pilar, hija legítima del capitán extremeño D. Pedro Méndez y doña Luz, la hija de un cacique de Cajamarca. Era una mestiza de cara hermosa, menuda y robusta, genio fuerte, pero de risa fácil, con el pelo lacio y los ojos rasgados, se movía con la soltura que da la seguridad, le gustaba usar la ropa de las mujeres de los conquistadores con algunos detalles de su pueblo natal: cintas de colores, aretes y muñequeras. Su estampa era peculiar, pero muy atractiva, en la Aldea fue muy comentada su manera de ser y su jovialidad con facilidad se ganó la confianza de las madres.

Sus hijos: Pedro, Isabel, Rosa, Luis y Pilar

El secretario: Don Iñigo López, un joven extremeño recién llegado de España, su padre le había encomendado a D. Francisco del Virú, que lo educara en la nueva tierra. La primera impresión nos alarmó, al ver su rostro serio y sus ademanes comedidos y envarados, pero no tardó mucho en tomar confianza con los jóvenes, pareció como si se abriera un baúl con regalos, empezó a bromear y hasta coquetear con las jóvenes, consiguiendo casi ser uno más en la Aldea

Las doncellas: Julia y Enriqueta, dos nativas bautizadas, del pueblo de doña Pilar, que se encargaban de sus hijos y de su casa. Y a las que doña Pilar quería españolizar, las dos eran muy espabiladas y ya sabían leer y contar.

Lo primero que hizo D. Francisco fue presentarse en la casa de la MAMA-COYA Sulata, ante ella se quitó el sombrero, haciendo una gran reverencia, -los niños empezaron a imitar ese modo de saludar-, le pidió permiso para ser recibido en la Aldea, luego Doña Pilar entregó a la MAMA-COYA una capa de seda azul turquesa con brocados de oro, plata y piedras preciosas. Me maravilló lo majestuosa que era esa capa cuando en algunas fiestas la usó la MAMA-COYA, realmente era una capa digna de nuestra MAMA-COYA. Mi madre, Sulata, nos había enseñado a aceptar la nueva cultura con espíritu tolerante, pero sin renunciar a nuestras raíces, esa era la imagen que reflejaba: sobre su túnica multicolor de lana de vicuña se puso la capa de seda azul. Lo antiguo y lo nuevo.

Paku (D. Francisco del Virú) luego se dirigió a la casa de su familia, le recibió su hermana Illawara, la que le acompañó en aquel viaje donde encontraron a los viracochas y murió su madre. Le reconoció rápidamente y le abrazó emocionada, le comunicó de la muerte de su madre en el viaje de vuelta y de su padre, también a ella, Doña Pilar, le regaló telas de seda muy apreciadas y adornos para las hijas.

Platicando con su hermana les encontré, pues hasta entonces no me había enterado de su llegada, estaba en el río, volví corriendo y me presenté, había oído hablar de ellos en muchas ocasiones, pero no les conocía, pues hasta ahora no habían venido por la Aldea ni coincidí con ellos en Trujillo, se habían marchado a la Ciudad de los Reyes con Pizarro.

Paku (Hombre inteligente), era un hombre de unos 50 años, recio y bien parecido, la versión masculina de Illawara, y como ella risueño y decidido, la frente alta y los pómulos marcados, los labios carnosos y los ojos de mirada sagaz y penetrante, aunque se presentó vestido a la usanza española, en casa de su hermana se puso la ropa de nuestra Aldea, decía sentirse muy orgulloso de vestir como sus antepasados. Sobre el pecho llevaba, engarzada en una cadena de oro, aquella piedra que le entregó su madre de su tesoro infantil y que él había llevado siempre como un recuerdo de su origen.

Al pueblo le regaló los dos caballos, macho y hembra. Los jóvenes se aficionaron mucho a ellos, y Don Iñigo les enseñó a montar. Todos nos admirábamos al ver aquellos caballos, altos y lustrosos, cabalgando por los alrededores de nuestra Aldea. Enseguida destacaron Lariku y Axata como buenos jinetes, pero todos los demás, también se interesaron y muchos llegaron a montar con soltura.

