A orillas del Virú
Conquista del Perú

LIBRO PRIMERO

Fascículo - 5º

A orillas del Virú, 1410:  Así comenzó Mayu Kitilli (Aldea del Río).

Narradora: Warayana (hija de Mama-coya Sulata y Don Diego).

De las antiguas narraciones conservadas, en la memoria de la Aldea, sobre su origen antes de llegar al río Virú.


Muchas veces, al calor de las hogueras, hemos escuchado de boca de los ancianos, la historia de la abuela, de la abuela, de mi abuela, la Mama-coya Tintaya ("La que consigue lo que quiere").

Desde niños, nos reuníamos en los Killa hunta ("Plenilunios"), con todos los de la Aldea. Los narradores exponían los hechos protagonizados, o aquellas historias escuchadas a quienes las vivieron. Tal y como me ha llegado a mí, las cuento en este Manuscrito. 

Se nos explicaba, con gran cantidad de detalles, los remotos comienzos de nuestra Aldea cuando llegamos a orillas del río Virú.

Todo empezó bruscamente: nuestro pueblo vivía plácidamente, desde tiempos antiguos, mucho más al norte, en el estuario de Virrilá. Un día, casi de improviso, el cielo se llenó de nubes doradas. Se formó una tormenta de arena abrasadora, los vientos intensos y racheados, envolvieron árboles, casas y calles con un denso polvo; y poco a poco, se fue paralizando la vida en la Aldea. No se podía salir de las casas.

Los hombres volvieron —de forma precipitada— de las cabañas, donde habitualmente vivían, entre los Plenilunios. Estaban en la orilla del mar, dedicándose a la pesca y a la elaboración de sal. Llegaron a la aldea preguntando qué hacer.

Todo el mundo estaba desquiciado, pasaban los días y la tormenta no cesaba, es más, a veces parecía intensificarse, y así: días y noches interminables.

Las terrazas de cultivos se cubrieron, primero, de una fina capa de polvo, pero con el tiempo la cantidad de arena fue aumentando, hasta malograr las cosechas. La acequia dejó de llevar agua, se taponó con montones de polvo, y las ramas de árboles arrastradas por la corriente.

Dentro de su corral, las llamas y vicuñas, se asustaron y corrieron desconcertadas; pronto, entre empellones, rompieron las vallas y escaparon atemorizadas. 

Para buscarlas, la Mama-coya envió a su hija Naira ("Mujer de ojos grandes"), con los demás jóvenes. Comenzaron subiendo el cauce del río, pero apenas podían ver en medio de la tormenta, el polvo les irritaba los ojos y la garganta. Los árboles derribados les dificultaban el paso, los arbustos arrastrados por el viento les golpeaban, desgarrándoles la ropa y arañándoles las piernas y los brazos. Unas horas después volvieron: de vacío y cubiertos de polvo.

Y en medio de la catástrofe, no tardó mucho en surgir el peor enemigo de una Aldea: la desunión.

Una de las madres, llamada Mama-coya Tamaya (“centralizadora”), ya en otras ocasiones se había enfrentado a alguna propuesta de la Mama-coya, y en estas circunstancias, conspiró a su espalda: 

—Si nos quedamos aquí, todos vamos a morir —murmuró, atizando el miedo y creando más confusión— La tormenta no va a terminar nunca, estamos en una aldea maldita.

Como no tuvo la valentía de enfrentarse a la Mama-coya —cara a cara— reunió a un grupo de madres. En una amanecida, a escondidas, abordaron una balsa y con sus maridos e hijos abandonaron la Aldea, marcharon río abajo rumbo al mar.

La Mama-coya confiaba a quienes le preguntaban: 

—Esta tormenta pronto cesará. ¡Debemos esperar!

Pero pasaban las jornadas y más bien arreciaba. En pleno día, el sol estaba velado por el polvo y empezó a sentirse el hambre; con su trabajo lo habían desterrado de sus vidas, desde mucho tiempo atrás.

Con decisión terminó poniéndose, al frente de su pueblo, para buscar soluciones.

Reunió el Consejo de Madres.

—La única posibilidad —dijeron varias madres, con la voz entrecortada— es lanzarse al mar, buscando otro lugar donde asentar la Aldea.

La Mama-coya Tintaya ("La que consigue lo que quiere"), alzó la voz en medio del tumulto:

—¡Escuchad! Nos marchamos. No podemos quedarnos acá. Nos vamos.

Con presteza, se encaminaron, unos cientos de mujeres, hombres y niños, rumbo al mar. Donde los padres tenían varias balsas grandes de madera y muchas lanchas de totora. 

Fue necesario hacer diversos viajes por el río. Cuando todos estaban reunidos, se acomodaron en las balsas. Previstas para acoger a veinte personas, en cada una de ellas, terminaron llevando a más de cincuenta viajeros. Al estar sobrecargadas y en medio de la tormenta, las olas barrían la superficie, forzándoles a sujetarse con cuerdas para no caer al mar. 

Naira ("Mujer de ojos grandes"), con los demás jóvenes, viajaban en los pequeños caballitos de totora, atadas a las balsas. El mar estaba alborotado. A su antojo, el temporal balanceaba —violentamente— las embarcaciones.

Barcas de Totora

Pusieron rumbo al sur, encontraron y esquivaron, dejando atrás, algunas islas pequeñas —inhabitables— estaban cubiertas con los nidos de miles, de ruidosas aves marinas.

Después de varios días de complicada singladura, amaneció un día radiante, un cielo azul sin atisbo de nubes, ni rastro de polvo.

Pero el hambre seguía presente, y se acentuaba.

Los hombres comenzaron a organizar la pesca, desde la balsa oteaban el mar, buscando el rastro de los peces. Avistaron un banco de atunes, avanzando a gran velocidad, entre saltos y cabriolas. Los pescadores se dispersaron en las canoas de totora alrededor de los peces. No les costó mucho conseguir un atún para cada balsa. Eran peces grandes, de bastantes kilos, suficiente para paliar el hambre.

Cada noche se reagrupaban para aproximarse al litoral. Todos procuraban navegar alrededor de la balsa de la Mama-coya, con frecuencia alguna embarcación era arrastrada por la corriente, alejándose de las demás. Eran momentos de tribulación al ver, como desaparecía en el horizonte, alguna balsa con nuestra gente, pero después de un tiempo les veían volver y otra vez toda la aldea flotante se reunía. A mediodía, el sol era abrasador y con frecuencia, les faltaba agua, la sed siempre es más dolorosa que el hambre.

A la semana de navegación avistaron una gran ciudad. Decidieron seguir adelante, pues en contra del criterio de algunas madres, la Mama-coya afirmó:

—Detenernos en esta ciudad, supone, renunciar a construir una Aldea según nuestras costumbres, además lo normal es no ser bien recibidos, pues somos muchos. En el Consejo hemos decidido seguir adelante, buscando un lugar apropiado según nuestros deseos. Esperamos el sitio ofrecido por la Pachamama, para desarrollar la vida de acuerdo con sus mandatos.

Plantas de Totora

Unos cuantos días después, encontraron la desembocadura de un río. Al avanzar, se vieron rodeados por un horizonte de vegetación exuberante. Se llenaron de alegría al contemplar los bosques de frondosos algarrobos y otros árboles bordeando el río. Las plantas de totoras verdeaban cubriendo las riberas. 

Al llegar a unas pequeñas cataratas, se detuvo el avance, desembarcaron dispuestos a investigar si era una zona habitable. La Mama-coya envió a varios grupos. Se dispersaron entre cánticos de júbilo, a sentir de nuevo, suelo firme bajo sus pies y percibir las aromas propias de las flores, alegrando el paisaje, y el casi olvidado piar ruidoso de cientos de pájaros.

Algunas madres se dispersaron en busca de alimentos. Pasó media tarde y volvió el grupo de expedicionarios con buenas noticias. El valle era muy fértil. No hallaron a nadie habitándolo y cultivándolo, tan solo advirtieron las ruinas de una edificación totalmente abandonada. Habían encontrado abundantes frutos silvestres, pero comestibles, los repartieron entre los niños y los más ancianos.

Todos miraron a la Mama-coya Tintaya y ella vio en sus ojos el deseo de quedarse allá. Con voz tan solemne como la decisión tomada, exclamó:

—Agradecemos a la Pachamama que nos haya dado este valle, sentimos su mandato: hacedlo fructificar y cuidar el río para conservarlo siempre tan cristalino y limpio como os lo entregó. Lo llamaremos Virú, así me han sugerido algunas madres; sin embargo, el título definitivo lo acordará el Consejo. Si se decide llamarlo: Virú, será el recuerdo constante del Virrilá, nuestro lugar de origen, al que acabamos de abandonar con el corazón dolorido. A su vera construiremos el Templo según nuestra costumbre y a su alrededor, como protegiéndolo, iremos edificando la Mayu Kitilli (Aldea del Río).

En medio de aquella pequeña muchedumbre se elevaron gritos de alegría y pronto se organizó el trabajo con las prisas de la urgencia.

Comenzaron unos días de gran actividad; encontrar un paraje adecuado: debía estar cerca del río, pero lo suficiente alejado, para ser inmune de las riadas anuales. En la lejanía se veían los cerros nevados, con el deshielo causarían frecuentes crecidas.

Talaron algunos árboles para hacer un espacio despejado, nivelaron una zona donde construir el templo y las casas.

Todo esto forman parte de los recuerdos más importantes y procuramos evocarlos una y otra vez, deben permanecer sin alteraciones, pues son nuestra historia, al llegar al río Virú.

Estuario del Virrilá

Las alusiones al Estuario del Virrilá, estaban siempre teñidas por la nostalgia; se recordaba la abundancia de alimentos, además de la pesca y la agricultura. Las numerosísimas aves y sus huevos, que nos proveían de tanta comida, haciéndonos la vida muy fácil. También la lluvia era más frecuente, y no tan fuerte el calor del mediodía, como sucede a orillas del Virú.

Pero toda esa maravilla se vio truncada por aquella tormenta de arena, forzándonos a marchar, causando una gran alteración, pero limitada —solo— al cambio de paraje. Nos asentamos en este valle y a lo largo del tiempo hemos vivido según nuestras costumbres, hasta la situación actual. 

Ahora sí, es un momento de profundas mudanzas, empezando por la organización social, el idioma y la religión. Todos los fundamentos de nuestra vida, todo lo que habíamos vivido durante tanto tiempo, se tambalea. En estos días se tambalea con la fuerza de un sismo.



 


 















Fascículo - 6º



A orillas del Virú, 1410: Sobre los orígenes de la Aldea.


Narradora: Warayana (hija de Mama-coya Sulata y Diego)

 


La memoria de la Aldea.


Nuestra Aldea se distingue, de otros pueblos cercanos, por tener como autoridad máxima a una mujer, la llamamos Mama-coya. Es el consejo de Madres, quien la designa entre las hijas de la anterior Mama-coya.

Cuando cumple 5 años su primer hijo, cada mujer adquiere el título de Madre. A partir de ese día pertenece al Consejo de Madres, y el hijo se incorpora a la Aldea. Hasta ese momento era solo la hija o hijo de una mujer: el hijo de Kori o la hija de Ayka.

Cuando la primera hija de la Mama-coya llega a los cinco años, si el Consejo la elige, para ser la futura Mama-coya, se le tatúa una araña —en cada pie— como señal de su elección. A partir de ese momento, toda la Aldea se responsabiliza de su educación.

A llegar a los doce años, como todas las jóvenes, debe elegir esposo, y empieza a vivir en su propia casa. Forma parte del Consejo como heredera; tras la muerte de su Madre, será la nueva Mama-coya.

La vida de Mayu Kitilli (Aldea del Río) se organiza alrededor del Templo, según nuestra usanza, se construye como una gran plataforma cuadrangular, donde ponemos la Kala de la Mama-coya.

Con bloques de adobe, levantamos cuatro muros, cada uno de un metro de altura y un metro de espesor. Esas paredes forman un gran cuadrado, lo rellenamos con arena y piedras y se cierra con un suelo de adobe, sobre ese pavimento se harán las ceremonias rituales.

Meses antes de empezar a construir el templo, un grupo de mujeres y hombres, a las órdenes de Naira ("Mujer de ojos grandes"), hija y sucesora de la Mama-coya Tintaya, marcharon por los montes para buscar la Kala (roca). Es necesario atrapar el espíritu de la montaña cercana, y traerlo hasta nuestra Aldea. Con esfuerzo, la transportaron hasta ponerla en el centro del Templo.

La Kala ceremonial: un monolito de 2,15 metros de alto y de medio metro de diámetro, tallado con dibujos lineales y, en la parte central, un círculo circunscrito en un cuadrado. Delante colocamos la hoguera de las ofrendas. Además, en cada esquina de la plataforma, se enciende una hoguera de luz, para iluminar cuando anochece.

Después de una zona despejada —en torno al Templo— se construyen las casas de caña y barro. Al sur, en la primera fila, vive la Mama-coya. Detrás las madres alfareras con los talleres y almacenes, con su característico olor a madera quemada, de los muchos hornos, uno en cada casa. Y, separada por la calle que sube hasta la cima del Saraque, están las casas, donde viven las Madres agricultoras, con sus ruidosas granjas de patos, y almacenes para guardar los productos agrícolas. Y en las afueras de la Aldea están los grandes corrales de llamas y alpaca al cuidado de los jóvenes.

En el norte, se sitúan las casas de las madres orfebres, trabajan el metal y buscan en el río, el oro y la plata; la sinfonía de martillazos llenan todos los pasadizos y plazuelas durante el día. Y, separadas por la calle que desciende hasta el río, las madres hilanderas, con sus telares, pilones del tinte y depósitos de ropas y telas. Sus casas se caracterizan por los colores que adornan sus paredes. 

Nuestra Aldea se sitúa entre el río Virú y el Cerro Saraque. Una zona allanada con esfuerzo y quitando algunos árboles: algarrobos y chirimoyas;  solo cuando es imprescindible. La mayoría los dejamos, cada uno quedará situado, en el centro de los futuros patios de las casas. Necesitamos las arboledas para sentirnos cerca de la vida, en ellos anidan multitud de pájaros, alegrando las despertadas mañaneras. Además, si es algarrobo, fácilmente alberge a alguna familia de cañanes, correteando por las ramas o protegiéndose en los huecos de la corteza. 

Entre las casas no hay verdaderas calles, pues apenas son callejones sin ningún orden, únicamente tratan de comunicar unas con otras y todas con el Templo. 

El camino hasta la cumbre del Saraque son apenas trescientos metros pero muy abruptos, aunque con piernas jóvenes, se alcanza rápidamente la cima. Desde allí, se distribuye el agua a las terrazas, escalonando toda la pendiente para conseguir más tierra cultivable.

La acequia trae agua a través de varios kilómetros. Su construcción es una de las actividades más complejas. La pendiente debe ser progresiva, ni muy repentina ni muy suave. 

El recorrido comienza donde el río Virú, antes de caer por las cascadas, está a la altura de la cima del Saraque. Por las laderas de los montes avanza, buscando la inclinación adecuada, así el agua —tan necesaria— nos llega con facilidad.  

Cada Killa hunta (Plenilunio) los hombres tiene la misión de inspeccionar la acequia, para ello dos o tres caminan todo el recorrido limpiando, si se ha obstruido por alguna piedra o rama. Con frecuencia el aire mueve con furia los árboles, empujando todo ladera abajo, alcanzando el cauce de la amuna, atorando su canal, y hasta el Saraque llega muy poca agua, por eso es importante limpiar la acequia con asiduidad.

En todas nuestras celebraciones, la danza ocupa el primer lugar, pero para nosotros no solo es sinónimo de diversión o fiesta, pues sobre todo, es la expresión de la espiritualidad de nuestro pueblo.

Danzamos para mantener y acrecentar el sentimiento de unidad. Ejecutamos nuestros bailes como largas caminatas, en grupos numerosos de hombres y mujeres, unificando el paso y el movimiento, al ritmo de tambores, avanzamos todos unidos como una sola realidad. 

En la danza del Killa hunta (Plenilunio), comenzamos al anochecer y nos demoramos bastante. Empezamos alrededor de la Kala, luego bajamos por el camino de las Chirimoyas hasta el río. Allá avanzamos por la orilla empapándonos de la fuerza vital del Virú.

Mientras algunas madres se encargan de preparar el banquete de la fiesta, todos los demás mantenemos, y acrecentamos la unidad de nuestro pueblo, y volvemos con algarabía y bullicio hasta la Kala, y allá terminamos, después de dar tantas vueltas, como años nos está gobernado la actual Mama-coya

Con nuestra danza, formamos el cuerpo de una serpiente multicolor, pero es mucho más: hacemos un tatuaje, en movimiento, en la piel de la Pachamama. 

La serpiente es un signo de poder y es nuestra ofrenda en medio del clamor de los tambores y el suave sonoridad de las ocarinas y flautas.

Pasó el tiempo, con el templo y las casas principales edificadas, comenzó la espera de la lluvia, todos miraban el cielo cuando alguna nube se acercaba.

Para realizar las ceremonias debía ser, en primer lugar, bañado por la lluvia, pero en aquel lugar, muy de vez en cuando caía el agua del cielo. 

Una o dos veces al año, nos llegaba una tormenta, aunque fuera solo con rayos y truenos, si nos dejaba abundante lluvia, era una gran fiesta, a nadie se le podría ocurrir asociar el aguacero con el mal tiempo. Pero en esta ocasión era todavía más importante, era necesario para inaugurar el Templo: las lágrimas de Inti lo purificarían. Después de varios meses de espera, se desató la tormenta.

Y aquel anochecer comenzó la danza ritual, todos los de Mayu Kitilli (Aldea del Río) fueron ascendiendo, por las rampas, hacia la Kala. Se hizo un silencio profundo y entonces la Mama-coya Tintaya, en compañía de su hija Naira, avanzó con gran solemnidad.

Se presentó vestida con su ropa ceremonial de algodón multicolor, casi rozaba el suelo; en el pecho dos collares de oro, plata, turquesa, cuarzo y lapislázuli. Adorno de nariz de oro y plata. Diademas y corona, de cobre dorado, enjoyaban su cabeza. Y en su mano: el cetro de madera con una serpiente de oro. Sus brazos, pies y manos cubiertos de tatuajes de caracolas, peces, serpientes y arañas, era una coraza protegiéndola y dotándola de poderes especiales.

La multitud contempló su melena muy lacia y tan larga —en esta ocasión— llegaba a cubrir toda su espalda. Por lo general, la llevaba recogida en una trenza, adornada con cintas de colores.

Llegó hasta rodear la Kala en un abrazo prolongado. Todos la miraban extasiados. Después roció con agua del mar, cada una de las cuatro aristas del monolito, se dirigió al ojo ceremonial de la Kala y derramó el contenido del cuenco, se volvió hacia su pueblo y con voz majestuosa ordenó:

—¡Escuchadme! ¡Todas, mis hijas e hijos! Durante meses hemos trabajado para preparar esta Aldea, nos sentimos orgullosos de comenzar —otra vez— con nuestras costumbres. Hemos de superar la nostalgia por el lugar de donde venimos, pues la Pachamama nos ha dado todo lo necesario junto a este río. Los regalos se agradecen y se cuidan y más cuando lo ofrecido es su propio fluido vital: el agua. Todos mis hijos e hijas, deben manifestar, con sus danzas, la alegría de tener esta Kala en el centro de la Aldea. ¡Que suene la música! ¡Alzad vuestras voces manifestando, con el canto, todo nuestro agradecimiento!.

Gritos de alegría, melodías de ocarinas, quenas, antaras y tambores llenaron la noche, ahuyentando de aquel templo los malos espíritus, y preservando a toda la Aldea del mal.

Mama-coya Tintaya ofreció en la hoguera los primeros frutos de estas tierras: maíz, frijoles, ají y papas.

Unas hebras de humo, surgidos de la hoguera, modularon en el cielo, una representación del agradecimiento, de los nuevos habitantes del valle.

Entonces, todos los jóvenes, se encaminaron al almacén y volvieron portando cada uno, un gran cuenco con chicha. Con actitud ceremoniosa la fueron repartiendo entre la gente. Durante horas se alargó la danza, la música y la alegría retenida en nuestros corazones demasiado tiempo.

Así me lo contaron, una y otra vez. Así fueron los comienzos a orillas del río Virú, y así lo escribo para mantener viva la memoria de ese hecho tan trascendental en nuestra historia.

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 


Fascículo - 7º

 

 


A orillas del Virú, 1431: Un día de dolor


Narrador: Anca (“Veloz como el águila”) el marido de la Mama-coya Tintaya (“Quien consigue cuanto quiere”)

 

De cómo un hecho luctuoso nos causó un gran dolor.

 

Y pasaron los años. Durante ese tiempo nos asentamos en el nuevo valle. Las madres agricultoras cubrieron la ladera del Saraque de terrazas. Formando muros, amontonando las piedras, así retenían la tierra de los bancales y facilitaban los cultivos. Los jóvenes recogían guano en algunas islas cercanas, colonias de aves marinas y enriquecían la pobre arena del cerro.

El canal, con agua abundante, fluía constante, hasta la cima del monte; se distribuía por múltiples acequias: vivificando las tierras. Ahora todo verdeaba —con distintas tonalidades— según crecían los diversos cultivos: los intensos maizales con sus mazorcas doradas, las matas de papas formando hileras, los arbustos de ají cargados de frutos rojos, las calabazas con sus hojas inmensas y las yucas.

 

Las madres alfareras equiparon las casas con vasijas, donde conservar los alimentos o cocinar. Sin olvidar la labor de las hilanderas ni el de las orfebres, facilitándonos los instrumentos metálicos necesarios, para los distintos trabajos, ni por supuesto la actividad de los hombres en la Aldea del mar: pescando y elaborando la sal.

Mayu Kitilli (Aldea del Río) volvía a tener su Templo, nuestras hijas e hijos eran muy numerosos y fuertes. En el río, los corrales de agua, con abundante cantidad de tortugas, y en sus rediles —a las afueras— donde se refugian las llamas, alpaca y vicuñas. Alrededor del Camino de las Cascadas se extendía el bosque de los Algarrobos, los ancianos cazábamos en esa arboleda los cañanes. Cada mañana encontrábamos en las trampas los atrapados por la noche. 

Dentro de todas las casas se descubrían los ojillos inquietos de numerosos cuyes, para las celebraciones de las fiestas nos daban gran cantidad de carne.

Después de aquel tiempo de zozobra volvíamos a poder mirar al futuro con tranquilidad.

Pero todas las situaciones tienden a cambiar: llegó el día de despedir a Mama-coya Tintaya (“Quien consigue cuanto quiere”), había sido nuestra Mama-coya en la huida del Estuario del Virrilá y la llegada a orilla del Virú. 

Ella había mirado y protegido cada rincón de Mayu Kitilli (Aldea del Río). Cuando se encendía —por primera vez— la cocina de una casa nueva, para eso ella se presentaba engalanada y en una solemne ceremonia, la libraba por su poder, de los malos espíritus, y de las asechanzas malignas, que merodean por todos los lugares habitados.

Aquel día amaneció muy fresco. Sin embargo, no era el frío lo más molesto, sino la niebla y la humedad condensada en el valle, se metía en mis viejos huesos y me adormecía las rodillas. Durante la noche las nubes habían ocultado la luz de la luna, mientras el viento soplaba desde el mar, con una brisa suave pero persistente.

Como todas las mañanas, llegó a nuestra morada, mi amigo Mayta (“El que enseña con bondad”):

—¿Qué tal ha pasado la noche la Mama-coya? —me preguntó entrando en la habitación.

—Pues ya la ves, sin mucha mejoría —le contesté con tristeza— Y cada vez está con menos fuerzas.

En ese momento Tintaya me llamó y cuando me acerqué, sin apenas abrir los ojos, me musitó, quedamente:

Anca, ya no me resta mucho tiempo, me prometes ser fuerte y apoyar en todo a nuestra hija.

Apenas le tomé las manos, haciéndole sentir mi cercanía, ella me las apretó susurrándome, y mirándome a los ojos:

—Gracias Anca, por todos estos años de compañía y felicidad.

Su respiración se tornó fatigosa, y un escalofrío le recorrió el cuerpo, abrasado por la fiebre. Poco a poco cerró los ojos y dejó de respirar plácidamente.

Se rompió la mañana:

—Nuestra Mama-coya ha muerto— gritó Mayta, saliendo de la casa.

Comenzó un día de aflicción, y lleno de intensa actividad. Unos jóvenes llevaron, río abajo, la noticia a la Aldea del Mar, así también los hombres, podrían participar en las ceremonias de despedida, de nuestra querida Mama-coya. Yo ya era abuelo, por eso vivía en la Aldea del río con las mujeres, como los demás hombres de mi edad y mi amigo Mayta.

Desde hacía semanas todos estábamos preocupados, de manera especial yo, pues la tenía más cerca y la acompañaba en esos días con profundo pesar. Las madres habían organizado algunas cosas en las jornadas previas, cuando ya veíamos el final de su vida y apenas luchaba contra la enfermedad, casi había perdido las ganas de vivir. 

A todos los visitantes, los miraba con detenimiento, con la profunda ternura, de quien ha experimentado, y ayudado a resistir tantas situaciones, tantas alegrías y tantas penalidades.

Muchas ceremonias serían necesarias para hacer digna su despedida y así, mostrar nuestro agradecimiento. A ella debíamos la fuerza para traernos a estas nuevas tierras, y la decisión de asentarnos definitivamente. 

Las Madres tenían el honor, y la obligación de preparar, y realizar los rituales de su entierro, las ceremonias de las exequias y el duelo, como en el sepelio de las anteriores Mama-coyas, a quienes tanto debía nuestro pueblo.

Aquella mañana, solemnemente el cortejo de las madres se puso en marcha; no eran muchos pasos, pero avanzaron muy lentamente con una mezcla de tristeza y serenidad, incluso cierto aire festivo. Llevaron su cuerpo —con la delicadeza de hijas— desde nuestra casa hasta su Kala, allí la desnudaron de toda vestidura y adorno, solo los tatuajes la protegían y señalaban su dignidad y poder.

Avanzó mi hija Naira ("Mujer de ojos grandes") y ungió el cuerpo de su madre, con sangre de la Pachamama (agua del Virú) y lágrimas de Inti (agua de lluvia). La madre más anciana tapó su rostro con un plato dorado, después comenzaron a envolverla con el lienzo mortuorio.

Era un tejido —de más de sesenta metros— preparado para la ocasión, en él estaba bordada, con símbolos y figuras, toda la historia de la Aldea durante su liderazgo.

Cada una de las Madres se encargaría de poner, con delicadeza, los signos de su autoridad. Después de tres vueltas alrededor de su cuerpo, una Madre avanzó y puso la corona de oro, símbolo de su poder absoluto. Y así, cada tres vueltas fueron poniendo los aretes, y narigueras ricamente labrados. Los finos collares con cuentas de piedras preciosas. Los dijes de oro con representaciones de rostros humanos. Los instrumentos de alfarera, pues, había sido su trabajo. Y sus cetros ceremoniales de madera y oro.

Cuando terminaron de envolver su cuerpo, me llamaron. Entonces subí las escaleras —lentamente— llevando en mis brazos un maravilloso vestido ceremonial. Con él, nuestra Mama-coya se había presentado ante nosotros, cada año, en la Fiesta de La Luna y en las ocasiones más extraordinarias de la vida de la Aldea. Lo puse encima de su cuerpo, ya envuelto por la tela con la representación de nuestra historia.

Una bandada de guacamayos cruzó el cielo llenándolo de graznidos, aleteos y colores.

Fuera de la plataforma, estaban todos los hombres, a lo largo del día, habían llegado de la Aldea de Mar. Se arremolinaban, para admirar la despedida a la Mama-coya, a la que tanto debían y querían, lo contemplaban todo con el rostro serio y dolorido.

A media mañana, mi hija Naira, en compañía de las Madres de más edad, marchó a su casa. Allí la tatuadora le dio un narcótico. Luego empezó a tatuarla: en su brazo derecho puso el último tatuaje que la constituía en la nueva Mama-coya. (En momentos especiales, a lo largo de su vida, le habían grabado los tatuajes, preparándola para ser la heredera: al ponerle el nombre a los cinco años, una araña en cada pie. Cuando se casó: una línea de rombos rojos y negros alrededor del ombligo; al tener su primera hija: varias caracolas en piernas y brazos; al poner nombre a su heredera: una estrella en la frente. Ahora —al suceder a su madre— le tatuaron la serpiente protectora enroscada en su brazo).

Luego, con mucho cuidado, ungió las heridas con grasa de vicuña, y las ocultó con cintas de colores: amarillas por Inti y azules por la Pachamama, y la dejó dormir.

A media tarde la revistieron con su atuendo ceremonial como nueva Mama-coya, le colocaron la corona de oro, la nariguera y tomó en sus manos su cetro de madera, coronado por la serpiente de oro. Con pausa y también tristeza, se encaminaron hasta el templo. Al llegar junto al cuerpo de su madre, se quitó las vendas y nos mostró el último signo grabado en su brazo. Todos nos tumbamos —boca abajo— en el suelo y en ese gesto nos demoramos, entonces ella nos mandó con voz potente:

—Alzaos para despedir a nuestra madre Tintaya, merece que le ofrezcamos la mejor despedida. ¡Tanto le debemos!.

Todos nos levantamos prestos a su mandato. Entonces llamó a los hombres y ellos, con andares pausados, subieron la caja mortuoria, preparada con madera de algarrobo, con ceremonia la sellaron herméticamente, preservando su cuerpo de insectos y de la descomposición.

Cuando cerraron la caja, con el cuerpo de la Mama-coya Tintaya dentro; mi hija Naira encendió por última vez la hoguera de las ofrendas, entre las brasas derramó maíz empapado en chicha que chisporroteo. En el frío de la tarde se elevó el espíritu de la Mama-coya, como humo blanco y denso caracoleando su eterna juventud, desde la explanada del Templo todos nos acuclillamos contemplando el comienzo del viaje de una vida a otra vida. 

Esa marcha era difícil y requería ayuda. El «camaqen» o espíritu del difunto necesitaba de un perro negro, capaz de ver en la oscuridad ese camino y guiarlo. Quienes habían sido buenos, iban a vivir con el Sol en campos floridos, regados por numerosos ríos, allí disfrutaban de comida y bebida perpetua. Los malos vivían bajo tierra, en el frío, sin alimentos.

Tras una hora de silencio pensando en ese viaje de nuestra Mama-coya, se empezó a construir el recinto de su túmulo. Serían cuatro paredes de adobe conteniendo la caja de madera con su cuerpo, su Kala y la hoguera ceremonial. Primorosamente ornamentada —cada pared— con grabados en relieve, había de tener dos metros de largo por dos de alto, el techo se haría de vigas de algarrobo. Todo quedaría cubierto por el Templo de la siguiente Mama-coya.

El sol se fue ocultando cuando, las Madres Alfareras empezaron a realizar los grabados en los muros, donde narran los hechos más importantes de la historia de la Mama-coya Tintaya (“Quien consigue cuanto quiere”), luego los colorearon, con primor, las Madres Hilanderas.

Todavía más profundo se hizo el silencio. Todos permanecimos contemplando la puesta de sol. La tarde declinaba y lo teníamos claro: terminaba una etapa de nuestra historia. Al rato, la luna nos contempló y miles de estrellas se encendieron en el firmamento, eran las mudas espectadoras, acompañando nuestro baile de despedida, y escuchando, la música triste de ocarinas y tambores.

Y comenzó el banquete. Alrededor del Templo se encendieron varias hogueras, las cazuelas se llenaron de agua para cocer papas, yuca y maíz, las madres agricultoras las habían traído en grandes cestos de totora. Mi nieta Illarisisa (“Flor del amanecer”) y varios jóvenes fueron al corral y sacrificaron tres llamas, y las asaron, junto con carne de cuy y de cañan. Todos comimos en abundancia. Los más pequeños se fueron a dormir, pero los demás nos fuimos durmiendo en el Templo, rodeando el túmulo de la Mama-coya Tintaya.

Mi hija Naira, aunque estaba dolorida por los tatuajes, se negó a abandonar el cuerpo de su madre, una madre la obligó a beber un narcótico para menguar el dolor. No tardó mucho en quedarse dormida. Vi en su rostro los rasgos y la firmeza de su madre.

 

 

 


 

 

 

 

Fascículo - 8º

 



A orillas del Virú, 1442: Construcción del nuevo Templo

Narrador: Anca (“Veloz como el águila”)

 

Donde explico la construcción de un nuevo templo, el de mi hija Naira ("Mujer de ojos grandes").

 

Con la amanecida comenzó nuestra nueva vida, todas las madres, los padres y los jóvenes nos reunimos en la explanada del antiguo Templo. Ya somos una pequeña muchedumbre, respetuosa y expectante. Me acerqué el primero —era mi privilegio— hasta mi hija, nuestra nueva Mama-coya, y besándola, le dije con voz fuerte y decidida:

Mama-coya Naira, te deseo la sabiduría de tu madre y su fuerza. Siempre tendrás mi lealtad y la de los habitantes de la Aldea y con nuestra ayuda, podrás superar todas las dificultades venideras. Espero no olvides nunca a tu madre, ella, con su modo justo y sereno de actuar, nos fue conquistando a todos. 

Con un saludo parecido se fueron acercando —uno a uno— todos y nos convertíamos en sus hijos, de quienes ella cuidaría. Le deseábamos sabiduría, para juzgar con justicia y también fuerza para decidir lo más conveniente. En el momento de besar a Naira, a algunos se le llenaron los ojos de lágrimas de emoción, tal vez recordándola como una niña revoltosa y vital.

El nuevo templo debía ser una plataforma de menor dimensión, situada encima de la explanada del anterior templo, después de enterrar a mi esposa, contenía su túmulo funerario. Desde la distancia se vería un peldaño más, en la pirámide escalonada edificada, para cada nueva Mama-coya.

Al ser el Templo de mi hija, la Mama-coya Naira ("Mujer de ojos grandes"), su hija Illarisisa con un grupo de mujeres y hombres, se encargó de traer la Kala, del monte donde —años antes— habían encontrado la Kala de su abuela. Y ponerla en el centro de la nueva plataforma, exactamente encima de donde estaba la Kala de la Mama-coya Tintaya.

Después de un mes de trabajo intenso de todos los de la Aldea, pudimos dar por concluida la construcción del Templo. Ya se alzaba el nuevo escalón de dos metros de altura, ya tenía la nueva Kala en el centro, la hoguera de las ofrendas y las hogueras de luz en las esquinas de la plataforma.

Para poder inaugurarlo se necesitaba purificarlo por la lluvia. Todos en la Aldea esperamos durante casi tres meses; por fin, amaneció un día tormentoso.

A lo largo de la mañana, los hombres fueron llegando de la orilla del mar, paseaban por el pueblo empapándose de la lluvia. A media mañana cesó paulatinamente y salió el sol. En el azul del cielo palpitaban pálidos brochazos de color blanco, eran los pequeños recuerdos de la tormenta pasada.

En los meses anteriores, los hombres habían traído, en grandes cántaros, agua marina, pues la siguiente ceremonia consistía en rociar con lágrimas de la Mama Cocha toda la explanada del Templo, esta misión las desempeñarán las Madres.

Cuando terminaron, las sustituyeron un grupo numeroso de hombres, comenzaron a tocar timbales y danzaron alrededor de la Kala, mientras las madres marcharon a casa de Naira.

Con el toque constante de los tambores, que se prolongó durante una hora, ahuyentando a los espíritus maléficos: llamados “Zupay”, y recibiendo a los bondadosos los “Huincha”.

Por fin, la Mama-coya Naira escoltada por las demás Madres, avanzó solemnemente desde su casa, portando todos los adornos de su poder. Al llegar al centro cesaron los tambores. Ella, durante varios minutos,  se abrazó a su Kala, todas las Madres la rodeaban. El silencio apenas lo rompían algunos pájaros, pues al cesar los tambores, habían vuelto a inundar toda la Aldea con sus cantos. Silencio y emoción.

La Mama-coya encendió la hoguera y fue recibiendo, de manos de cada Madre, las ofrendas a la Pachamama. De los canastos, lanzaba al fuego un puñado, lo demás se empleaba en el banquete de la celebración: chicha, maíz, papas, yuca, ají, pero también cuyes y cañanes. De las llamas, ya sacrificadas y troceadas, echó a la hoguera las cabezas. Los olores de la comida se extendieron llenándolo todo de vida, ante la inminencia del gran banquete.

Comenzaron los músicos a tocar y a su alrededor, poco a poco, todos —menos los encargados de preparar la comida— nos fuimos incorporando a la danza. Dando vueltas, alrededor de la Kala, al ritmo y cambiando de sentido, cuando los músicos giraban. En poco tiempo, todo el pueblo formábamos una comunidad danzante, acompasando el paso, hasta llegar a ser un único organismo vivo, multicolor y envolvente.

Después de unas horas de danza, cuando la Luna apareció entre las montañas iluminando la Aldea, comenzó el banquete. Cada familia se acercaba y luego se situaba en las escalinatas del templo. Los niños correteaban entre los grupos y colaboraban en la distribución de las comidas. Las chicas y chicos no podían beber chicha, pues cuidaban de la seguridad. Recordábamos lo sucedido hacía años, en una de las fiestas. Fuimos atacados por un grupo de pumas y como todos estaban más o menos inconscientes por la bebida, los felinos provocaron varias muertes y muchos heridos. Fue en la época de la antigua Aldea, en el Estuario del Virrilá, cuando la Mama-coya con el Consejo de Madres decidieron:

 —En las fiestas, los jóvenes durante la celebración patrullarán por los alrededores de la Aldea en pequeños grupos. Armados de porras, lanzas y hondas. Se privarán de la bebida para cumplir con esa misión. También se encargarán de poner orden entre los comensales, pues —con demasiada frecuencia— se embriagan, conforme avanza la celebración, provocando altercados.

Había caído la noche y el aire limpio y tenue, aún impregnado de la humedad de la tormenta, lo inundaba todo de paz. La Kala, bañada por el resplandor de la luna: distante y ajena al bullicio, a los gritos y carcajadas.

Pasó el tiempo. El viento me acercaba retazos de conversaciones. Me senté en un peldaño del Templo, y permanecí pensativo. Un perro viejo se acurrucó entre mis piernas, los niños algunos muy pequeños gateaban sobre las baldosas del suelo. Mi hija, después de quitarse sus vestiduras ceremoniales, se afanaba con las demás Madres.