Desde mi casa podía verlos cabalgar por la ribera del río, atenta a las evoluciones de los caballos que las chicas y los chicos jóvenes cada vez dominaban con más destreza, todos cayeron al suelo muchas veces, era cierto, aunque sin consecuencias graves, hasta que fueron dominando la técnica. Según me dijeron a una la llamaron: Río, era una magnífica yegua casi blanca, apenas una manchas negras en la frente y junto a las pezuñas delanteras, y al otro: Virú, un brioso caballo tostado, siempre nervioso pero noble.

Por aquellos días fueron muy frecuentes mis conversaciones, a veces a solas, con D. Francisco, necesitaba escribir sus opiniones, él había vivido muy de cerca con aquellos españoles y sabía lo que pensaban. Le pregunté directamente:

-¿Qué es lo que te parecen los conquistadores?

-Los que llegaron en estos primeros 50 años, eran los malditos de la sociedad de España, mendigos y maleantes, en algunos casos con delitos graves, huyeron refugiándose en las nuevas tierras. A otros solo le movía el deseo de progresar en los estamentos sociales, que en España eran muy rígidos y aquí todo era distinto. Por supuesto que también vinieron los que eran movidos por la religión, en un deseo de extender su doctrina por el Nuevo Mundo, pero eran los menos.

Uno de aquellos primeros, al que llegué a conocer con más profundidad, me contó su experiencia.

-Cuando llegué hasta por las noches soñaba con el oro. De dónde vengo se suele decir: Poderoso caballero es don dinero. La pobreza me había golpeado muchas veces. Al llegar aquí los fracasos, vividos o escuchados, me fueron minando la esperanza, alcanzar los tesoros se aplazaba en el tiempo o se desplazaba de un lugar a otro, pues era tan grande y desconocida la nueva tierra. Y sí cien pasos más allá, detrás de aquellas lomas, se encontraba una mina de oro, si otro llega antes, yo lo perdía. No se podía perder el tiempo, ni siquiera dormir. Aquí sí que el tiempo es oro. ¿Dónde estaba esperándome el tesoro?. También es realmente frustrante tener éxito, en una ocasión llegué a poseer kilos de oro, hasta 16 kilos, pero el oro no se come ni siquiera calienta ante el frío y comprando lo que se necesitaba, se gasta rápidamente.

-¿Cómo se explica -pregunte a Paku- el coraje de esos primeros conquistadores, siempre dispuestos a sacrificios inhumanos por seguir adelante?

-Por un lado las informaciones, más o menos, fantasiosas, por otro los hallazgos de algunos tesoros, dio pie a que enraizaran con fuerza algunas leyendas antiguas, había muchos mitos culturales en la España de esa época: la Fuente de la Eterna Juventud, el Monte de Oro y hasta El Dorado. Al ver la riqueza de estas tierras, su grandeza y fecundidad no les resultó difícil pensar que aquí se podían hacer realidad sus más quiméricos deslumbramientos. Ese fue el motor que le llevó a hacer auténticas proezas, a cruzar desierto y selvas, a subir a las grandes montañas atravesando los Andes, en una búsqueda alucinante de metas imposibles.

-¿Pero eran muy pocos – le sugerí- y además llegaron a pelear con frecuencia entre ellos?

-Las conquistas no las hicieron soldados disciplinados, sino gente, en su mayoría, sin ninguna experiencia militar. Se organizaron como grupos de bandoleros, en torno a aquellos que, por tener dinero, suerte o valor personal, se convirtieron en jefes y crearon con estos aventureros, una organización equiparable a un ejército, que se lanzaba a pelear por el oro con la desesperación del hambre. Porque eran pobres, muy pobres todos y casi todos con su honor cargado de deudas, quien no debía su espada, tendría que responder por su coraza, pues para equiparse se habían endeudado.

Las riquezas que robaban no eran nunca suficientes, además los repartos de botín con frecuencia no parecían justos, además aquellos hombres perdían fácilmente el botín recibido, apostando en multitud de juegos de azar, o se le gastaba muy rápido, pues las cosas necesarias se vendían al precio de kilos de oro: un caballo, una espada toledana, zapatos de cuero, se convirtieron en bienes más preciados que el oro y la plata. Eran frecuentes las peleas sangrientas, los odios y las envidias entre los conquistadores.

-D. Francisco -le pregunté- ¿Llegaste a conocer a D. Francisco Pizarro?

-No solo le conocí, sino que durante mucho tiempo fui uno de sus secretarios, y le acompañaba con frecuencia en los encuentros con nativos. El Marqués, Don Francisco Pizarro, era una persona harto curiosa, por su personalidad se había convertido en el Jefe de la expedición al Perú, tenía una fuerte ascendencia sobre aquellos hombres, sabía qué decir y cómo, en las situaciones extremas en la que se encontraban con frecuencia, pero al tratarlo más de cerca se descubría su profundo complejo de inferioridad. Al no saber leer ni escribir, se sentía limitado e inferior a otros muchos de sus subordinados. Eso hizo que yo me situara a su lado, y cada vez confiara más en mis opiniones, yo era un nativo, de ninguna manera le podía hacer sombra, pero le servía en el trato con los caciques y escribiendo sus cartas, leyendo los mapas, en resumen siendo su inteligencia, en las situaciones complicadas.

Durante el trayecto a Cajamarca, Pizarro le envió un mensaje a Atahualpa, señalando que iría a encontrarse con él y otorgarle su saludo. Llegamos a la ciudad, encontrándola totalmente vacía y abandonada. Mandó que todos permanecieran en la plaza, sin apearse de los caballos, los caballeros, hasta que llegara el Inca, y se dispuso a estudiar la defensa.

La plaza era mayor que ninguna de las que habían visto en España, toda cercada y con solo dos puertas, por las que se salían a las calles del pueblo. Las callejuelas eran de más de doscientos pasos en largo, muy derechas, cercadas de tapias fuertes.

Impaciente por la espera, Pizarro envió dos embajadas para saludar al Inca que fueron muy bien recibidas, pero Atahualpa no se dignaba acudir a donde había quedado con los españoles. Entonces Pizarro dedicó la espera a distribuir a sus leales en los edificios que rodeaban la plaza.

El Inca por fin nos informó, a través de un heraldo, que al día siguiente, iría a reunirse con nosotros.

Los 165 españoles descubrieron, como desde la tarde, las laderas de los montes cercanos, se llenaban de hogueras, parecía que miles de soldados del Inca iban rodeando la ciudad donde nos encontrábamos. Entre los Españoles cundió el pánico, empezaron a pensar que aquella jornada terminaría en trágica derrota.

Pizarro había dividido sus huestes en cuatro grupos y todos estaban escondidos en los edificios que rodeaban la plaza.

En el primer cobertizo esperaba Hernando Pizarro con catorce o quince jinetes.

En el segundo estaba De Soto con quince o dieciséis caballos.

En el tercero se situaba un capitán con otros tantos soldados.

En el cuarto, Francisco Pizarro esperaba con veinticinco efectivos de a pie y dos o tres jinetes.

En medio de la plaza, en un fortín de madera estaba el resto de la gente con Pedro de Candia y nueve arcabuceros más unfalconete que al ser más grande y pesado, podía lanzar piedras como balas, de más de un kilo.

Cuando al día siguiente, se presentó el Inca llevado por sus nobles sobre un trono de oro, tal vez, creyendo que esa manifestación de esplendor, convencerán a los españoles de su auténtico carácter divino.

Entró el Inca en la plaza después de que sus soldados la ocuparan parcialmente y se sorprendió de hallarla vacía. Al preguntar por los españoles le dijeron que de miedo permanecían ocultos en los barracones. Fue entonces cuando el dominico Valverde con una cruz entre las manos acompañado por Martinillo, el intérprete, avanzó con mucha solemnidad, y pronunció el requerimiento formal a Atahualpa de abrazar la fe católica y servir al rey de España, al mismo tiempo que le entregaba el evangelio. Atahualpa no podía suponer que su gesto de arrojar al suelo aquel objeto desconocido (le habían dado una Biblia diciéndole que era la palabra de Dios, él se lo puso al oído y no oyó nada) iba a originar la ira de los españoles.

El diálogo que siguió fue narrado de modo distinto por algunos testigos. Posiblemente la tremenda angustia vivida en esos instantes, impidiera recordar después las frases exactas, que se cruzaron entre los diversos actores de la tragedia.