Y avanzó la noche, una y otra vez, llegaba a mis manos el cuenco con la chicha. Al arrullo de las suaves y agradables sensaciones me quedé medio dormido. Terminé durmiendo plácidamente. Al despertar mi boca era incapaz de articular palabras. Mis ojos no podían enfocar, todo lo veía borroso. Mientras, oía los gemidos de otros a mi alrededor. Las voces resonaban en mis oídos, me resultaba imposible entender qué decían. Quería hablar, pero era incapaz. Levanté la mirada como si estuviera en el fondo de un pozo y experimenté una náusea tan intensa, tuve la impresión: si llegaba a vomitar, expulsaría hasta las tripas.

Las carcajadas más sonoras provenían del grupo de Tarki ("Hombre muy respetado"), el marido de mi hija Naira, uno de los más bebidos, parecía incapaz de dar un paso sin tambalearse. Era un joven de unos 30 años, de cuerpo no muy alto, pero recio —con cicatrices en la cara— porque tendía a ser bastante pendenciero e incapaz de conservar la serenidad en momentos de tensión. Era frecuente en las fiestas, cuando la chicha le nublaba la razón, se enfrenta a otros, también embriagados, en reyertas y peleas.

Tarki se levantó, ni él mismo parecía saber a dónde pensaba ir, dando varios pasos vacilantes, tropezó con un cuerpo —cayó de bruces— se alzó pateando al dormido. No era otro que Thayari (“Viento frío”), que aunque anciano tenía un genio muy fuerte y reaccionó también con dureza, se enzarzaron en golpes y puñetazos sin renunciar a las patadas y codazos. No tardó en generalizarse la trifulca y el griterío.

Al poco aparecieron varios jóvenes dispuestos a poner orden, no les costó mucho averiguar el origen del conflicto y los causantes. Rodearon a Tarki y lo redujeron con facilidad, la chicha menguaba bastante sus reflejos, lo echaron al suelo y lo ataron. Escoltado lo llevaron a su casa. 

Poco a poco volvió la tranquilidad, el relente de la noche caía sobre la hierba. En algunos lugares se oían conversaciones o cánticos, los rumores se habían apagado, dominaba el sueño.

Me levanté y me encaminé al río, los árboles de chirimoyas me rodeaban, inundando la mañana con el aroma ácido de sus frutos.

Al llegar avancé ensimismado, con la cabeza dolorida por la bebida de la noche. Las tórtolas se arremolinaban en el prado cazando insectos. De vez en cuando, surgía un poco de viento y hacía sisear las hojas de los árboles. Me metí en el río, llené con una larga inhalación mis pulmones, me sumergí y sentí como el agua me cubría totalmente. Con los ojos abiertos avancé nadando. Algunos peces huían con parsimonia, me sabían un extraño, pronto saldría de nuevo para respirar. En ese momento yo solamente buscaba la tranquilidad del silencio.

La soledad no se prolongó mucho, al poco apareció mi amigo Mayta voceando:

—¿Anca estás por acá?, no te veo.

Mi primera intención: fue seguir escondido entre las totoras de la orilla, pero como insistía en sus llamadas, pensé: y si trae un mensaje importante. Nadando me fui acercando hacia él, al verme, exclamó:

—Tu hija Naira te está buscando, me ha preguntado por ti, ¿y dónde podrías estar? Se me ha ocurrido decirle: en el río.

—¿Sabes para qué?

—No me ha dicho nada, pero se la veía apurada.

Salí del río y con Mayta me encaminé a Mayu Kitilli (Aldea del Río), por el camino cogimos unas cuantas chirimoyas. Al llegar a casa de Naira, la encontré con mi nieta.

Illarisisa, cuéntaselo a tu abuelo.

—Esta noche, cuando vigilaba con los otros jóvenes, Ninan (“Inquieto como el fuego”) se ha puesto muy violento conmigo. Me ha exigido que lo elija por esposo. Me he asustado, porque se ha enfrentado a Churki (“Quien nunca se rinde”) cuando me ha defendido gritando: ella elegirá a quien quiera.

—Yo puedo —les susurró pensativo— intentar hablar con Ninan.

—De acuerdo —dijo Naira con enfado— pero déjale bien claro los derechos de las mujeres.

Aquella mañana no hubo manera de encontrarlo, nadie sabía de él. Pronto todo el mundo conocía mi búsqueda. No me sorprendió ver cómo, en un momento, se me acercó, preguntándome:

Anca, ¿Qué quieres de mí?

Me pareció intranquilo y hasta enojado, pensé no estaba en condiciones de atender a muchas razones. Con suavidad le dije:

—¿Dónde estabas esta mañana?

—Paseando por ahí, casi todo el mundo dormía la borrachera. Yo he subido hasta las Cascadas, tenía mucho para reflexionar.

—Y ¿Qué te tiene inquieto?

Yo le miré esperando, como sucedió, mencionara sus problemas con Illarisisa.

—Pues muchas cosas —me contestó pesaroso— sobre todo tu nieta Illarisisa. Cada vez me resulta más complicado entenderla, unos días dice una cosa y otros, la contraria. ¡Me tiene desconcertado!

Mientras caminábamos —los dos solos— por el bosque de algarrobos, se quedó callado. Agachándose, cogió una piedra y la lanzó con furia contra unas tórtolas. Levantando el vuelo se alejaron.

—Y esta vez ¿Qué te ha dicho Illarisisa? — le pregunté.

—Hace unos días aseguró que me elegiría, pero anoche, delante de todos declaró su intención de elegir como marido a Churki. ¡No sabe lo que quiere!. La vi muy rara y me alteró su actitud, pues además, lo afirmaba sonriendo burlona, sin valorar mi sufrimiento.

Ninan, tú sabes perfectamente: en nuestro pueblo son las mujeres quienes eligen marido. Illarisisa es libre de hacer su voluntad, tú puedes intentar convencerla, pero al final, has de aceptar su decisión aunque te duela.

Sin querer seguir escuchando, comenzó a correr y se perdió en el bosque, yo volví preocupado a la Aldea.

Algo de razón tiene, mi nieta es muy dada a hacer bromas y a veces, si se juega con sentimientos, es difícil controlar las consecuencias, aunque ella es muy joven para entender tantos matices del corazón humano.

 

 


 

Fascículo - 9º

 

 


A orillas del Virú, 1455: Elección de marido.

Narradora: Naira (“Mujer de ojos grandes”)

Sobre el modo de elegir marido en nuestra Aldea y la tragedia causada por Ninan (“Inquieto y vivaz como el fuego”).


Y llegó la fiesta de la Elección de Marido. Entre nosotros, cada año, en el Killa hunta (Plenilunio) de abril, se reunía todos en el Templo. Las jóvenes al cumplir 13 años elegirían marido entre los solteros.

Este año le tocaba a mi hija Illarisisa (“Flor del amanecer”), junto a otras 16 jóvenes. Todas llegarán a ser Madres, con derecho pleno en el Consejo, dentro de un tiempo, cuando su primer hijo cumpla cinco años, y le pongan un nombre.

La tarde otoñal se llenó de alegría y danzas.

Salí de mi casa, en la puerta me esperaban las Madres. Me saludaron y formamos dos filas. Solemnemente, llegamos hasta la Kala, la rocié con agua del mar, encendí la hoguera ceremonial y queme las ofrendas. 

Mi hija Illarisisa, con las otras jóvenes, avanzaron danzando. Al ritmo acompasado de unos tambores, simulando los latidos de sus jóvenes corazones. 

Subieron a la explanada del Templo y rodearon la Kala, agitando al viento sus ropas multicolores,  con el suave rumor de sus collares y brazaletes. Danzaban formando un círculo mágico, pues la elección de marido, era parte del proyecto de toda la Mayu Kitilli (Aldea del Río), fundamentada en las familias, es la gran riqueza que nos fortalece y nos hace crecer.

Días antes se distribuyeron las viviendas. Cada joven llevó, desde la casa de su madre, sus ropas y todo lo preparado para comenzar su nueva vida. 

En este momento se realizaba una simple ceremonia. La dejábamos convertida en la propietaria, en una breve ceremonia. Por supuesto, había participado en su construcción junto con todos los demás.

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Llegamos a la de mi hija, dije con solemnidad:

—Illarisisa, accede a esta casa, te la entregamos. Forma una familia donde reine la paz y proporciona a nuestro pueblo: numerosas hijas e hijos.

Ella entró y al poco salió con un gran cuenco de chicha y dándomelo dijo:

—Este licor simboliza los bienes a compartir con todos los de Mayu Kitilli (Aldea del Río). Bebed, celebrad conmigo este día de felicidad.

Esa era la pequeña ceremonia y, la fuimos efectuando en la puerta de cada una de las nuevas casas. Como todos los años, sucedían situaciones cómicas. Algunas madres, en vez de mojarse los labios con la chicha, tomaban un trago en cada invitación, y cuando sufrían los efectos de la bebida, las ayudaba —entre risas— otras madres en las restantes ceremonias de Entrega de Casa.

Cuando volvimos al Templo, nos sentamos y se hizo el silencio, roto por la carcajada de las más afectadas. Después, a mi señal, varios padres comenzaron a tocar las caracolas y con esta llamada, las jóvenes volvieron al Templo.

Desde el río, donde se habían preparado toda la mañana, bañándose y honrando a la Pachamama, acudían —danzando al son de pequeños tambores— los chicos. Los vimos acercarse por el camino de las Chirimoyas, eran unos jóvenes, ansiosos de comenzar su nueva vida

Mi hija, Illarisisa (“Flor del amanecer”), me había dicho, en múltiples ocasiones con temor, como Ninan (“Inquieto y vivaz como el fuego”), uno de los jóvenes, la había estado siguiendo y hasta acosando. 

En una ocasión lo descubrió espiándola, cuando se bañaba. Él, se acercó un poco más, aunque desde donde estaba ya podía verla, y al pasar entre los arbustos, varios pájaros emprendieron el vuelo con un aleteo entrecortado. El ruido atrajo la mirada de mi hija y, le descubrió ocultándose entre la maleza.

Ninan, ¿Qué haces ahí?

—Por favor, Illarisisa, no te asustes, yo solamente pasaba por aquí y de pronto te he visto y mi primer pensamiento ha sido regalarte estas flores, son Achiote, las acabo de arrancar.

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—No te puedo creer, tú me persigues y espías. Seguro, tu madre te ha mandado por esas flores, y ahora me la quieres regalar. ¡Déjame en paz!.

Era conocida esa obsesión de Ninan. En una ocasión Kantuta (“Hombre hábil en la caza”) uno de los jóvenes  y gran amigo suyo, estuvo hablando con él, mientras capturaban tórtolas por el bosque de los algarrobos. 

Esto me contó de esa conversación:  

(—Mira Ninan, aunque insistas, son las mujeres quienes eligen y los hombres no podemos hacer nada. Illarisisa elegirá a Churki. No puedes evitarlo y además es la heredera de la Mama-coya, no olvides sus privilegios. 

—Seguro —me contestó desabrido— ya veremos, las mujeres suelen ser muy veletas y caprichosas, cambian con facilidad de opinión.

—Si piensas eso de ellas —le repliqué— estás muy equivocado, por mi experiencia, cuando una mujer llega a una decisión, difícilmente vacilará. Por cada chica inconstante, yo te señalaré más de un hombre antojadizo. Cuando somos jóvenes solemos estar confundidos, pero no sé por qué, las mujeres son quienes llegan primero a descubrir las cosas fundamentales.)

Todos estos pensamientos bullían en mi cabeza mientras los jóvenes danzando llegaron al Templo; con brío avanzaban Churki, Ninan y a los demás, mostrando su fuerza y juventud. Los padres tocaban los tambores con decisión, tal vez recordando el día —más o menos lejano— cuando ellos fueron elegidos en una ceremonia parecida.

Al mi señal, las jóvenes se unieron a la danza, caminaron emparejándose con su elegido, lo enlazaban con una cinta multicolor. 

Illarisisa eligió a Churki, como me había adelantado en varias ocasiones, era un joven dos años mayor, muy serio y trabajador, guapo y atlético. El ritmo de la tamborada se fue intensificando, llenando toda la Aldea de agitación y alegría. 

   Al rato, dieron por terminado el baile —alejándose hacia la casa— cada una guiando a su preferido, a celebra en la intimidad su primera fiesta. 

Comenzó el banquete en el Templo, corría la chicha y la comida. Muchos nos fijamos en Ninan, no había sido elegido por mi hija, ni por ninguna de las otras jóvenes. Quedó desconcertado por la situación. Huraño y avergonzado, se escondía de las miradas, ocultando su rostro con las manos, su obstinación lo ponía en una posición muy difícil. Su Madre se le acercó dispuesta a consolarlo, pero la rechazó airado. Se alejó con su tristeza por el camino del río.

   Fue avanzando el banquete y la conversación. Al rato llegó corriendo al Templo Churki (“Que nunca se rinde”), a quien había elegido mi hija, gritando agitado.

Mama-coya, Mama-coya, Ninan ha matado a Illarisisa.

El joven respiraba con dificultad, preso de un tremendo dolor. La noticia causó un gran revuelo entre quienes lo escucharon.

—Vamos, deprisa —le dije, dirigiéndome corriendo con él, a su nueva casa.

Y al llegar, junto con otras madres y padres, encontramos a Illarisisa tendida en el suelo, con la cabeza ensangrentada. Intenté reanimarla, pero estaba muerta, me levanté y dije mirando a Churki:

—¿Qué ha pasado?

—Llegamos a la casa emocionados y alegres, empezamos a celebrarlo, cuando apareció en la puerta: Ninan, con el rostro hosco. Illarisisa salió tratando de aplacarlo. Él seguía irritado. Sin mediar palabras cogió una piedra y se abalanzó, golpeándola repetidas veces. Cuando yo reaccioné, saltando sobre él, vi a Illarisisa desplomándose. Al forcejear con Ninan, se me escapó, corriendo hacia el río.

—¡Buscadlo! —ordené con dolor— y traerlo inmediatamente ante el Consejo.

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Con rapidez se pusieron en marcha grupos de búsqueda, corrieron al río y montaron en varias piraguas. Unos se dirigieron a las cascadas —río arriba— y otros marcharon hasta el mar. Luego nos contaron:

—Llegamos a la cascada y vimos una canoa abandonada. Nos detuvimos, bajamos a tierra para perseguirlo, dábamos por supuesto estaría por allí, aunque no lo veíamos por ninguna parte. 

Nos dispersamos en su búsqueda, subimos por los riscos de las riberas, espantando ranas y otros animales, oteando entre los arbustos. Así llegamos a la noche sin haberlo alcanzado. No solo por la canoa abandonada, sino por otros rastros encontrados, estaba por la zona. Pasamos la noche a orilla del río, no fue difícil hallar árboles con frutas para alimentarnos.

Al día siguiente nos pusimos en marcha de nuevo, toda la mañana encontramos pistas: la noche la había pasado en una cueva. No borraba las huellas: o estaba convencido de no ser perseguido, o huía tan aterrorizado sin pararse a pensar.

Lo vimos a media altura de un acantilado, era un muro bastante vertical, con trechos de piedras sueltas y otras de rocas vivas de variados colores. 

Ninan, ¡detente! —le gritó Kantuta, era muy amigo suyo.

Pero intensificó su huida, cada vez más desesperado. Teníamos  urgencia, pues solamente quedaban unas horas de luz de aquel día, y estamos decididos a darle alcance. Lo había mandado la Mama-coya.

Ya oscurecía, cuando los más ágiles le alcanzaron, esquivaron las piedras, lanzadas desde su altura. Lo rodearon, pero se zafó con gran violencia y siguió corriendo hasta que le pudieron reducir, le obligaron a descender. Tenía las manos y rodillas, ensangrentadas de los golpes y rozaduras con las rocas, parecía alucinado y encolerizado.

Lo trajeron atado hasta la Aldea. Ya era noche cerrada, pero decidí que sería juzgado, tiene derecho a defenderse, aunque todos sabían lo ocurrido y no estaban dispuestos a ser demasiados comprensivos. Yo deseaba se hiciera con la solemnidad de un juicio, para ello me puse la ropa ceremonial y me acuclillé junto a la Kala rodeada de las Madres. La primera, en tomar la palabra, fue la Madre de Ninan:

—Necesito se haga justicia con mi hijo. Todos sabéis su obsesión por Illarisisa. Él me afirmó, en varias ocasiones, se habían puesto de acuerdo y ella lo escogería. Ayer amaneció raro, como alterado. Tan ofuscado y encolerizado, hasta ser incapaz de aceptar la decisión de Illarisisa. Ninan es un hombre bueno, pero merece un castigo. La condena debe facilitarle la oportunidad de rectificar.

De entre las madres se levantó una voz:

—No se trata de arrepentirse —dijo acalorada— sino de reparar por la vida arruinada. Además, está en juego el derecho de la mujer a elegir marido, como ha sido siempre entre nosotras. Si ahora cedemos, me temo perderemos ese derecho, en muy poco tiempo.

Era de esperar la indignación y se extendió como el fuego por un bosque azotado por el viento. 

Mientras Ninan permanecía encerrado en sí mismo, silencioso y agestado, en medio de los gritos de repulsa, clavó los ojos en el suelo y apenas se movía, tan rígido como ausente.

Me dirigí a Churki (“Que nunca se rinde”), el reciente marido de Illarisisa:

—¡Churki!, tienes derecho a expresar tu opinión sobre este asunto, ¡Adelante!.

Entre sollozos se levantó, diciendo:

Ninan no merece vivir en la Aldea, pero nosotros tampoco necesitamos mancharnos con su sangre. Me parece sería justo expulsarlo y dejarlo maniatado en la isla de Guañape y, si Inti le sigue permitiendo vivir, le ayudará a salir de allá.

Al escuchar sus palabras descubrí, como muchos estaban de acuerdo, esto me hizo pensar: podía ser la mejor solución.

—Aunque todos deseáis sea castigado con la muerte y esa también era mi opinión. Sin embargo, al oír a Churki he cambiado. Esta es mi decisión firme: Será abandonado en la isla Guañape, sin comida ni bebida y con las manos y los pies atados.  ¿Alguna Madre discrepa de esa resolución?.

El silencio se impuso entre las Madres, dando por buena mi decisión.

Aquella noche un grupo custodió a Ninan, mientras los demás, acompañamos el cuerpo de Illarisisa en el Templo.

Mi hija había sido muy querida y, antes de que su cuerpo se pusiera rígido, la desnudé, ungiéndola con agua de mar:

   —Hazle el símbolo de casada —ordené a la tatuadora— una guirnalda de rombos alrededor del ombligo. 

Recogí sus piernas: sus rodillas se juntaban con el pecho, con sus brazos las  rodeé, en esa postura la envolví en una tela de algodón y con cintas de distintos colores, anudé el envoltorio era un fardo pequeño, lo deposité junto a la Kala.

 Según nuestra creencia, colocamos junto a Illarisisa (“Flor del amanecer”), vasijas y alimentos para satisfacer sus carencias inmediatas, pues al ser tan grande el número de habitantes en el otro mundo, el espacio y las tierras de cultivo no puede ser suficientes y no está mal llegar con algo de provisiones. 

El tiempo avanzó en medio de cánticos y danzas de recuerdo.

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Con el amanecer Ninan fue expulsado de Mayu Kitilli (Aldea del Río), en el camino al embarcadero, las voces de condena arreciaron y algunos hasta le arrojaron puñados de tierra y piedras. Descendieron por el río dos canoas para cumplir la condena, al llegar al mar se dirigieron a uno de los islotes del Guañape, allí desembarcaron y con presteza lo dejaron, debieron defenderse de los legítimos dueños de esa isla: bandadas de aves marinas.