Tras el Inca y en otra parihuela era llevado el Curaca de Chincha y en un momento Pizarro vaciló no sabiendo cuál de los dos era el Inca. Sin embargo, ordenó a Juan Pizarro dirigirse hacia el Curaca y él y sus soldados avanzaron hacia el que resultaría ser el Inca.

Pizarro dio la señal de ataque: los soldados emboscados empezaron a disparar y la caballería cargó contra los desconcertados e indefensos nativos. El silencio cargado de amenazas se transformó en la más tremenda de las algaradas. Estalló el trueno del falconete y retumbaron las trompetas, era el aviso para que los jinetes salieran al galope de los barracones. Sonaron los cascabeles atados a los caballos y los disparos ensordecedores de los arcabuces: los gritos y alaridos se generalizaron. En esta confusión, los aterrados indígenas, en un esfuerzo por escapar, derribaron una pared de la plaza y lograron huir. Tras ellos se lanzaron los jinetes dándoles alcance y matando a los que podían, mientras otros morían aplastados por la avalancha humana.

Entre tanto, Juan Pizarro, se abalanzó en dirección del señor de Chincha y lo mató sin que pudiera bajar de sus andas.

Por su parte, Francisco Pizarro con sus soldados masacraron a los naturales que sostenían el anda del Inca. Al ver la situación, un español sacó su cuchillo para ultimar a Atahualpa, pero Pizarro se lo impidió recibiendo una herida en la mano al proteger al Inca: nadie podía dañar al Inca, intuía que la vida del Soberano le podía resultar más útil que su muerte. Por fin, los españoles agarraron por un costado la parihuela, lograron volcarla yapresaron al soberano.

Al cabo de media hora de matanza, yacían muertos en la plaza varios centenares de nobles naturales, junto con miles de nativos y el Inca estaba prisionero.

Al caer la noche de aquel aciago 16 de noviembre de 1532, había terminado para siempre el Tahuantinsuyo, el Imperio de los Incas empezó a desmoronarse sin que nadie hubiera previsto tal fin.

 

Después, a los pocos días, D. Francisco me llamó a su presencia y mirándome a los ojos, me mandó:

-Encárgate de enseñar castellano a Atahualpa.

Para mí el Inca era un enemigo lejano, que enviaba a sus soldados a la Aldea y nos exigía tributos, pero cuando lo conocí personalmente, me impresionó su inteligencia. Atahualpa era un joven con una capacidad extraordinaria, sobre todo para gestionar su autoridad, sabía tratar a la gente, no necesitó más que un mes, para entender a Pizarro y manejar el castellano con suficiente soltura y hasta empezó a leer y escribir, para sorpresa del Marqués, con frecuencia se les veía pasar muchos atardeceres en conversaciones sobre España y el Incanato, pronto surgió una extrañar relación entre ellos.

El Inca estaba convencido de su carácter divino, aunque pienso, que cuando estando prisionero, mandó matar a su hermano Huáscar y a toda su familia, tal vez, empezó a dudar de su plena legitimidad.

Tengo para mí que entre Atahualpa y D. Francisco surgió una mutua admiración, a D. Francisco le sorprendía la absoluta seguridad que demostraba Atahualpa y a Atahualpa, la autoridad que emanaba de los gestos y decisiones de Pizarro.

Durante su cautiverio Atahualpa se hizo muy amigo de Hernando Pizarro, el hermano de D. Francisco, que le enseñó a jugar al ajedrez y compartían muchas horas en dicha actividad.

En una ocasión, tuve oportunidad de preguntar a Atahualpa por qué se presentó en Cajamarca con tanto descuido en su protección y él me confió:

-Cuando nos llegó el mensaje de que los viracochas se había instalado en Cajamarca, mis consejeros me recomendaron atacar, pues eran muy pocos, nuestra confianza era tan grande que, uno de los jefes de mi guardia, me aseguro que con doscientos soldados, los mataría a todos, pero ¿Y si eran los viracochas? ¿Y si no tenían actitud hostil? No podía arriesgarme, necesitaba conocerlos con mis propios ojos. Si eran los viracochas me reconocerían como hijo del Sol, pues ellos también serían hijos del Sol. Y se dieron demasiados malentendidos cuando nos encontramos. Tal vez era totalmente imposible un acuerdo que nos hubiera beneficiado a todos.