Cuando llegaron nos contaron, cómo habían abandonado a Ninan (“Inquieto y vivaz como el fuego”), cumpliendo la sentencia. Todos nos dirigimos, con Illarisisa, hasta la Cueva de los muertos.

La habíamos preparado como lugar de reposo de nuestros difuntos, unas grandes rocas cerraban la entrada, para protegerlos de la acción de las alimañas.

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Allá nos dirigimos atravesando un frondoso matorral — bajo el sol agobiante— desprendía intensos olores. Marchamos durante un largo rato, en el aire vibraban los insectos buscando alimento en las flores. Sobre una parihuela iba el cuerpo de Illarisisa. Todos la acompañamos en ese último camino. Al llegar, ya habían quitado las rocas, y la depositamos entre cantos y danzas de despedida.




 


 



Fascículo - 10º


 


A orillas del Virú, 1455: La Vida Continúa.

Narradora: Naira (“Mujer de ojos grandes”).

De cómo se elige una heredera a la Mama-coya.

En medio de la tristeza, la vida continuó en la Mayu Kitilli (“Aldea del Río”). Por la tarde las madres íbamos reuniéndonos, junto al río, después del trabajo. Nos quitábamos la túnica y nos sumergíamos en el agua, los niños alborotaban entrando y saliendo del río. Algunas madres nos recostábamos, en la reducida playa de arena, a la sombra de los árboles, y surgían las conversaciones.

El Virú venía crecido y había inundado —como cada año— una pradera donde ahora verdeaban las totoras, croaban miles de ranas y los pájaros picoteaban. Por las rocas de la ribera, vimos aparecer a un grupo de niños, venían de las pozas donde con facilidad, en esta época, se podían pescar truchas, eran arrastradas por la corriente. Una niña, Cuculi (“Paloma”), se nos acercó corriendo. Al llegar buscó a su madre, diciendo:

—Mamá, Kusi me ha pegado —sollozaba abrazándose a ella.

—¿Pero qué ha pasado? —La consolaba, entre mimo.

Kusi ha pescado cinco truchas; sin embargo, yo solo dos; me ha pegado, pues ella no las ha pescado todas, como dice.

Cuando llegó Kusi con los demás, yo me encaré.

—¿Tú has pescado todas las truchas?

—Sí, mamá —contestó Kusi con suspicacia, pero con decisión.

—¿De verdad le has pegado a Cuculi?

—No, no, ella se ha caído, yo la he visto.

—Hija ¿Por qué me mientes? Márchate a casa, no vas a salir de allí hasta el próximo plenilunio, ya hablaremos.

Con gran enfado mi hija Kusi (“Que tiene siempre suerte”) se alejó corriendo, dejándome pensativa. Y surgió la conversación entre las madres.

—Tengo dudas —dijo Sanka (“Siempre tiene la palabra adecuada”)— me temo pueda darnos problemas en el futuro como Mama-coya.

—¿Por qué? —se sorprendió Asiri ("Mujer sonriente").

Mi hija Kusi tenía 10 años, una niña con gran personalidad y muy revoltosa, aunque nadie podía dudar de su buen corazón.

—¿Por qué va a ser? —afirmó Sanka— yo la encuentro muy violenta y muy parecida a su padre Tarki, muy dada a los enfrentamientos, además, como habéis visto, siempre quiere llevar razón y, con frecuencia, sus reacciones son muy agresivas.

Otra madre anciana intervino con firmeza.

—No hace mucho se enzarzó en una pelea, con un chico algo mayor, por una tontería y ya sabéis como acabó, tuvieron que separarlos dos jóvenes levantándoles del suelo.

—La verdad es que casi le saca los ojos — Apuntó Sanka.

—No seas exagerada — la defendió Asiri.

—Pues al chico la cara le quedó llena de arañazos y una oreja dañada y ensangrentada.

Durante toda esta conversación yo había permanecido en silencio, escuchando las opiniones de las madres sobre mi hija Kusi, por fin me involucré, porque los ánimos se iban caldeando inútilmente.

—El día del consejo todas podéis votar y yo tengo una hija de siete y otra de tres años. Cualquiera de ellas puede ser elegida. Para mí, Kusi es muy temperamental, pero eso es bueno si se la sabe guiar. Yo me dedicaba especialmente a Illarisisa, era la heredera elegida por el Consejo. Ahora deberé consagrar más tiempo a quien elijamos como heredera.

—Por eso debemos meditarlo —continuó Sanka— es una gran responsabilidad, nos jugamos el futuro de la Mayu Kitilli (“Aldea del Río”).

—Por supuesto —dijo Asiri— yo confío en Kusi. Me parece adecuada. No se hable más por ahora. Preparar una hoguera para asar estos peces.

Habían traído doce truchas, las pusieron sobre las rocas y mientras se encendía la lumbre, Asiri las preparó, atravesándolas con una caña de totora para poder asarlas. El aire se impregnó de humo y cuando la fogata se convirtió en brasas, colgaron los peces entre dos piedras. La grasa caía sobre la lumbre chisporroteando y llenaba el aire del suculento aroma de las truchas asadas. Éramos muchos y rápidamente nos comimos toda la pesca.

Aquella noche tuve una larga conversación con Kusi, estábamos las dos en el patio de nuestra casa, mis otros hijos ya dormían.

—Como sabes, las madres, vamos a elegir, a quien sustituirá a Illarisisa como mi heredera. Tú eres la mayor, pero eso no significa nada, es más, para algunas madres no eres la más adecuada y están por elegir a una de tus hermanas menores.

—Así, ¿Quiénes son esas entrometidas?

—Eso es lo de menos, lo importante es si lo creen y van a votarlo en el Consejo.

—¿Y esas chismosas qué murmuran de mí?

—No son enredadoras. Esta misma tarde les has dado nuevos motivos. Tú ya no eres una niña pequeña para tratar de esa manera a los demás.

—Pero…

—No hay peros, no es la primera vez que te peleas. Más de una vez me han llegado quejas de tu comportamiento. En la fiesta del próximo Killa hunta (plenilunio) será la votación. Hasta entonces tú estás castigada, aunque podrás salir de casa y hablar con las madres, no para jugar con los demás niños. Durante este tiempo tendrás muchas oportunidades, si quieres aprovecharlas, para demostrar que mereces ser la futura Mama-coya. Yo te recomiendo, vayas a la casa de todas las madres, las ayudes en sus trabajos y te podrán conocer mejor. Hasta el presente nunca te habías planteado ser la Mama-coya, ahora puede ser importante intentarlo, pues tus hermanas son muy pequeñas todavía y yo confío en ti, como otras madres me han dicho.

Los primeros días, Kusi estuvo muy enfadada y con frecuencia agresiva con sus hermanos, especialmente cuando todos marchaban y ella se quedaba sola en el patio rumiando su descontento. Después, poco a poco, empezó a salir para acompañar y ayudar a algunas madres en su trabajo.

Durante ese tiempo, vi como había experimentado grandes cambios en su talante, especialmente a partir de una noche, cuando llegó a casa muy animada.

Kusi —le pregunté para acompañar su alegría— ¿Dónde has estado esta tarde?

—He ayudado a Sanka a sacar camotes. Es una mujer muy simpática, ha sido muy duro, pero lo hemos pasado muy bien, varias veces Sanka me ha llevado a la sombra a descansar, y platicamos de muchas cosas durante esos ratos. Me pareció una persona muy influyente, otras madres se le acercaban, para consultarle cosas.

Me quedé mirándola extrañada, ¿Qué le habría dicho Sanka? Mi hija valoraba los méritos de quienes la rodeaban.

También se acercó una mañana al taller de Asiri, volvió con las manos manchadas de tintes.

—Mamá —me preguntó, ocultándolas en la espalda —¿De qué color tengo la mano derecha?

—Y yo qué sé, de color carne.

—Mírala, de color rojo— me enseñó la mano derecha.

—¿Y de qué color tengo la mano izquierda?

—Pues seguro: rojo.

—No mamá, color azul.

En la siguiente fiesta del Killa hunta (plenilunio), reuní el Consejo de Madres y antes de votar, todos los presentes tenían derecho a intervenir, si lo deseaba. También los padres, podían hablar, pero no votar.

En primer lugar, pidió la palabra Tarki, mi marido.

—Todavía estoy dolorido por la muerte de mi querida Illarisisa y me parece debe ser elegida: Kusi. Aunque algunas cosas son verdad, no se puede juzgar a una niña por sus niñadas, sino por su potencial, y en eso todos sabemos mucho de mi querida Kusi.

—Soy de la misma opinión —manifestó mi padre Anca (“Veloz como el águila”)— mi nieta Kusi es una joven de mucho temperamento y a veces mal genio, tal vez lo ideal para ser la Mama-coya del futuro.

Se levantó un cuchicheo entre las madres y los padres, unos a favor y otros en contra.

—Sí, tiene mucha personalidad —aceptó Sanka— tal vez demasiada. Parece muy mandona, queriendo tener la razón siempre y en todo.

—Pero puede mejorar —defendió Asiri— todavía es muy niña.

Desde el principio las posturas quedaron claras. Si seguíamos discutiendo, únicamente se empeorarían más las cosas, creando mayor división en la Mayu Kitilli (“Aldea del Río”). Aunque muchas madres levantaron la voz queriendo intervenir, dije con autoridad:

—Silencio, no es oportuno seguir debatiendo. Cada madre hablará depositando su parecer en la cesta.

Las madres se fueron acercando, llevando una piedra de color, si era roja, el voto era para Kusi, si era verde o amarilla, sería a favor de una de mis otras hijas. La cesta estaba situada junto a la Kala, vigilada por las dos más ancianas.

Cuando todas las madres ya habían depositado su voto, las dos hicieron el recuento. Y una de ellas, dirigiéndose a los presentes, gritó:

—¡Ha sido elegida heredera de la Mama-coya: su hija Kusi!

Nunca se sabe por donde saldrá el futuro, yo solamente podía esperar, hubiéramos acertado en la elección.

No todas las madres se fueron contentas de la votación, alguna empezó a correr el recuerdo de aquella ocasión, todavía en la antigua Aldea, cuando una Mama-coya fue destituida. Y luego exiliada en compañía de su nuevo marido y algunos hijos. Los recuerdos son confusos de lo sucedido, pero según la información de un quipu, conservado por las Mama-coyas, los hechos fueron dramáticos. 

 

Una Mama-coya, de quien no se guarda ni siquiera su nombre, hizo varias cosas, escandalizando y soliviantando a las demás Madres. Tal vez la más grave fue decidir:

  —Yo seré la primera en elegir, otro marido, en la Fiesta de la Elección.

Su anterior esposo vivía y ya le había dado varios hijos, una de ellas era la heredera elegida. Pero ella lo repudiaría, además elegiría a un hombre casado. 

El caos se instaló en la Aldea porque casi todas las Madres apoyaron a la heredera dispuesta a convertirse en la nueva Mama-coya. Ante esta situación, varias Madres convocaron el Consejo y decidieron destituir y expulsar de la Aldea a esa Mama-coya claramente indigna y sustituirla por su heredera.

Pero todo esto son historias pasadas y confusas. Esta tarde ordené a mi hija:

  —Ven conmigo hasta la Kala.

Ella avanzó sonriente y un tanto cohibida, y en presencia de todos, la abracé y besé en la frente.

Kusi —le dije— vas a recibir la primera señal que simboliza tu poder. Cuando seas la Mama-coya deberás proteger a tus hijos del mal.

Llamé a la tatuadora. Se acercó y ofreciéndole un cuenco, le susurró al oído:

—Bebe todo este narcótico.

No tardó mucho en hacer efecto la pócima y cuando estaba adormilada, apartó del fuego el molde ritual y le tatuó con delicadeza una araña en cada pie.

Luego protegió las llagas con dos cintas azules y yo, ayudada por mi marido y mi padre, me la lleve a casa. La acosté y mandé guardar silencio a todos mis hijos para que no la molestaran.



 


 









Fascículo - 11º



DÍA LUNES

Ciudad de Trujillo, enero 2008.


El tiempo pasó muy rápido, empezaron a buscar dónde comer. Había muchas opciones, como en toda gran ciudad, y terminaron entrando en el Restaurante “El Mochica”, en la Calle Bolívar.

—Les recomiendo —dijo el camarero amablemente— una tradición en Trujillo: la Sopa Shámbar, se sirve solamente los días lunes, a base de trigo con carne de cerdo, menestras, culantro y ají. Se acompaña con maíz tostado. Según algunos entendidos, este plato comenzó por una costumbre de los campesinos de la sierra, quienes con las sobras de los días domingo, preparaban un almuerzo contundente al empezar la semana.

Al presentarla con tanto interés, todos la pidieron para honrar la tradición.

Cuando se la llevó, el camarero les dijo: 

—En la mesa, junto a la ventana, está la trujillana María Julia Mantilla, conocida como Maju, fue la segunda Miss Mundo del Perú, lo consiguió el año 2004. Si les interesa, tendrán oportunidad de saludarla. Lo mejor será cuando se levanten para marcharse, así la molestarán lo menos posible. 

—¿Por qué no me sorprendería  —afirmó Rosa al mirarla— encontrar una relación estrecha, hasta herencia genética, entre Warayana y Maju, la Miss Mundo?

—Sería descendiente —se preguntó Juan— de aquella hija de Sulata y del andaluz Diego de Villamayor. ¡Desde luego, se aprecia mestizaje en la joven María Julia!

La Miss fue muy agradable. Empezó una breve conversación con ellos. Ella había estado en Madrid y Barcelona, para celebrar presentaciones relacionadas con el concurso de Miss Mundo, visitando muchos países en su año de reinado.

—Pero no tuve oportunidad de conocer casi nada, todo lo programaron los organizadores. Insistí mucho y pude estar libre una mañana y la aproveché para ir al Museo del Prado. En Barcelona fue todo más complicado, desde el exterior vi la Sagrada Familia. Entre un evento y otro, el carro se detuvo, salí a la plaza y contemple una de las fachadas de la Iglesia. Verdaderamente maravillosa.

Después de despedirse, decidieron marchar al hotel para descansar un poco. De la máquina de fotos, bajaron las fotografías a la computadora portátil y no tardaron mucho en encaminarse a la casa de D. Miguel, sería muy importante su información sobre el Manuscrito.

—He comprobado el callejero —dijo Rosa con el plano de Trujillo en las manos— y la casa de D. Miguel está muy cerca de donde estamos, podemos ir andando.

Siguiendo las indicaciones del plano, caminaron por la Av. Diego de Almagro hasta la Av. de España, desde allí por la Av. Tupac Yupanqui llegaron a la Av. Los Incas, donde encontraron con facilidad la dirección.

Era una casa pintada de color beige. La fachada principal, en la Av. Los Incas, tenía dos ventanas y en el centro una gran puerta labrada. Todas eran de madera de caoba. La puerta de dos hojas era un gran trabajo de carpintería. Vieron cómo se alternaban, los escaparates de comercios modernos con casonas antiguas, pero muy cuidadas. Daban las tres de la tarde cuando, llamaron al timbre de la puerta y, les salió a recibir una señora de edad, se les presentó con una sonrisa:

—Buenas tardes, Miguel aguarda a unos españoles para hablar de un Manuscrito, yo soy Claudia, su esposa.

Con un gesto, les invito a pasar.

—Les espera en el despacho —les aseguró con amabilidad.

La vivienda era muy luminosa gracias a dos patios interiores. El jardín entraba por las ventanas, en los pasillos y algunas habitaciones.

El suelo era de madera, con muebles antiguos, aunque muy bien conservados, por toda la casa correteaba una perrita alborotadora, pequeña y negra, nadie sabría concretar su raza.

—Esta perrita— explicó doña Claudia— nos la regaló mi nieta, en nuestro cincuenta aniversario de boda. Le puso por nombre Ñusty, en recuerdo de las Ñustas del Antiguo Perú.

Doña Claudia les dirigió, a través de un pasillo, hasta el estudio de su esposo. Era una estancia amplia, con una gran mesa con varios montones de papeles y dos sillones de cuero color burdeos. Dos de las paredes las ocupaban unas estanterías, llena de libros. En las otras dos: una puerta-ventana se abría a un patio interior con una gran maceta donde crecía una miniatura de algarrobo y, una pared con ventana a la fachada lateral de la casa. Las zonas libres de las paredes, estaban decoraba con grabados, figura y maquetas de restos arqueológicos encontrados en la región.

Se presentaron sin mucha ceremonia, pues aunque recién se conocían, todo ayudaba a crear un ambiente de familiaridad.

Don Miguel, a pesar de sus 82 años, todavía se movía con la elegancia de un maestro, acostumbrado a disertar delante de grupos de alumnos. Tras los anteojos de montura metálica y estilo clásico, les miraban con atención unos ojos, algo cansados, pero inquisitivos y con frecuentes destellos de ironía. Después de presentarse, le explicaron de dónde venían y cómo, casualmente, habían encontrado: el famoso Manuscrito.

—Don Miguel —le dijo Juan— nuestra primera pregunta es ¿Cómo se puede saber si fue publicado este manuscrito?.

—Para eso, debo leerlo y estudiarlo despacio. Por supuesto, hacer algunas averiguaciones bibliográficas.

—También necesitamos —añadió Rosa— una opinión autorizada sobre, si se puede declarar, sin dudar, si está escrito en la época de la conquista, solo así tiene auténtico valor histórico.

Abrieron la computadora y le mostraron las fotografías de la portada y varias hojas del manuscrito y al verlas, don Miguel dijo con pausa.

—La letra es muy cuidada, pero faltan las abreviaturas propias de los Escribanos de la época —les miró antes de proseguir.

—En el manuscrito se declara —aportó Rosa— como autor a una mujer, hija de una Mama-coya y de un soldado andaluz. Y pretende dejar constancia de todo lo acaecido en su Aldea. La verdadera historia contada por sus antepasados.

Parecía convencido, pero siguió señalando incongruencias:

—La encuadernación es demasiado sencilla. Es llamativo lo guardara en el Archivo siendo tan pobre la presentación. Tal vez quien lo recibió pensó era muy interesante. Aunque para poder afirmar algo más serio, debo leer y estudiar detenidamente el documento.

Comenzó a observar las fotografías en la computadora, cada una era una página del manuscrito. Pasó casi media hora, Rosa y Juan, se dedicaron a leer unos libros sobre la llegada de los españoles, prestado por Don Miguel, con el deseo de orientarlos mejor en la época y las circunstancias reflejadas en el manuscrito. De pronto levantó la mirada y les dijo:

—Este manuscrito es muy interesante. Recoge datos históricos: Durante milenios, en el Norte del Perú, en los valles de Estuario de Virrilá, de Chira y de Piura, se desarrollaron diversas culturas. Cuando llegaron Pizarro y sus soldados encontraron a los Tallan, un pueblo agrícola, tenía asegurada suficiente producción de alimentos para su población. Era gentes muy hospitalarias. Con gran dominio sobre el mar: en la pesca y en la navegación a vela. 

No eran militarista ni conquistador. Establecían vínculos comerciales y de amistad; nunca se platearon dominar ningún territorio. Los habitantes de la Aldea del Manuscrito, parecen un grupo perteneciente a ese pueblo pacífico, que marcharon del Estuario de Virrilá hasta el río Virú, aunque la distancia es de más de 500 kilómetros. Por algunos rasgos sociales parecen ser herederos de una Aldea mucho más antigua, tal vez emparentada con la cultura Caral. Esta surgió en el continente americano, sobre 2000 a. C., en la época de las primeras civilizaciones: Mesopotamia, Egipto, India y China.

En una estantería de la biblioteca había dos ficheros con fichas de tamaño octavilla de papel reciclado. Algunas apenas tenían unas líneas, en otras, disminuía la letra, para recoger párrafos enteros de información. De aquel fichero, Don Miguel les leía, una ficha.

—Los españoles se encontraron con esas gentes. Fue muy grande su asombro —siguió comentando Don Miguel— pues no habían visto ningún pueblo con ese tipo de velas en las embarcaciones, ni barcos con timón. De manera jocosa, algún cronista escribió: 

—“Al atisbar en la lejanía ese tipo de embarcaciones, nos desilusionamos, ¡otros europeos nos habían adelantado!. Cuando las observamos de cerca, lo descubrimos, no eran como nuestros barcos, sino una simple balsa, con velas y timón”.

Una maqueta las representaba. Y siguió hablando:

—Por supuesto, no lo saben, pero un día a la semana, me reúno, en el estudio de Radio Libertad, con un grupo de carcamales, todos profesores de Historia, jubilados: unos de la Universidad y otros de Secundaria. Allá grabamos una conversación para luego emitirla con el pomposo título de “Debates de Historia”, a lo largo de la semana. Recuerdo como un día saque a colación un informe sobre la Señora de Cao. Yo había asistido a una conferencia del Doctor Régulo Franco Jordán, del Instituto Nacional de Cultura. Trabajaba dirigiendo un equipo de arqueólogos peruanos, en la Huaca de Cao, a unos 60 kilómetros al norte de Trujillo. En esa Conferencia, disertó sobre el descubrimiento de los restos de una mujer.

Es increíble cómo, un fardo enterrado hace unos 1.700 años, mantenía oculto uno de los más apasionantes capítulos de la historia peruana.

Antes de ese hallazgo, todo el mundo científico pensaba: solo los hombres habían ejercido altos cargos políticos o militares en el antiguo Perú. Ahora se ponía todo en duda, pues esa Señora, se presentaba con los atributos de la autoridad suprema de una Reina Guerrera. Había gobernado mil años antes de la aparición de los Incas. En la conversación afirmé: ese matriarcado se sigue notando por estas tierras. Nunca se había perdido esa actitud entre las damas trujillanas.

Pero, uno de los contertulios, Don Antonio, me rebatió lo de la Señora, y mi opinión sobre las mujeres de Trujillo:

—Eso son tonterías de gente influenciada por las modas. ¡Que moderno suena eso del feminismo!, aunque es falso. Y usted, Don Miguel, no le da vergüenza venir con eso de las mujeres. ¡Por favor!, hay que ser coherentes.

—Mire —intervino Don Diego tomando un recorte del periódico— aquí se habla del ajuar encontrado con unos báculos de gobernante.

—¿Qué es eso de los báculos? —casi se burlaba con sorna Don Antonio.

—Pues cetros de madera, forrados de cobre, —remachó Don Diego— utilizados en las ceremonias como símbolos de poderío, superioridad, potestad y supremacía. Los encontraron dentro del cofre de madera, el fardo funerario de la Señora.

—Antes de este descubrimiento —volví a tomar la palabra— no había ninguna información científica, sobre el hallazgo de narigueras, en tumbas de mujeres de la cultura Moche. Esas joyas eran exclusivas de los hombres y lo mismo las porras, otro elemento masculino.

 

—Que no, Don Miguel, que no, —se revolvía cada vez con menos argumentos, pero con la terquedad característica, nuestro amigo Don Antonio— No se puede aceptar esa teoría, ¿Qué ocurría en el Imperio Mochica o en el Inca? La autoridad suprema la tienen siempre los hombres. Puedo aceptar: brujas, sacerdotisas o hechiceras, pero nunca gobernantes o guerreras. Eso es una ingenuidad de ignorantes.

—Tampoco le convence las palabras del cronista Cieza — dije sin mucha esperanza de conseguirlo— no recuerda como afirmó: 

En 1528, durante el segundo viaje de Pizarro a estas tierras, los soldados españoles tuvieron trato con unas Señoras. Y relató como Pedro Halcón, uno de ellos, pretendió quedarse en una aldea, para matrimoniar. Se presentó ante Pizarro,  ponderando la belleza y juventud de la candidata. Exigiéndole imperativamente le permitiera casarse con ella. Pizarro no aceptó esa propuesta, entre otras razones, porque el tal Halcón ya tenía fama: "era de poco juicio" y muy enamoradizo. 

—A aquellas Señoras —volvió a meter baza, Don Diego— hasta “las conducían en andas” e inclusive ejercían la poliandria a su antojo, tenían libertad de escoger consortes y por “cantidad”.

—Bueno, eso son habladurías de algunos cronistas —apostilló Don Fernando— otros no mencionan nada de eso. Además, ¿Se tiene constancia de la antigüedad de la Señora de Cao?

—Pues sí —expliqué sacando y leyendo en voz alta una de mis fichas— en la conferencia, el Arqueólogo habló de los exámenes de Carbono 14 y ADN y, la conclusión, apunta a esa época y fallecería con 20 o 25 años de edad, y habría tenido al menos un hijo.

Aquella tarde la tertulia estuvo muy animada, pero también en algunos momentos nos dijimos palabras más fuertes de lo habitual. Al terminar, Don Antonio pidió disculpas alegando.

—Si me contradicen en algunos temas, me solivianto. Deseo quitéis unas expresiones cuando se radie, no quiero tratar mal a ninguno de los tertulianos. 

Yo le sugerí: 

—Todo tenemos derecho a opinar como queramos y  apasionarse en la defensa de su opción no es un delito. 

Lo conseguimos apaciguar y nos fuimos todos a casa de Don Enrique, uno de los contertulios más constante, ese día había faltado por estar indispuesto. La discusión continuó durante el camino y ya en casa encontraron a Don Enrique, delicado, pero no tuvo reparo en dar su opinión sobre el particular, con datos leídos en una de sus agendas, dijo:

—Y esa Señora tiene tatuajes de serpientes y arañas en los antebrazos, los tobillos y los dedos de las manos y los pies.

Y aquella tarde, en casa de don Enrique, comenzó de nuevo la discusión.


Terminado de narrar esta historia pasada, siguieron conversando sobre el Manuscrito hasta, la siete de la tarde, entonces dijo don Miguel:

—Si les interesa, pueden venir mañana a la misma hora. Ahora debo pasear a Ñusty y luego llegara a una iglesia para oír misa.

—Le importa si le acompañemos – dijo Rosa.

—¡Adelante!, me agradaría ir con ustedes en mi paseo. Ahora voy a prepararme.

—Nosotros mañana iremos a la Biblioteca —aseguró Juan— a terminar de fotografiar el Manuscrito, le podemos dejar una copia en su computadora.

Perfecto —manifestó don Miguel— así lo podré estudiar con detenimiento.

En unos minutos todos estaban preparados. Se puso la chaqueta de su terno azul marino y el sombrero de fieltro del mismo color, se despidió de su esposa y salieron a hacer las gestiones diarias.

 

 


 


 






Fascículo - 12º



A orillas del Virú 1450: Caravana comercial a la Sierra.

Narrador: Tarki ("Hombre muy respetado") 

Sobre la preparación de una caravana comercial a Cajamarca.


Para celebrar la semana del Killa hunta (Plenilunio) llegué a media tarde, junto con un grupo de padres, desde la Aldea del Mar. Durante esa semana todos vivíamos en Mayu Kitilli (Aldea del Río), cada uno con su familia. 

Atracamos en una ensenada del Virú, donde un grupo de vicuñas y llamas, traídas por unos jóvenes, se arremolinaban para beber, entre empujones y berridos, metiéndose en el río. Muchos niños jugaban nadando en las aguas cristalinas.

Como cada mes, mi hija pequeña me esperaba y corrió hacia mí, sorteando a los demás niños.

—Papá, Papá— gritaba con alborozo.

Y cuando agachándome le acerqué mi cara, ella me miró a los ojos y sin más, me preguntó.

—Papá, ¿me quieres?

—Si, cariño, te quiero mucho.

—Pero Papá, ¿me quieres más que a Kusi?

—Tú ya lo sabes, os quiero a todos por igual, si no sería un mal padre.

—Papá, papá, pero a mí me quieres más.

Entonces la subí a mis hombros, comenzó a simular miedo y a fingir llantos y gritos. Entré con ella en el río, me sumergí y se quedó nadando en la superficie. El juego consistía en dejarla en medio del río. Yo me zambullía y bajo el agua me alejaba, me detenía y esperaba su llegada, entonces me levantaba y quedaba otra vez sobre mis hombros. Luego salíamos del río simulando haberla salvado y dábamos gritos de alegría.

Después de un rato de juegos, me encaminé hacia mi casa con ella en mis hombros, saludando a unos y otros que me encontraba en el camino. Era mi hija más pequeña, recibiría su nombre este año, yo quería llamarla Cuculi, porque le gusta bailar a mi alrededor, como una paloma torcaz. Siempre estaba contenta y a mí, me llenaba de felicidad. 

Constantemente los cantos de las calandrias, ocultas entre los árboles de chirimoyas del camino, me recibían. Cada vez, volvía con más ilusión, luego de tantos días lejos de mi familia.

Al llegar a casa, me recibió mi esposa Naira ("Mujer de ojos grandes"), había salido a la puerta alertada por el alboroto de Cuculi.

Tras los saludos de costumbre, de su brazo, me encaminé, al taller donde, muy afanosa, encontramos —trabajando— a mi hija Kusi ("Mujer siempre con suerte").

—¿Kusi, que haces con tanto interés? ¿Te has olvidado que soy tu padre?

—No, papá —contestó, mientras se acercaba a abrazarme— nuestra Mama-coya, aquí presente, —miró a su madre— espera la vasija terminada para meterla en el horno. Me está inquietando.

—No seas quejica, Kusi —la recriminó Naira— llevas demasiado tiempo haciendo ese huaco, ya debería estar en el horno.

Aquella noche, en la intimidad de nuestra habitación, Naira me comentó:

—Tarki, estoy pensado si tú podrías dirigir una caravana para comerciar con los pueblos del interior. Las Madres han empezado a considerar si los hombres puede intervenir más en el desarrollo de la Aldea, y casi hemos decidido os ocupéis del comercio con los pueblos del nacimiento del Virú.

—Pero Naira —le contesté quejoso— nosotros nos dedicamos a la pesca y también nos encargamos de salar el pescado. En la semana del Killa hunta (plenilunio) cuando estamos en la Aldea, nos ocupamos de los trabajos encomendados por el Consejo. Recuerda como el mes pasado estuvimos mejorando los caminos y el mes anterior ampliamos varios almacenes para guardar el maíz y las papas. Y arreglamos la acequia cuando venimos a la Fiesta.

—Por supuesto, hacéis todo eso, pero podéis colaborar más, y además del viaje a la sierra, otros podrán navegar por el mar y comerciar por los puertos, del norte y del sur. Es una necesidad acuciante.

—La aventura por mar es más fácil de realizar —le sugerí, midiendo las palabras con cuidado— y podríamos llevar más cosas. Por tierra todo lo debemos cargar sobre los hombros, pues poco nos ayudará las llamas.

—El comercio con los pueblos de la sierra —afirmó Naira— nos sería más fructífero, ellos no tienen sal, fundamental para conservar los alimentos y, nosotros ya empezábamos a tener almacenada demasiada. Podríais usarla en el trueque, y así obtener sobre todo lana, la conseguida de nuestras pocas alpacas y vicuñas es muy escasa e insuficiente. 

—Hoy al llegar consideraba —hice como si opinara en voz alta— ya me cuesta mucho, vivir todo el mes lejos de vosotros. Con ese viaje estaría aún más tiempo sin poder veros, y lo peor, sin saber nada de ti, ni de los niños. A la Aldea del Mar, nos llegan constantes noticias vuestras, cuando estemos tan lejos, ni eso sabremos, no sé cómo soportaré tanta incertidumbre.

Tarki, pero lo normal será un solo viaje en toda la vida —matizó Naira— cada vez irán quienes quieran. Yo espero les resulte más interesante, pues debe ser aburrido estar siempre pescando. Podréis conocer gentes distintas y otras culturas, la verdad es que a mí me gustaría tener esa oportunidad. No descarto ir yo en el futuro en una caravana, es seguro que será muy emocionante.

Todavía no se había tensado demasiado la cuerda, y además me salía con la absurda idea de ir ella. Cada vez la veía más decidida, y a pesar de mis reticencias, podía afirmar que tenía razón, así que le dije.

—De acuerdo, Naira —claudique con desgana— como puedo preparar ese viaje.

—Espero que hables con algunos Padres y organicéis un grupo de 10 o 12 dispuestos a caminar y comerciar. Nosotras prepararemos lo que llevaréis y los jóvenes seleccionarán y entrenarán unas llamas para ayudaros con el transporte.

Al día siguiente empecé a cumplir el mandato de la Mama-coya, hablando con unos y otros del proyecto. A mi alrededor mi niña revoloteaba, pero la envié a preguntar, a su madre, no sé qué cosa, pues si no se quedaría todo el tiempo a mi lado. Como yo barruntaba, el proyecto no despertó ningún entusiasmo entre los padres. 

—Sabemos —manifesté a un grupo— como no hacía mucho tiempo, de uno de los pueblos de la sierra, llegaron unos comerciantes y nos intercambiaron lana de alpaca y vicuña por sal. También les interesó la carne del cañan y del cui, como el pescado. La Mama-coya nos quiere yendo a esos pueblos a intercambiar nuestros productos.

—Pero es un viaje muy azaroso —me replicaban unos y otros— y además muy complicado, debemos subir y bajar por los senderos de la sierra, cargando con las mercancías.

Cómo tampoco todas las Madres estaban convencidas del provecho de esa andanza, los rumores —a favor y en contra— eran abundantes. A la mañana siguiente, con mucho esfuerzo, únicamente tenía convencidos a dos de ellos.

—Solamente porque me lo pides, –me confesó Sayri, un hombre de mi edad, gran pescador y de fuerte carácter— y por no dejarte solo, aunque sabes mi opinión sobre esa aventura.

—Si, Sayri, lo sé —le repliqué— pero hemos de hacerlo, la Mama-coya está decidida, y aunque va a ser muy duro, la verdad: tiene razón, no podemos negarnos a progresar. Y tú, Kantuta, ¿Qué piensas hacer?

—Yo, nada.

—Pero, ¿Cómo que nada?

—Mira, Tarki, hagas lo que hagas, estás sentenciado, te pones en una situación comprometida. Si dices: no, te enfrentas directamente a la Mama-coya, pero, si dices: sí, te metes durante unos Plenilunios en un viaje trabajoso y hasta arriesgado. Por eso lo mejor es quedarse mirando cómo corre el agua del río Virú y, no darse por enterado. Nada de nada. Sin embargo, si quieres le regalo a la Mama-coya estas flores de Ceibo, le gustan mucho.

—Contigo es imposible dialogar. Serás uno de mis mejores amigos, pero eres un testarudo incorregible. Incapaz de ayudarme cuando te necesito —me alejé enojado.

Durante esos días, el proyecto fue la conversación constante en todos los corrillos. Las opiniones se decantaban a favor de la negativa. El día de la Fiesta le dije a mi esposa:

Naira, has de cambiar de opinión, únicamente he conseguido cuatro padres, y eso por no dejarme solo. Todos los demás se niegan a marchar hasta la sierra.

—Ya veremos —reaccionó con cara muy seria, casi encolerizada, como nunca la había visto antes— voy a convocar una reunión de todos los hombres. Allí me van a oír.

Por la tarde, cuando estábamos en el Templo, la Mama-coya acudió desde su casa, vestida con todos los atributos de su autoridad y la cara severa e impenetrable. Yo nunca la había sentido tan irritada, ¡me atemoricé!. Llegó a su Kala, se volvió hacia nosotros y extendió los brazos. Se hizo un tremendo silencio, transcurrieron los segundos, nadie hablaba ni susurraba y tal vez ni siquiera respiraba.

Paseando lentamente los ojos por todos nosotros, la Mama-coya dijo con voz fuerte y airada:

—Lo sé. No siempre voy a poder estar orgullosa de vosotros. Me habéis defraudado profundamente. Ahora no estoy satisfecha de mis hijos. Pero vais a tener la oportunidad de rectificar. Solo cuatro estáis dispuestos a acompañar a Tarki. Yo voy a elegir a dos jóvenes, diestros en el manejo de las llamas, y tres más para formar la caravana. Como sabéis el mandato de comerciar con los pueblos serranos, es una decisión firme, tomada en el Consejo de Madres, apoyado por mi autoridad. Y no permitiré a nadie desobedecerlo. Tarki —me ordenó, mirándome— acércate con quienes te acompañarán.

Salimos los cinco, y se unió Kantuta (“Hombre hábil en la caza”) en el último momento, tenía fama de no dejar a nadie en la estacada, y como tal cumplió. Entonces Naira fue escogiendo, entre los más fuertes. Todos bajaron la cabeza y obedeciendo a su voz, subieron poniéndose junto a nosotros.

Cuando estaba reunido el grupo nos dijo:

—Vosotros vais a ser los primeros en realizar esa caravana: Deseamos se convierta en una actividad encomendada a los hombres; esperamos sea muy fructífera. Será dificultoso, eso ya lo sabemos, pero se debe hacer todo lo necesario, no podemos conformarnos, hemos de buscar nuevas metas, únicamente así, Mayu Kitilli (Aldea del Río) crecerá. Cuando pase el tiempo todos veréis cómo esta decisión es la más razonable y útil.

Con la resolución ya tomada se celebró la Fiesta, menudearon los comentarios y la disidencia soterrada. A lo largo de la noche, la chicha fue desatando la lengua de algunos. Casi todos se quejaban de lo agotador de aquel viaje.

 En la conversación dábamos vueltas:

—¿Alguien tenía experiencia de una andadura a lo largo de tantos días?

—¿Dónde descansaríamos por la noche?,

—¿Cómo seríamos recibidos en cada pueblo del camino?, 

—¿Podríamos conseguir el fin propuesto, sin experiencia en los trueques ni en el comercio?. 

Sin embargo, nadie se atrevió a enfrentarse —claramente— a la decisión de Naira.

Al día siguiente pusimos en marcha los preparativos. Cada viajero se encargaría de cinco llamas. Con los jóvenes, fuimos a escogerlas en el corral, debían ser fuertes y dóciles, y enseñarlas a marchar juntas y cargadas. 

Formaron grupos de cinco, y las haríamos caminar: cargadas con un paquete de 20 Kilos cada una, eso era lo máximo que podían acarrear sin problemas. 

En terreno llano no habría mucho problema, las dificultades se presentarían cuando necesitáramos subir por los montes. Los dos jóvenes elegidos las conocían muy bien, le habían puesto nombre a todas y solían  acercarse estirando el cuello y escupiendo como hacían ellas, convirtiéndose en el jefe de la manada, solo en casos extremos se les jalaba de las orejas para someterlas. Las cuestas del Cerro Saraque servirían para entrenarlas, porque se trataría, sobre todo —de subir y bajar— montes y barrancos.

Durante años, algunos viajeros y comerciantes habían visitado nuestra Aldea, y nos informaron:

—Una vez alcanzado el nacimiento del río Virú es fácil encontrar al Camino Real, este comunica el Cuzco con Cajamarca.