¡Atahualpa seguía todavía soñando con alguna solución!

Mientras desde distintos lugares del Imperio partían hacia Cajamarca miles de toneladas de oro para pagar el rescate de Atahualpa. Su hermana,Quispesisa se presentó a saludar a su hermano preso. Para ganarse la simpatía de Pizarro, Atahualpa se la entregó como esposa y poco después fue bautizada con el nombre de Inés Huaylas.

Los que llegaron a Cajamarca con Almagro, cuando Pizarro empezaba a confiar en Atahualpa, le forzaron a que lo jugara y lo condenara a muerte. Tengo pruebas de que Pizarro confió en mí, más que en Don Diego de Almagro, que se dedicó a mal meter en ese momento decisivo. Las cosas se complicaron, e influenciado por Almagro, que consideraba necesaria la muerte de Atahualpa, para evitar rebeliones de los indios, decidió condenar a muerte al Inca. Cuando finalmente lo decidió, Francisco Pizarro envió a su hermano Hernando fuera de Cajamarca pues pensó, que se opondría a la muerte de Atahualpa. Reunió un Consejo de Guerra, ante el cual Atahualpa fue acusado de fratricidio, idolatría, poligamia y de conspirar en contra del Rey de España. Fue condenado a morir en la hoguera, sentencia que se modificó por estrangulación. Pues Atahualpa se bautizó, con más o menos convencimiento, en el último momento de su vida.

De esta forma terminó la vida del último emperador del Imperio de los Incas, el décimo catorce de su historia y también el Último Shyri, rey de Quito y además fue el comienzo de la más espectacular conquista de un Imperio de más de diez millones de habitantes, más de tres millones de kilómetros cuadrados de extensión, conquista efectuada por 165 hombres españoles.

Pizarro lloró por la muerte de Atahualpa, y todos los años en el aniversario del asesinato, se retraía en su habitación pasando el día en soledad, meditabundo.

Yo siempre le fui leal aunque ahora que ha muerto y se han dividido los conquistadores en pizarristas y almagristas, yo soy neutral. Mi lealtad era a D. Francisco, al que debo todo lo que soy y tengo, pero no a los españoles, de los que también he recibido desaires y burlas cuando no atropellos y mentiras.

-¿Qué le debes al Marqués? -tercié con una pregunta tal vez malintencionada

-Yo a su lado aprendí tantas cosas. Él me hizo Hidalgo al nombrarme Secretario Escribano. Por eso soy el primer Hidalgo peruano. Yo poseo un Manuscrito firmado por D. Francisco Pizarro que me concede el Título. En su sociedad tener un título es manifestación de nobleza y puerta de acceso para todas las posibilidades.

Y nosotros formamos ya parte de esa sociedad. Esta sociedad en la que hay muchas injusticias y no pocos agravios, pero mucho más abierta que la de nuestros padres. En la inmensidad del Perú, los conquistadores son muy pocos y cada vez somos más los que tenemos en nuestras manos el futuro y hemos nacido aquí, hija de un español como tú, Wayamara o mi mujer, Pilar, otros hemos recibido idioma y religión por lo que nuestra vida ha cambiado totalmente, mis hijos está creando una sociedad, espero que sea mejor, pero de lo que estoy seguro es que distinta.

Esas conversaciones con Paku, me fueron animando a dejar por escrito nuestra historia, pues tendrán que ser el fundamento de todo lo que se construya, más allá del Virú en el futuro.

Y con toda la información facilitada por el Secretario - Escribano Don Francisco del Virú y la que me aportaron, las ancianas y ancianos, después de cuatro años, estoy en condiciones de entregar el Manuscrito al Escribano Real, en la Ciudad de Trujillo y junto con el Manuscrito confìo, una Carta para poner en antecedentes a los futuros lectores del Manuscrito.

Me siento cohibida pues no conozco a los que en estos momentos leen mi escrito:

-¡Cuánto tiempo habrá pasado desde que entregué este Manuscrito!