  Entonces deberíamos seguir en dirección Norte, pues nuestra intención era comerciar en Cajamarca.

Aunque nos habían explicado cómo se hacía una caravana, nosotros no teníamos quien pudieran hacer de “cabeza”, pues nunca habíamos caravaneado a ningún sitio. Hasta ahora, las llamas, como las vicuñas y alguna alpaca, nos daban carne y lana, para acarrear los productos, contamos con el Virú para comunicar nuestras dos Aldeas.

También nos hablaron —con machaconería— del frío. Esa era una incógnita difícil de resolver, pues nuestros conocimientos se limitaban, a la vida en Mayu Kitilli (Aldea del Río) un lugar de clima privilegiado, como todos ellos siempre nos decían.

  En las peladas montañas necesitaríamos llevar ropa adecuada y abundante, nuestra habitual túnica nos sería insuficiente.

Marchamos a orillas del mar. Teníamos muchos asuntos para meditar hasta la próxima semana del Killa hunta (Plenilunio). 




 


 



Fascículo - 13º 



A orillas del Virú 1450: Caravana comercial a la Sierra.

Narrador: Tarki ("Hombre muy respetado") 

Donde se narran los acontecimientos sucedidos durante esa caravana comercial.


Y cuando fue la siguiente Fiesta del Killa hunta (plenilunio), volvimos de la Aldea del mar y, todo estaba preparado: las llamas entrenadas y los fardos con las mercancías, prestos para ser fuertemente amarrados en sus lomos.

Una mañana nos pusimos en marcha, todo el pueblo nos escoltó durante un tiempo. Después de atravesar el bosque de los Algarrobos, llegamos a Las Cascadas y allí decidieron despedirnos.

Naira me miró, una y otra vez, queriendo llenarme de coraje. Mi pequeña Cuculi solo lloraba, y nos fuimos alejando por la ribera del Virú, peñas arriba.

Nos organizamos: avanzamos caminando todas las horas de sol. De esta manera, cada mañana, antes del amanecer, comíamos y dábamos de yantar a las llamas, les atábamos los bultos y nada más clarear el cielo, iniciábamos la marcha. 

Los primeros días remontamos el cauce del Virú, siempre disponíamos de agua. Casi todo el tiempo el camino ascendía en una fuerte pendiente, yo sentí la tensión en las piernas, el corazón me palpitaba con fuerza y la respiración se me aceleraba. A mediodía, empezábamos a buscar el lugar más apropiado, para pasar la noche,  mientras seguíamos avanzando.

Unas veces pernoctamos en alguna cueva, otras en pequeños bosques cerca de la ribera del río.

El mejor momento del día era cuando parábamos; descargamos las llamas, les dábamos de comer, nos sentábamos en torno al fuego para almorzar y hablar. La temperatura, al esconderse el sol, casi siempre descendía muy rápidamente. Con frecuencia sacábamos las ocarinas y tambores y hacíamos música, pues la visión de la luna nos recordaba a nuestras familias. 

Las noches eran pacíficas, pero frías, nos acurrucábamos al calor de las llamas, cubiertos con mantas. Aunque alguna vez vimos, recortarse en la penumbra, la sombra sigilosa de algún puma: curioseaba y se alejaba al ver el fuego.

Con la amanecida todo volvía a la vida. Las llamas levantaban la cabeza y se incorporaban, mientras los pájaros reanudaban sus trinos, interrumpidos durante la noche. Nosotros nos preparábamos para una nueva jornada de camino, cada vez con más cansancio y con mayor sensación de gelidez: atontados.

Una noche comenzó una nevada, en poco tiempo se acumuló más de un palmo de nieve en la puerta de la cueva, sin duda se convertiría en mucha más, con el paso de las horas. No sentí ni un solo ruido a mi alrededor, fue un instante largo, pero el llanto de una llama, rompió aquel momento mágico.

Al amanecer siguió nevando, en medio del torbellino, ráfagas de viento agrupaban la nieve en grandes montones. Ese día no tuvimos fuerzas para continuar la marcha. Alimentamos a las llamas y después alargamos la conversación, mientras comíamos al calor de la hoguera, luego hicimos música. Al mediodía dejó de nevar y el viento se amansó. Por la tarde el sol descendió, tiñendo la nieve de un rosa deslumbrante. Varios cóndores sobrevolaron el barranco. Uno de ellos —de repente— plegó las alas y empezó a descender vertiginosamente, de vez en cuando las extendía para regular la velocidad y la dirección, desapareció de nuestra vista tras la ladera, por el mismo lugar se ocultaron los demás, uno detrás del otro.

En una ocasión recorrimos una distancia considerable, pero resultó ser una dirección equivocada, cuando nos dimos cuenta y volvimos sobre nuestros pasos casi se nos terminaba el día, Panti ("Hombre agradable") gritó con enfado.

—¿Cuántas veces he dicho que estábamos equivocados?

—Pues la verdad, yo no te he oído manifestar eso en ningún momento —me burlé con camaradería.

Hasta llegar a aquel acantilado, nadie lo sabía. Aquella vereda, era dificultosa, y terminaba haciéndose impracticable.

Después de muchos días de marcha, ascendiendo por una pendiente pronunciada, enfilamos un sendero, por fin, vimos a lo lejos el gran Camino. Antes de llegar al llamado Camino del Inca, al tomar una curva, nos enfrentamos con un grupo de vicuñas, una me miró a los ojos. No sé si logró enhebrar algún pensamiento, pero torció la cabeza y comenzó a trotar, y las demás la siguieron alejándose de nosotros. 

Aunque no podíamos estar seguros, intuíamos, sería el camino buscado, lo confirmamos cuando encontramos, antes del crepúsculo, un Tambo y allá nos informaron. Era un pequeño almacén rodeado de varias chozas y corrales, fuimos muy bien recibidos por el encargado. Kantuta (“Hombre hábil en la caza”) negoció:

—Nosotros necesitamos un lugar donde dormir y comida. Le podemos dar este saquito de sal y tal vez algún pescado salado.

—Eso os alcanza para descansar un par de días en el Tambo, y un sitio donde cobijar a las llamas, así como algo de alimento para vosotros y vuestros animales. 

Después de haber dormido tantos días a la intemperie, aquella noche fue un tanto especial y cómoda. Tras comer nos acostamos, casi al instante, nos dormimos por el mucho cansancio acumulado.

A la mañana siguiente, descansamos como nos había sugerido el Encargado: dormimos mucho más. Luego, la conversación acompañada con música: tambores y ocarinas. Los llevábamos porque son instrumentos pequeños y manejables. Al atardecer se presentó el encargado y nos comunicó:

—Si mañana seguís por el camino, llegaréis a Cajamarca. Pero los Chasquis me han informado que el Inca ya viene en dirección al Cuzco, pasarán por este Tambo. Hace dos días salió de Cajamarca.

—¿Y cuál es el problema? —replicó Kantuta— ¿Qué nos importa a nosotros el Inca?

El encargado lo miró y con tremendo asombro afirmó:

—Me parece, no sabes algo importante. Se ve, sois, de una aldea perdida. No habéis tenido ningún contacto con el Inca. Para nosotros es el hijo del Sol, no le podemos ni hablar ni mirar a la cara. Cuando os encontréis con su comitiva, lo mejor es esquivarla, si no queréis tener problemas, los soldados no suelen ser muy amistosos con los caminantes desconocidos. Sobre todo como en este caso, cuando vuelven de la guerra. La organizan cada año, para estar entrenados y también conquistar algún pueblo más, casi como parte del adiestramiento.

Con toda esa información abandonamos el Tambo y, cuando llevábamos dos días caminando, un amanecer el cielo se llenó de nubes. Divisamos a lo lejos la vanguardia de una comitiva, eran casi 500 personas, avanzaban lentamente.

—Debemos —pensé en voz alta— alejarnos con rapidez de su paso, son muchos y como nos han informado podemos encontrarnos en una situación peligrosa.

—Lo mejor será —intervino Panti— subirnos hasta aquel bosque, desde allí los contemplaremos pasar, ellos no nos verán.

La comitiva avanzó, y con presteza abandonamos el camino, ¿Para qué tentar a la suerte?

Estando guarecidos, ocultos entre las rocas y los árboles, empezamos a escuchar música. Contemplamos a los soldados fuertemente armados, gran cantidad de llamas transportando alimentos y los utensilios para instalar —en cualquier lugar— un Tambo para el Inca.

Los músicos y bailarines, rodeaban el palanquín del Inca, una plataforma de madera con un sillón adornado y cubierto con una sombrilla, sentado viajaba el Inca. 

Si tocaba con sus pies el suelo, ocasionaría tremendas desgracias. Detrás varias andas más pequeñas para algunas de sus esposas, eran sus acompañantes en ese viaje; cada palanquín lo llevaban ocho hombres robustos. Los del Inca avanzaban en silencio, no así los demás, formaban un grupo de unos cien porteadores, turnándose, llevando una u otra anda de las esposas o acarreando enseres y armas.

No fue repentino, pero empezó a llover, al principio una suave llovizna, obligando a la comitiva a detenerse y vimos cómo —en el mismo camino— comenzaban a instalar el Tambo del Inca. Empezaron por extender unas placas de oro, estas formarían el suelo, encima de él, colocaron numerosas pieles de alpaca y lienzos de algodón. Todo lo cubrieron con una estructura de maderas, sobre ella pusieron telas enceradas para protegerlo de la lluvia; fue muy rápida la operación, se notaba su habilidad: lo habían hecho en innumerables ocasiones. El Inca y sus esposas se refugiaron en el Tambo, mientras todos los demás buscaron donde situarse para protegerse, pues la lluvia arreciaba.

La previsión se cumplió, empezó a diluviar con tanta intensidad, hasta dejar de distinguir, con claridad, a la comitiva, pues desapareció tras una espesa cortina de lluvia.

—Aquí no podemos quedarnos —casi grité, en medio de la tormenta— los árboles no nos ofrecen suficiente cobijo para tanta lluvia.

Avanzamos bajo el aguacero buscando donde refugiarnos, lo más lejos posible de la compañía de los incaicos. No fue menester esforzarnos mucho, encontramos una pequeña cueva, pudimos encender una hoguera, sin miedo a ser descubiertos y secamos la ropa.

Al amanecer, aunque tiritando por el aire cargado de humedad, nos pusimos en marcha, el suelo embarrado entorpecía nuestros pasos, pero por fortuna había dejado de diluviar. Volvimos al camino y nos alejamos del Inca en dirección a nuestro destino: Cajamarca.

En las afueras de Cajamarca, encontramos un campamento de choza, donde se cobijaban los comerciantes y caminantes. Nosotros, como los demás: debíamos dar algo a cambio. Como ya era nuestra costumbre, Kantuta (“Hombre hábil en la caza”) ofreció tres saquitos de sal. Por ello conseguimos un almacén donde descargar las mercaderías y un corral para resguardar y alimentar a nuestras llamas.

A la mañana siguiente, Sayri ("Hombre que ofrece apoyo") se quedó al cuidado de las llamas. Los demás nos dirigimos al mercado de la aldea, cada uno llevábamos un fardo con nuestras mercancías. Al llegar nos dividimos en grupos. Cientos de personas se arremolinaban alrededor de múltiples puestos de ventas. Las vendedoras daban colorido con sus vestidos multicolores. El ambiente de aquel mercado estaba saturado de gritos y conversaciones. También de los aromas y en algunos casos la pestilencia, de tantos productos extendidos sobre pequeñas alfombras de colores.

Me acerqué, con Kantuta, a una de las vendedoras, tenía varios atados de lana de alpaca.

—Señora, escuche, nos gusta su lana, nosotros le podemos ofrecer sal.

—Pues a mí no me interesa su sal —contestó con amabilidad— ¿No tienen otras cosas?

—Sí, tenemos pescado, carne de cuy y cañanes secos.

—Lo siento. Nada de eso me interesa, es más ni siquiera sé, qué son los cañanes, esos —contestó la mujer.

—En nuestra Aldea los cañanes son unos animalitos comestibles. ¿Qué le interesa comprar? —preguntó Kantuta.

—Yo quiero sobre todo papas y maíz —nos informó la mujer— Y también me interesan las verduras.

Por suerte, me acompañaba Kantuta, pues me quedé bastante desolado por esas palabras. Me embargó un sentimiento de frustración; no podía ni pensar, todo el viaje habíamos considerado nuestra sal, como un bien muy deseado por cualquiera en la sierra. Y me encontré con alguien a quien no le interesa. ¿Qué podíamos hacer? Pero Kantuta me explicó:

—Tarki. Podemos conseguir las papas y el maíz de otra vendedora, a cambio de nuestras mercancías, luego se lo traeremos a ella, para cambiarlo por lana. Nos habla de hacer trueque, será más fatigoso pero no imposible.

Nos apartamos de allí y seguimos adelante buscando alguna vendedora con esos productos y hacer el trueque.

Mientras preguntamos a una y otra comerciante, un anciano nos dio alcance y se nos acercó diciendo:

—Si solamente necesitáis lana de vicuña y de alpaca, lo mejore será vayáis  a Pulltumarka. Es un pueblo cercano, apenas a 7 km de acá, siguiendo el camino de la sierra, después de la Fuente. En el último mes, han estado el Inca y sus soldados. Han cazado para comer, según su costumbre, han dejado las pieles de las vicuñas y alpacas al pueblo, por eso tendrán ahora mucha lana.

—Y ¿esperas, estén interesados? —le repliqué, todavía desalentado— solo tenemos sal.

—Tal vez, sí. Os he oído hablar: tenéis gran cantidad de sal, y abundante pescado seco.

Kantuta y yo nos miramos, le dimos las gracias y en premio un pescado salado. Con esa información, seguimos paseando por el mercado; vimos como se complicaron las cosas. De todas formas conseguimos algo de maíz y, fuimos a la señora para cambiarlo por lana.

Al atardecer, en el campamento de los comerciantes, volvimos a reunirnos. Entre todos —escasamente— teníamos unos cuantos kilos de lana y nos habíamos dado cuenta de la dificultad de la encomienda.

Kantuta contó:

—Según nos ha informado un anciano del mercado, cerca de aquí hay un pueblo donde tienen mucha lana y seguramente les interesan nuestras mercancías.

 

 

 


 

Fascículo - 14º


 


A orillas del Virú 1450: Caravana comercial los Baños.

Narrador: Tarki ("Hombre muy respetado") 

Camino a los Baños del Inca.

En la reunión, después de comer, todos estuvieron de acuerdo: Kantuta (“Hombre hábil en la caza”) y yo iríamos a Pulltumarka, para investigar las posibilidades del trueque en ese pueblo. 

Después de un sueño corto y desapacible, nos pusimos en marcha, con la Luna todavía en el cielo. Era una amanecida clara, lenta y fría, con suficiente luz para avanzar, por aquel camino andadero. Yo no levanté, la vista al cielo, en casi todo el trayecto, ensimismado en mis pensamientos. La encomienda se nos estaba complicando, pero no podíamos permitirnos ninguna vacilación, y menos dudar, del éxito de nuestra empresa.

—Espero —afirmó Kantuta— sea más factible nuestra misión en este pueblo.

Pero lo más inesperado, estaba a punto de suceder.

El sol despuntó en el horizonte. Llegamos a unas charcas humeantes, sus aguas brotaban de algunos manantiales, levantando columnas de vapor. Luego se remansaban en pozas diseminadas, en un terreno casi horizontal, rodeadas de mucha vegetación. Un extraordinario macizo de hortensias cubrían una extensa zona, alrededor de las charcas. 

Pájaros —de plumajes multicolores— alertados por el ruido de nuestros pasos, levantaban el vuelo, desde algunos arbustos, de hojas brillantes por el rocío matutino.

Aunque el olor era bastante desagradable, junto a una de las charcas, nos sentamos a comer. De pronto se nos acercó un joven gritando:

—¡Fuera! ¿Cómo habéis entrado hasta acá?.

Con dignidad, nos levantamos, sin mostrar ningún signo de nerviosismo.

—Este es un paraje prohibido —siguió gritándonos.

Nosotros tratábamos de tranquilizarlo, con gestos y palabras.

—Perdona, no sabíamos nada de eso.

—Es peligroso bañarse en estas charcas —su enfado iba cediendo— El agua está ardiente.

—Tranquilo —dijo Kantuta— nosotros no tenemos intención de bañarnos, ya la notamos muy caliente. El agua hierve como en una cazuela. Solo estamos comiendo. ¡Sí, aquí está prohibido comer, nos iremos a otro sitio!

Se estaba aplacando, pues aunque seguía conminándonos a abandonar el lugar, empezaba a entender: Nosotros no habíamos entrado con aviesa intención, sino únicamente por ignorancia.

—Yo me llamo Tarki —le expliqué— y mi compañero Kantuta, hemos venido de muy lejos con el propósito de comerciar con lana.

—Pues estáis confundidos. No esperéis comprar y vender algo en este sitio. Estos son unos baños, y aquí la gente, viene a sanarse, con las aguas medicinales, no tiene otras intenciones.

—En Cajamarca, un anciano nos ha enviado hasta acá, para conseguir lana de alpaca y vicuña —entonces le pregunté, mirándole— Tú. ¿Cómo te llamas?

—Yo soy Panti ("Hombre agradable"), soy el ayudante del gran Sanador de la Ciénaga, y os lo aseguró: ¡Ese anciano desvariaba!. Os ha engañado. Aquí no hay nada para comerciar, ni gente dedicada a eso.

—Escucha Panti, aquel anciano, lo aseguró convencido —Y ante su gesto contrariado, seguí diciéndole— Nos habló de la estancia, durante un tiempo, del Inca y sus soldados cazando por acá. Y se comen la carne de los animales, pero las pieles, con la lana, la desperdician.

—No os informaron de cómo los arrojamos a la Cueva de los Animales, donde terminan pudriéndose.

—Ves, de eso se trata —le explicó Kantuta— a nosotros nos interesan esas pieles, especialmente la lana, aunque también nos podría agradar el cuero, si está trabajado.

Poco a poco el tono fue cambiando, empezamos a encontrar puntos de diálogo.

¿Cuánto podría facilitar las cosas, el joven Panti, si lo teníamos de nuestra parte?. Bastante alto, de nariz fina, mirada inteligente y labios carnosos. Luego lo descubrimos como un hombre de talante alegre y bienhumorado. Con frecuencia lo observamos jugando, rodeado de niños, muy dado a las bromas.

Con solo mirar a Kantuta, lo intuí, también él lo pensaba, estábamos ante el enlace más oportuno. El joven tenía encanto, aunque para nuestro gusto, le quedaba un tanto grotesco el sombrero, rojo escarlata, con él se engalanaba. Resultaba muy llamativo y cumplía con la misión de conferir autoridad y por supuesto, lo distinguía desde lejos: para eso lo llevaba.

Sentados en aquella mullida alfombra vegetal, proseguimos comiendo. Panti nos habló de su familia, especialmente de su hermana mayor, Illika. Él la considera muy especial por su extremada capacidad negociadora. La había observado realizando trueques inverosímiles y negocios casi imposibles.

—Cuando terminéis de comer os presentaré a mi hermana, con ella podéis hablar —nos informó, metiéndonos prisas— Yo no tengo mucho tiempo, pronto llegarán los bañistas y estaré ocupado toda la mañana.

Con premura terminamos la comida.

Los tres caminamos entre las charcas, camino de un pequeño collado, donde se agrupan algunas chozas, el sol ya había salido y empezaba a calentar. El poblado se despertaba, preparando la primera comida del día. 

Subimos, a buen paso, la pequeña loma rodeada de vegetación y de pájaros alborotadores. Nos cruzamos con algunas personas: sentimos sus miradas de curiosidad. A todos, Panti los saludaba tranquilizándolos. Al llegar al grupo de las chozas de su familia, nos pidió:

—Esperad aquí, yo entraré a buscar a mis padres. 

Fue solo un momento, pues con prisa, volvió a salir con su madre.

—Estos son Tarki y Kantuta —dijo Panti, presentándonos— Te piden permiso para hablar con mi hermana Illika.

Aquella señora nos miró con interés y nos señaló, invitándonos a ir, la choza de su hija, que estaba al lado, en el núcleo de cabañas familiares.

Panti entró en casa de su hermana y al poco salió con ella: una joven sonriente con un niño en brazos, me sorprendió el brillo inteligente de sus ojos, y sus ademanes pausados y señoriales. Illika nos embrujó y cuando nos habló, su mirada nos envolvió. Yo miré a Kantuta, él rompió en parte el hechizo, afirmando:

Panti nos ha dicho que platicáramos contigo, pues te puede interesar nuestro negocio.

Nos invitó a sentarnos en la puerta de su choza, a la sombra de un árbol. Allí le fuimos exponiendo la situación y nuestras pretensiones; y la conversación se dilató, respondiendo a sus preguntas. Algunas las llevábamos pensadas y otras surgieron en la charla, las exponíamos con pasión. De pronto ella nos dijo con ímpetu:

—¡Pues será necesario intentarlo!. Aunque hemos de establecer las condiciones de los trueques.

—Nosotros hemos hablado con tu hermano —afirmé, tratando de aclararlo todo desde el principio— de la posibilidad de llevar a cabo algo más constante. Tenemos gran abundancia de sal, y podemos enseñaros cómo salar pescado y carne, en trueque nos daréis lana y pieles.

—Las posibilidades son muy atractivas —reflexionó en alto Illika— pero ¿os comprometéis a seguir trayendo la sal y a enseñarnos cómo emplearla?.

—Eso ya lo tenemos decidido —aseguré con aplomo— yo soy el representante de la Mama-coya para ejercer su autoridad en este viaje, y puedo comprometer nuestra cooperación. Ahora mismo, en Cajamarca, tenemos la sal y otras cosas para el trueque.

—De acuerdo —afirmó Illika, mirándonos a los ojos y sellando con este acto nuestras voluntades— Empezamos a trabajar. En nuestro pueblo es costumbre cerrar los grandes acuerdos con chicha. ¡Esperadme!

Se alzó con presteza, dejando al niño jugando en el prado, rodeado por fantásticas flores azuladas. Entró en la choza y sacó un cántaro de chicha, de donde todos bebimos con solemnidad. Muchas cosas quedaban por concretar, pero teníamos ya el fundamento para construir una relación fructífera.

El sol empezó a calentar —tímidamente— aquel paisaje de multitud de charcas, algunas bastante grandes, aunque la mayoría, eran pequeñas extensiones de unos cuantos metros, donde burbujeaba el agua. Luego rebosa por canales a otras charcas. Con estos trasvases, se va enfriando. Nuestro amigo Panti se encargaba de controlar, prohibiendo o autorizando el baño, si la temperatura era o no la adecuada, para zambullirse buscando la salud.

Buscamos entre las charcas a Panti, iba evaluando —con sus instrumentos— las temperaturas, rodeado de un grupo de bañistas, todos esperaban, con paciencia, a quien él autorizará el baño a cada cual, según sus achaques. Con pocas palabras nos despedimos hasta la tarde, cuando pensábamos volver con todo nuestro grupo. Con rapidez nos pusimos en marcha.

La marcha fue muy distinta a la noche anterior, ahora ya teníamos un propósito. Las palabras nos comprometían, aunque todavía no había nada plenamente decidido. Era Illika quien debía conseguir la lana, y para ello debería mover a mucha gente. Si lo lograba pondríamos el negocio ¿y si no?, pero más valía confiar. Nos había dado la impresión de ser muy capaz de poner en marcha todo lo necesario.

Llegamos a Cajamarca. En el campamento, Sayri cuidaba las mercancías y las llamas, cuando le explicamos nuestras gestiones, marchó al pueblo para traer a los demás

Kantuta y yo nos dedicamos a acomodar el cargamento sobre las llamas. Al llegar los demás, nos pusimos en marcha, por el camino les explicamos las nuevas posibilidades.

A media tarde nos reunimos nuevamente con Illika

—Venid —nos dijo al vernos— en el poblado, tenemos varias chozas medio derruida y deshabitada, en ella os podéis aposentar, con un poco de limpieza y arreglo. 

Aunque el lugar estaba en mal estado, no nos costó mucho ponerlo con las mínimas condiciones, después de tantos días a la intemperie, casi cualquier cosa era una maravilla. Al lado hicimos fácilmente un corral para las llamas.

Aquella noche, entre conversaciones, nos fuimos durmiendo. Al amanecer llegó Illika, con ella venían otras cuatro mujeres.

—En nuestro poblado —nos comunicó— todos los hombres se dedican a conservar los baños. Hemos decidido ser las mujeres las encargadas de vuestro negocio, por ahora, únicamente somos nosotras.

No me extrañó esa reacción, en nuestra Aldea son las mujeres quienes organizan, ¡pero eran muy pocas!. Nadie más parecía querer colaborar, solo aquellas cinco mujeres, yo había pensado en mucha más gente. La primera tarea sería seleccionar las pieles, para quitarles la lana. Luego las mujeres aprenderían el modo de salar los peces y la carne.

Illika nos llevó a dos o tres kilómetros del poblado, a la Cueva de los Animales, una caverna profunda, allá se arrojaban los animales muertos y dejaban abandonadas las pieles. 

Al llegar, nos abofeteó un olor nauseabundo, insoportable, de tantos animales en descomposición. Mi primera reacción fue alejarme, sin embargo, encendieron una gran hoguera en la puerta, el humo hizo más soportable el mal olor. 

Mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la penumbra, a la luz del fuego empezamos a vislumbrar, los montones de cuerpos de llamas, alpacas y vicuñas. El frío había conservado en buen estado a los más recientes, esos a nosotros nos podían ser más útiles. Cuando empezamos a extraer animales muertos de aquella oscuridad. Del fondo de la cueva salieron multitud de murciélagos.

Con cuchillos de bronce conseguimos quitar la lana de las pieles. Encontramos pieles de más de cien vicuñas, pero también las había de alpacas, llamas y guanacos.

Cuando volvimos al poblado, después de un día de trabajo, en la Cueva de los Animales, nos encontramos con los murmullos de quienes no habían querido ayudarnos. Ya parecía todo encarrilado. Y surgió lo inesperado. No sé si debíamos haberlo previsto, la esposa del Gran Sanador, empezó a crear problemas.

—No está bien dedicaros a ese trabajo —murmuraba la esposa del Gran Sanador— desatendiendo la obligación de cuidar a vuestra familia. ¿Qué pasará si abandonáis  a vuestros hijos?

Los comentarios airados fueron creciendo cada vez con más virulencia, y llegué a considerar si no tendríamos un conflicto casi insuperable. Illika fue a casa del Gran Sanador dispuesta a defender su postura. Ella entendía, como su principal trabajo, era cuidar a su familia, pero podía dedicar algún tiempo —cada día— a esa otra ocupación.

El Gran Sanador Yaku (“Cuidador del Agua”) le pidió que le explicara cuál era su propósito:

—Todo el poblado —comenzó Illika con vehemencia— vivimos de los regalos ofrecidos por los visitantes a los baños. En algunas temporadas vienen pocos enfermos, entonces nuestros hijos pasan necesidades. No podemos depender exclusivamente de ese trabajo, y más cuando nos ha surgido la posibilidad de comerciar con lana y sal. Nuestra lana nos la cambian por sal, con ella podremos secar carne y pescado, para comer cuando sea necesario o venderlos en Cajamarca.

— Pero ¿eso exigirá mucho tiempo de trabajo?

—No, cada mujer podrá dedicarse cuando considere oportuno y pueda. No todos los días será necesario. Al final de cada mes, según el tiempo dedicado, recibirá un beneficio de carne y pescado para comerciar con ellos o usarlos en su cocina.

—Bueno —sentenció Yaku, el Gran Sanador, mirando de soslayo a su esposa— Con esas condiciones no veo la dificultad. Podéis empezar: dentro de un año veremos cómo se ha desarrollado la operación.

Cuando Illika nos comunicó la decisión, todas las dificultades se allanaron, y así nuestro negocio tenía futuro. Además, me dijo:

Mi esposo deseaba hablar contigo, te invito a mi choza para comer. 

Por mí no había ningún inconveniente, y me presenté aquel atardecer en casa de Illika. Me recibió junto con Usuy ("Hombre que trae abundancia"), su esposo. Me habían preparado una comida un tanto especial.


  —Por favor, Illika —pregunté, al recibirla—¿En qué consiste esa comida?

—Esto es el Chairo. Se elabora con Chuño y Charqui. (Chuño: las papas se congelan por las noches, y se deshidratan al sol durante el día, luego se guardan para usarlas a lo largo del año. Charqui: carne deshidratada de llama o alpaca). Se añaden: arvejas (guisantes), zanahoria, habas, plantas olorosas (hierbabuena, orégano, perejil, comino) y sal. Ya sabes, si te encuentras en los Baños y sientes frío, un Chairo caliente puede ayudarte a entrar en calor.

Illika me ha hablado mucho de vosotros —dijo Usuy— ¿De dónde sois?

—De una aldea a orillas del río Virú, muy cercana del mar.

—¿Está cerca del río Moche?

—Sí, es un río más al sur del Moche, apenas dos días de camino ¿Tú has estado por allá?

—No, pero había oído hablar de esos ríos, cuando estaba en el Cusco. Pero llevo ya varios años en los Baños, y llegáis vosotros proponiendo ese negocio únicamente para mujeres.

—No pretendemos —le respondí, un tanto confuso— un trabajo únicamente para mujeres. En Mayu Kitilli (Aldea del Río) son ellas quienes ejercen la autoridad. Por eso nos hemos dirigido a ellas.

—Ah, bueno —replicó Usuy— ya me parecía a mi extraño, nosotros también poseemos capacidad para contribuir, todos tenemos faena en los baños, es verdad, solo podríamos dedicarle muy poco tiempo.

—Eso nos dijo Panti, por eso nos dirigimos en primer lugar a tu esposa.

—Yo también estoy de acuerdo —afirmó, mirando con cariño a su esposa— Illika es conocida por su gran capacidad para los trueques. Es intachable aunque muy trajinante. Todos admiran su sagacidad, especialmente cuando viene la comitiva del Inca. Entonces tiene muchas oportunidades para comerciar, con tanta gente: porteadores, soldados, recaderos y otros acompañantes.

—Viniendo hacia acá —le comenté— nos cruzamos con la caravana del Inca. ¿Cómo fue la visita en esta ocasión?

—Pues, como siempre —contestó— Un gran alboroto. Ahora, vinieron con el Inca, dos de mis antiguos compañeros, uno era Consejero y el otro Oficial del Ejército. Volvían de guerrear, según costumbre, organizan cada año una acción militar. En ningún momento, me pasó por la cabeza, envidiar nada de esos amigos, menos cuando los veía comportarse tan servilmente delante del Inca. Yo aquí soy mucho más libre, sin tantas preocupaciones ni ceremonias.

—Pero ellos viven muy bien —le dije— tienen de todo y en abundancia.

—Pues a pesar de eso, ya te he declarado: yo no envidio su situación. Están llenos de comodidades, no obstante, han de comportarse casi como esclavos del Inca. Siempre pendientes de agradarlo, de no enfadarlo, y eso a mí no me gusta.

El sol se había ocultado, la hoguera nos calentaba. Platicamos también de mi Aldea, de mi esposa Naira y de mis hijos. Otras muchas cosas podría contar, pues fue muy larga y amena la conversación, se fue terminando cuando ya el cielo estaba lleno de estrellas. Yo me fui a nuestra cabaña. Con estos pensamientos rondando mi cabeza, en algún momento me dormí.

Antes de marcharnos hacia nuestra Aldea, hable con Sayri

—Alguien ha de quedarse en estos Baños, para encargarse de enseñar la técnica, de secado con sal, y de eso tú eres quien mejor lo puede enseñar, también debe ir adquiriendo lana, mientras nosotros volvemos a nuestra Aldea.

—Bueno, yo me quedo —aceptó Sayri, poniendo condiciones— pero cómo con la próxima caravana no vengan mi mujer y mis hijos, yo no me quedaré acá, ni un día más, me volveré.

Estuve de acuerdo, pues esa condición me pareció lógica. Y cómo teníamos lana suficiente, había llegado el momento de regresar, nos pusimos en marcha hacia nuestra Aldea.

Habían pasado siete Plenilunios cuando —por fin— llegamos a las Cascadas y todos aceleramos el paso para abrazar a nuestras familias.

Durante muchos días los pusimos al corriente de nuestras aventuras. Afirmamos convencidos:

—La Mama-coya tenía razón.

Se sucedieron las caravanas a Cajamarca. Debo decir que la esposa de Sayri marchó al encuentro de su esposo. Durante bastantes años, fueron los eficaces organizadores de aquellas misiones comerciales.

 


 

 


Fascículo - 15º 

 

 

 

A orillas del Virú, 1461. Incursión en Chan-Chan.

Narradora: Asiri ("Mujer sonriente")

De la visita de espionaje en la ciudad de Chan-Chan ante los rumores de posibles hostilidades.


Muy de mañana por la Aldea se difundió la noticia:

—Esta noche habrá reunión de Consejo con la Mama-coya.

Y también:

  —El asunto a tratar serán las informaciones llegadas de la ciudad de Chan-Chan.

Durante el día se sucedieron los corrillos de madres.

Al anochecer todas nos reunimos, junto a la Kala del Templo. Nos acomodamos y después de quemar ofrendas en la hoguera, en honor de la Pachamama, tomó la palabra la Mama-coya Naira:

—Aunque ya lo sabéis, me parece interesante escuchar a Asiri para ponernos al corriente, de lo conocido sobre Chan-Chan.

Me levanté y tomé la palabra, rasgando el silencio:

—Durante días han vivido en mi casa unos comerciantes de pueblos del sur. Volvían a su aldea después de estar negociando un Plenilunio, en Chan-Chan. Allá tuvieron oportunidad de conocer el ambiente de esa ciudad. Entre los lugareños, hay un creciente rechazo a todos los extranjeros. Los soldados actúan con extremada crueldad, se suceden los sacrificios humanos y se ven próximas las acciones guerreras, contra los pueblos cercanos, ya parece inminente la muerte del Señor. No son rumores terroríficos, de gente pusilánime, sino realidades.

Una madre mayor me interrumpió:

—Eso ha sido siempre así. Ese pueblo es una amenaza constante para nosotros, lo tenemos bastante cerca y son belicosos.

—Si, por supuesto, —le aclaré, con paciencia— sin embargo, ahora las noticias son inquietantes, pues durante años se han dedicado a controlar y someter a los pueblos del Valle del Moche. Ya toda esa zona está dominada, y el rumor más insistente es: necesitan extenderse a otros valles. Y aquí está nuestro peligro. Es hora de enfrentarnos a la realidad.

Las reuniones a veces se acaloran. En esta ocasión se alargó varias horas; la Mama-coya detuvo la discusión diciendo:

—Estamos hablando de rumores, por supuesto terroríficos, no podemos acordar nada sin tener información más fiable. Por eso mandaremos a Asiri y su esposo con la misión de ponernos al corriente de la situación —y dirigiéndose a mí— Asiri, ¿Estás de acuerdo en marchar hasta Chan-Chan?

En mi mente se agolparon muchos pensamientos: por supuesto, me costaría separarme de mis hijos, apenas tiene meses, la más pequeña. También mi marido, Kachi (“Agudo, inteligente”) no tendrá inconvenientes en acompañarme, pero…

En ese momento no solo la Mama-coya me miraba, todo el Consejo espera mi respuesta:

—De acuerdo, iremos —contesté— espero conseguir esa información tan necesaria.

Una madre levantó la voz para decir:

— A mí también me gustaría ir a esa ciudad.

—De acuerdo, Sanka —aceptó la Mama-coya— tú y tu marido les podéis acompañar, así seréis más fuertes si hay problemas.

El Consejo se disolvió entre conversaciones y preocupaciones. Me acerqué a Sanka (“Siempre tiene la palabra adecuada”), con quien tengo gran amistad, se la conoce como una mujer animosa y atrevida, casi de mi edad, con la piel tostada, por pasar todo el día bajo el sol, el cabello azabache y ondulado. Le manifesté:

—Nosotras podemos formar equipo, pero va a ser más difícil para Kachi y Chuwi, compenetrarse, en este viaje será muy importante formar un grupo unido.

—No te preocupes Asiri —me contestó— Estoy segura, mi marido, Chuwi, será de mucha ayuda, todos sabemos su gran facilidad para congeniar con la gente.

Al día siguiente los jóvenes llevaron la noticia a nuestros esposos, rápidamente se unieron a nosotras para emprender los preparativos.

Chuwi (“Simpático, agradable”) un hombre de treinta años, de baja estatura, no obstante musculoso, con los ojos oscuros y el pelo azabache y liso, enmascarado en una gruesa trenza. Tenía fama de arriesgado, sobre las balsas de totora, en sus labores de pesca, y de amable y acogedor cuando se pasea por la Aldea, cumpliendo sus trabajos en la semana del Killa hunta (plenilunio). ¿Cómo reaccionará en tierra extraña? Durante ese tiempo no tendrá posibilidad de navegar y todos sabemos su gran afición a surcar el mar en su caballito de totora. Mi marido, casi de su misma edad, por supuesto, nos será de mucha utilidad, yo confío plenamente en él. En numerosas circunstancias, ha manifestado valor, a veces un tanto imprudente.

Como cada tarde, nos reunimos en el río, para los niños es su mejor juguete, nadan y se zambullen, hacen rebotar las piedras saltarinas, llevan a cabo carreras de balsitas y hasta de flores, no todas flotan igual o se deslizan con la misma facilidad. 

Después llegan los jóvenes, y con ellos juegos más violentos y agresivos. Todos nos bañamos solo con un taparrabos, dejamos colgadas de los árboles nuestros vestidos.

 Tanto hombres como mujeres, llevamos una túnica de algodón, la cushma, hasta las rodillas con diseños geométricos con hilos de distintos colores: violeta, azul, amarillo, entre otros. Con mangas en invierno, atada a la cintura por una cinta.

¿Cuántas veces cruzamos nuestro río nadando?

¿O nos hemos sumergido, para reaparecer unos metros más arriba o abajo, según fuera el reto?

¿Y cuándo se trataba de zambullirse, para subir hasta la superficie, la piedra más grande?

Veía a mis hijos bañándose, los encomendaría a mi madre. ¿Por cuánto tiempo? De estas cosas conversaba con Sanka, que también dejará a sus cuatro hijos en la Aldea.

Después de unos días con mucha actividad, estábamos preparados para nuestra incursión. Llevaríamos cuatro llamas de carga, y alimento suficiente para varias semanas. Al amanecer de un día caluroso, con el cielo tan azul que solo puede presagiar cosas buenas, nos pusimos en marcha, pero nosotros, en realidad, estábamos preocupados y meditabundos.