Con todo respeto me dirijo a ustedes, los futuros lectores, para agradecerles su comprensión, ya que yo no soy un Escribano, y además, mis conocimientos del castellano son muy limitados. Pero puedo jurarles que todo lo que este escrito contiene, responde a la más estricta verdad de lo que nos aconteció, en aquellos años tan extraordinarios en la historia de mi tierra.

Espero haber sido útil en la defensa de mi Aldea, pidiendo perdón si alguna de nuestras palabras han podido ofender o molestar, manifiesto con todas mis fuerzas que nunca ha sido esa nuestra intención.

Quiero terminar con un recuerdo agradecido a mis padres: la MAMA-COYA Sulata y mi padre Don Diego de Villamayor, que me supieron transmitir el deseo de reconocer la importancia de respetar los deseos y opiniones de todo el mundo, tratando de unir siempre que se pueda, en beneficio de la paz y la concordia.

 

 

DÍA VIERNES

 

Don Miguel les recibió con más documentos, en los que encontraron información sobre la llegada y primeras actuaciones de los españoles.

Un cronista aseguraba que, cuando por tercera vez llegó Pizarro al Perú, encontró el pueblo construido por sus hombres a orillas del río Tumbes, quemado y destruido por el ataque de los nativos. Al hacer averiguaciones sobre esas tierras, se enteraron de la guerra fratricida, y esa situación podía serles muy útil para la invasión y conquista.

Nos cuenta el cronista Mena, que Atahualpa había enviado a un capitán suyo, disfrazado para espiar a los conquistadores. Este capitán propuso atacar al ejército español en un desfiladero, pero el Inca incomprensiblemente se lo impidió.

Lenta y prudentemente avanzaban los españoles y en una avanzadilla de reconocimiento, Hernando de Soto, llegó con cuarenta hombres a un lugar donde descubrieron un pueblo destruido por la guerra, pero con los depósitos llenos de alimentos. Los soldados quisieron repartirse el oro y las mujeres, pero Pizarro tenía prohibido cualquier desmán o pillaje que pudiera irritar a los naturales.

Durante varios días continuó Pizarro su camino hacia la sierra hasta que llegaron ante el real de Atahualpa, quien les mandó regalos de carne asada, maíz y chicha. Pero un Curaca amigo de los españoles les recomendó no probar bocado por temor a que fuesen víveres envenenados.

Al atardecer entraron sigilosamente en Cajamarca, temerosos de algún encuentro armado. Hernando de Soto y Hernando Pizarro solicitaron a Francisco Pizarro permiso para dirigirse al campamento de Atahualpa y verlo de cerca. Fueron y encontraron al Inca sentado a la entrada de una casa rodeado de sus principales y de sus mujeres. Soto se acercó caracoleando su cabalgadura tan cerca del soberano que una borla de su cabeza, se movió con el resoplido del caballo, sin que el Inca hiciese el menor gesto de sorpresa o de temor.

D. Miguel tenía aquella tarde una cita con el médico, pero antes de despedirse le dijo:

-Lo que sucedió después durante el encuentro en Cajamarca está perfectamente descrito en el Manuscrito, así como la muerte de Atahualpa y aunque no se menciona, D. Francisco y su esposa Inés Huaylas tuvieron una hija llamadaFrancisca Pizarro Yupanqui. Tras el fallecimiento de su padre, la heredera como descendiente del Gran Marqués de la Conquista y de la Familia Imperial Incaica de Huayna Cápac, pues era hermanastra tanto de Huéscar como Atahualpa los dos últimos Incas Supremos. Por eso fue cortejada por algunos notables españoles, entre ellos su tío Gonzalo Pizarro, que entonces tenía treinta años, si se hubieran casado serían una poderosa pareja, con capacidad de intentar coronarse reyes del Perú, al menos eso temían en España.

Francisca fue llevada a España en 1550, y allí casó en primeras nupcias, a la edad de veinte años con su tío Hernando Pizarro que ya tenía cincuenta años cumplidos, de esta unión nacieron cinco hijos: Francisco, Juan, Gonzalo, Isabel e Inés, pero la descendencia de los Pizarro y la princesa Inca Inés en la actualidad ya se ha extinguido.

Se despidieron hasta el día siguiente en el que Rosa y Juan habían invitado a Doña Claudia y Don Miguel a cenar en el Hotel

 

 

 

 

 
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