Nos encaminamos por la ruta de la sierra, aunque sería más dura, era claramente la más corta. El sendero a veces desaparecía por derrumbes de piedras y tierra, pero con tesón, superamos todos los obstáculos: seguíamos adelante.

Dos días después, a media tarde, desde la cima de un monte, oteamos el valle del río Moche. En aquella gran llanura el río se dividía, en múltiples brazos, regando las tierras del valle. Todo estaba verde, tan verde como el verdor del paraíso, con multitud de pájaros, el sonido de las ranas y el zumbido de los insectos.

Una ciudad inmensa se extendía junto al río, muy cerca del mar. Desde donde estábamos, las casas relucían doradas por los últimos rayos del sol, y las murallas de la ciudad se llenaban de sombras, destacando su grandeza. Se apreciaban varias ciudadelas amuralladas —independientes— formando la gran ciudad. A algunas se las veía medio deshabitadas, mientras en otras la actividad era incesante. Una neblina gris comenzó a borrar el paisaje y a la gran ciudad de Chan-Chan.

Apresuramos el paso para bajar hasta el valle, llegamos a uno de los brazos del río, cuando ya oscurecía. Entre los árboles encontramos un pequeño prado, lleno de hierba y flores, donde instalamos nuestro campamento.

—Yo me encargo de la hoguera —comunicó Chuwi— voy a recoger leña.

—Pues yo —se ofreció Kachi— acomodaré a las llamas.

Nos estábamos uniendo en el reparto del trabajo, eso era el mejor comienzo, aseguraba el buen fin de nuestra misión.

Cuando ya el fuego iluminaba, nos sentamos alrededor para comer, teníamos carne de cuy seca y también papas y frutas. En medio de la conversación, Sanka (“Siempre tiene la palabra adecuada”) se interesó:

Asiri, a veces me pregunto cómo hacéis para conseguir, tantos colores y tan brillantes, en nuestras túnicas.

—Pues antiguamente me han dicho —contesté mientras repartía la comida— se teñían las telas cuando estaban ya tejidas, pero ahora teñimos los hilos de algodón, y lana de alpaca y vicuña. Cada hilo de un color. Al tejer se van eligiendo los colores, así quedan formando las figuras en la tela, como se desean.

—¿De dónde obtenéis cada uno de los colores?— Preguntó Chuwi.

—Se consiguen de plantas —quise explicarles— el tinte amarillo de las hojas del almendro. El negro de la corteza del granado. El rojo de las raíces de una planta llamada rubia, y el azul de la flor del añil. Raíces, hojas, flores y hasta de piedras machacadas, a veces, debemos teñir el mismo hilo con dos colores, para conseguir otro. Son asombrosos los tonos de verde logrados con hilos amarillos, al teñirlos en color azul.

—Ya lo pensaba, parece bastante difícil.

—Bueno, no tanto, si se saben las combinaciones necesarias. Algunas Madres, experimentadas, consiguen auténticas maravillas.

En la hoguera, un potente chasquido lanzó diminutas brasas iluminando un instante el campamento, nos sobresaltamos, pero seguimos con la reunión. Al tiempo se fue apagando la conversación como la hoguera, y terminamos dormidos.

A la mañana siguiente, me desperté sobresaltada por un formidable estruendo, el alboroto de un grupo de llamas llegando corriendo hasta el río, no nos habíamos dado cuenta, pero nuestro campamento estaba asentado casi en su camino habitual. Formaban un grupo numeroso de animales salvajes, entre bufidos y empellones, se acercaron al agua. Nuestras llamas se encabritaron, Kachi corrió hasta ellas reteniéndolas. Cuando los intrusos nos descubrieron, con el mismo estrépito, empezaron a alejarse, camino del monte.

El cielo se fue aclarando, nos acercamos al río para asearnos, antes de comer y proseguir nuestra marcha a la ciudad. Recorriendo la ribera encontramos puentes, más o menos precarios, aunque suficientes para seguir avanzando. Tras varias horas caminando entre riachuelos, superando carrizales y bordeando pequeñas parcelas cultivadas de maíz y algodón, llegamos a los arrabales de la ciudad, eran pobres chozas en las afueras de las ciudades amuralladas.

La ciudad bullía. Olores nuevos para mí se esparcían por doquier. Sumidos en medio de aquella algarabía, nos dirigimos al mercado. Empezamos a sentir la animadversión de la gente y algún insulto: 

—¡Marchaos!, ¡fuera de nuestra ciudad! —con malas caras y peores gestos, intentando acobardarnos— Nadie necesita de vuestra presencia.

—Así no podemos seguir —dijo Sanka, señalando un lugar donde ocultarnos— llamamos demasiado la atención.

—Pues la única posibilidad —les apunté pensativa— será conseguir indumentaria como la de ellos. Nuestras túnicas multicolores son demasiado alegres, aquí todo el mundo luce colores tristes: grises o pardos, tal vez esa será la manera de pasar algo desapercibidos.

—Mirad —señaló Chuwi— ¿cómo se acicalan el pelo?, me parece hasta grotesco.

—Pues de este modo nos peinaremos también nosotros —declaró Sanka— ya veréis como fácilmente nos acostumbramos. Aunque los hombres, sí van ridículos con ese flequillo, se asemejan a tres cuernos de color azul, por encima de la frente.

En compañía de Sanka me acerqué a un puesto de vestiduras, la vendedora —una anciana regordeta— nos miró con interés, tal vez nos identificaba por nuestra ropa.

—Nosotros tenemos sal ¿Cuántos vestidos nos puedes dar a trueque por este saco de sal?

—¿De dónde sois vosotras? —Nos preguntó con interés.

— Venimos del río Virú —Contestamos temerosas.

— Pues no tengo ni idea de dónde está ese río, no he oído hablar nunca de él. Os puedo dar cuatro túnicas por esa cantidad de sal.

—Necesitamos dos de hombre y dos para mujer.

—No os preocupéis, todas son iguales, solamente se diferencian por el cinturón y por el modo de ponerlas. Los hombres se remangan la túnica con el cinturón, así queda más corta.

Después de entregarle la sal, nos señaló un montón de túnicas animándonos a elegir. Sanka seleccionó dos, yo otras dos.

Fuimos donde habíamos dejado a Kachi y Chuwi con las llamas. Nos alejamos del mercado y nos cambiamos de ropa. Seguimos andando, sintiendo menos rechazo, pero todavía nos veían como extranjeros. Nos rechazaron en todos los sitios donde pedimos alojamiento. Terminamos el día a orillas del río, el tumulto de las balsas nos acompañó hasta muy tarde, y empezó de nuevo antes del amanecer.

Malamente, nos instalamos bajo un árbol de Guayabas y con tranquilidad —entre risas— nos fuimos transformando un poco más, comimos algunas frutas. Únicamente, si abríamos la boca, nuestras palabras nos delatarían. Para mi sorpresa, Chuwi —con esfuerzo— comenzó a platicar imitando a los chimúes, había estado escuchando durante toda la mañana, y ya podía hacer una digna imitación. Por lo menos eso pensaba yo.

La mañana siguiente la dedicamos a pasear por la ciudad escuchando a la gente, nadie se fijó mucho en nosotros. No me di cuenta, pero Chuwi nos dejó y se sentó junto a unos ancianos a la puerta de un almacén de maíz. Nosotros seguíamos dando vueltas por los puestos de venta, terminamos sentándonos casi en el centro de la plaza. Pasó el tiempo y vimos acercándose a Chuwi acompañado por uno de los ancianos y nos dijo:

Arumi (“Hombre elocuente”) nos ha invitado a ir a su casa, en su juventud estuvo de viaje llegando hasta el río Virú.

¡Muy útil estaba siendo Chuwi!: nos había conseguido alguien a quien preguntar. 

En su casa nos recibió su esposa, Wara (“Estrella”), terminamos acomodándonos en la habitación de los hijos, ya eran mayores y no vivían con ellos. La casa consistía en dos habitaciones. Cuando una pareja se casaba, la comunidad le regalaba un terreno y le edificaba una habitación. En ella estaba la cocina y el dormitorio, al empezar a tener hijos construían otras habitaciones, esas quedaba vacías cuando los hijos se hacen mayores y se marchan, al casarse.

Estábamos ya instalados en aquella habitación, cuando se presentó Wara.

—Nos gustaría invitaros a almorzar con nosotros.

—No queremos ser un estorbo —afirmó Chuwi— hemos traído suficientes provisiones para nuestra estancia en Chan-Chan.

Wara nos miró de un modo entrañable.

—Cuando os he visto llegar, me habéis recordado a mis hijos. No es molestia compartir lo nuestro con vosotros.

—Únicamente lo consentiremos —le dije— si vosotros aceptáis nuestras provisiones.

—De acuerdo —contestó.

La ayudamos a llevar todo a su cocina: maíz, papas, cañan, cuy y pescado salado. Se encargaría de los comestibles mientras estuviéramos en su casa.

Al rato nos reunimos con ellos, acomodados bajo el gran algarrobo de la entrada, surgió la conversación.

—¿Cómo fue el viaje por el río Virú? —se interesó Chuwi.

—Hace años —manifestó Arumi— durante una temporada, recorrimos la sierra.

—Qué interesante ¿Y qué hacíais? ¿Erais comerciantes?

—La verdad, no teníamos nada para comerciar, más bien teníamos un problema con las autoridades y nos estábamos escondiendo. ¿Vosotros venís también huyendo?

—No. Estamos aquí porque en nuestra Aldea andamos preocupados, nos mandan para ver si, los soldados de Chan-Chan, pueden llegar a ser un peligro para nosotros.

—No sé si vosotros lo sabéis —comenzó a explicarnos Arumi— pero los acontecimientos presentes, se entienden mejor por algunas cosas, sucedidas hace bastantes años. Se tiene recuerdo de la llegada por el mar, de unos guerreros venidos del Norte, entraron por el río Moche, haciendo guerra cruel a toda la gente. No les costó mucho conquistar las aldeas, derrotaron a los jefes y fundaron la ciudad de Chan-Chan. Nosotros somos herederos de uno de esos pueblos sometidos. Cada cierto tiempo nos revelamos, contra su dominio. Ahora las cosas se están volviendo a complicar. Nuestro hijo mayor está en la sierra, con un grupo de perseguidos; se han enfrentado a los soldados en varias ocasiones.

—Pero —peguntó Chuwi— ¿Hay peligro de ver a los soldados en nuestra Aldea?

—Por una costumbre extraña —explicó Arumi— cuando muere el Señor, en su ciudad quedan sus servidores. Su heredero deja todo como está y empieza a vivir en su ciudadela. Cada nuevo Señor de Chan-Chan debe conseguir nuevos tributos, pues todos los del antiguo Señor, se los reparte su familia. No hereda nada, ni siquiera el palacio o el templo, y mucho menos, los tributos de las aldeas conquistadas en el pasado, por eso cada nuevo Señor debe organizar campañas de conquista.

—Debemos preocuparnos —dije pensativa— intentará conquistar poblaciones del sur. Por allá está nuestra Aldea.

La conversación se alargó alrededor de la hoguera, mientras una luna inmensa terminó alumbrando todo el cielo.

Entré en la habitación, aunque tenía sueño, no podía dormir. Después de un rato, no recuerdo si mucho o poco, volví a salir al patio y me sobrecogió sentir la paz de la ciudad, con muchísimos habitantes. ¿Cuántos miles de personas duermen en este momento? 

Solo algunos estarían despiertos: unos por el sobresalto de una pesadilla, otros por insomnios ocasionales o preocupaciones. Pero la inmensa mayoría: miles de cuerpos dormidos con las más diversas posturas. Aunque sin duda era una paz ficticia.

 

 

 


 

 

 

 

Fascículo - 16º

 

 

A orillas del Virú, 1461 Incursión en Chan-Chan.

Narradora: Asiri ("Mujer sonriente").

De las consecuencias de la visita a Chan-Chan.


 

A la mañana siguiente, en compañía de Arumi (“Hombre elocuente”), nos dirigimos a la ciudadela del actual Señor de Chan-Chan, llegamos a la muralla y la bordeamos hasta encontrar la puerta principal.

Desde lejos, Arumi miró a los soldados de guardia, para ver si conocía alguno, y podía facilitarnos la entrada.

—Estamos de suerte —exclamó Arumi— dos nos pueden ayudar, los conozco; vosotros quedaros aquí, yo voy a hablar con ellos.

Observamos a Arumi acercarse con paso firme, se sentó y comenzó a conversar. Desde dónde estábamos, medio disimulando entre la gente, no les podíamos oír. Durante un rato largo los contemplamos gesticulando entre risas y exclamaciones. De vez en cuando otros soldados se unían al grupo, parecía como si Arumi se hubiera olvidado de nosotros, el tiempo pasaba lentamente.

—¿No nos habrá traicionado? —susurró mi amiga Sanka— será mejor separarnos.

—De ninguna manera —contesté— debemos confiar.

Cuando ya todos estábamos bastante intranquilos, vimos a Arumi despidiéndose de los soldados chimúes y acercándose hacia nosotros.

—Las cosas han ido muy bien —nos dijo como saludo— como me han dicho esta tarde será más fácil.

Sanka (“Siempre tiene la palabra adecuada”) se le enfrentó:

—Como has tardado tanto, nos hemos puesto muy nerviosos. Yo he llegado a susurrar, asustada: nos está traicionando.

—Lo siento, ¡no me conocéis en absoluto!. Yo me he jugado la vida en abundante ocasiones; para mí estas gentes, aunque parezcan amigos, también son enemigos.

En ese momento, por la puerta principal, salió un grupo de soldados, avanzando al ritmo de tambores y caracolas, entre ellos en una litera venía un personaje ricamente engalanado.

—Es el Consejero principal del heredero —nos informó Arumi.

Los soldados empujaban y golpeaban a las gentes, a toda prisa recogían sus enseres, tratando de proteger sus pocas posesiones. La multitud se arremolinaba entorpeciendo el paso, llegando casi a paralizar la marcha de la pequeña comitiva.

Observamos al Consejero impacientándose y haciendo gestos a los soldados, estos comenzaron a golpear con ensañamiento a todo el mundo. Los niños corrían, las mujeres gritaban, pero nadie escapaba, más bien se amontonaban defendiendo sus pertenencias. En medio de la confusión, presencie como al resbalar, golpeada por un soldado, una mujer se desplomó inconsciente. Me aproximé a su cuerpo muy despacio, me arrodillé a su lado, pensé: ¿podré hacer algo por ella?. Al mirar lo descubrí, una herida sangraba en su cabeza, se la habían aplastado con un golpe de maza, estaba muerta. Con sigilo nos fuimos retirando.

Por la tarde, regresamos a esa puerta de la ciudadela y se volvieron a repetir los movimientos de Arumi, otra vez nos quedamos esperando. Vimos cómo la gente se amontonaba, esta vez cerca de la puerta. Ahora no tardó mucho en volver y traernos noticias. Nos informó:

—Habitualmente, un día a la semana, hay un espectáculo sangriento en la plaza de la ciudadela. En presencia del Señor y de la muchedumbre, el gran Sacrificador, ejecutará a unos cuantos prisioneros, apresados en las numerosas guerras con los habitantes del valle, continuamente sublevados contra su autoridad.

Al traspasar la puerta, nos encontramos un pasadizo entre las dos murallas, nos llevaba a la Plaza Ceremonial. El tumulto avanzaba —en un triste silencio— hasta una plaza inmensa con los muros decorados con múltiples relieves. Al fondo una puerta daba acceso al interior de la ciudadela, la zona reservada, a ella la muchedumbre no podríamos entrar.

Arumi nos insistió:

—Id con tiento. No olvidéis a los soldados, nos observan constantemente desde lo alto de las murallas.

En efecto, decenas de ellos, armados con porras y lanzas, controlaban a la muchedumbre, en previsión de posibles tumultos.

Con ruidos de tambores y pututus entró un grupo de soldados: escoltando las andas del Señor. Llegaron a una pequeña plataforma desde donde podía divisar a la gran muchedumbre. Sobre la litera venía un anciano demacrado y ricamente vestido, parecía ausente y sin ningún interés por nada. No tardó mucho en salir y situarse en otra plataforma, el Gran Sacrificador, una máscara horrorosa cubría su rostro, en su mano derecha brillaba, a la luz del atardecer, el Tumi Ceremonial.

Cuando llegó el Gran Sacrificador al centro de la plataforma, cesó la música y con gran potencia, a todos nos llenó de terror, vociferando:

—Señor de Chan-Chan, ante toda esta muchedumbre, voy a mostrar tu poder. Quien se oponga a tu autoridad, no puede vivir ni un día más. Tú eres el todopoderoso, el Gran Señor de todas estas Tierras.

En ese momento, rodeados de soldados y entre empellones, avanzó un grupo de cinco prisioneros desnudos —eran hombres jóvenes— se tambaleaban bajo los efectos de una potente droga, con su voluntad y su fuerza, anuladas.

—Señor de Chan-Chan, estos miserables se han enfrentado a tu ejército, han rechazado tu autoridad y por eso, en tu presencia van a morir, infundiendo su energía en tus aguerridos guerreros.

Cada soldado arrastraba a su prisionero atado por el cuello. El Decapitador los recibía sobre un pedestal de piedra. Le sajaba con el Tumi los brazos, recogiendo la sangre en la Copa ceremonial, de esa copa, para apropiarse de su energía, bebía quien lo había capturado. Después le cortaba los brazos por la marca y se los entregaba como trofeo al vencedor, terminaba su agonía con un golpe seco, descoyuntando su cuello. La cabeza sangrante se exhibía, en la plataforma central, hasta el nuevo sacrificio.

La muchedumbre gritaba, algunos horrorizados, se cubrían el rostro, otros sádicos, ante el dolor ajeno sonreían, y aullaban de placer.

Cuando todos fueron inmolados, el Señor de Chan-Chan se retiró, acompañado por los soldados y la música. Había terminado el espectáculo, y algunos empezaron a expulsar —con las lanzas— a la gente hacia el exterior de la Ciudadela, a través del angosto pasillo por donde habíamos entrado.

Hábilmente, Arumi, nos fue llevando hacia la puerta por donde desapareció el Señor. Avanzábamos por un pasillo decorado con peces y figuras geométricas. Aquel pasadizo terminaba de improviso en una gran plaza, donde la algarabía, se contraponía al dolor presenciado, momentos antes. 

Quince o veinte niños chimúes correteaban a la sombra de grandes árboles. Jugaban con primorosas mariposas de oro, de apenas un milímetro de espesor, lindos juguetes con alas de filigrana, se les podía —por su levedad— lanzar al aire y, ver revolotear alegremente venciendo la gravedad, hasta caer en tierra. Un pequeño bosque rodeaba el gran estanque de los Nenúfares, en las noches sin nubes, sobre su superficie, se deslizaba majestuosa la luna.

Detrás de unos arbustos nos ocultamos.

De improviso, observamos como corría un joven, atosigado por algunos guardias. Cuando casi llegaba a donde estábamos nosotros, Arumi nos susurró:

—Corred. ! Nos van a descubrir¡! ¡Corred!

Nos apresuramos. El joven nos persiguió hasta alcanzarnos. Juntos llegamos a la plaza ceremonial y ocultándonos entre los últimos rezagados en la salida, admirando los maravillosos grabados de las paredes. Con temor conseguimos salir de la ciudadela.

Dirigimos nuestros pasos a casa de Arumi, dando un gran rodeo por las callejuelas, para despistar a los soldados, tal vez nos estaban rastreando.

—¿Qué ha pasado en la ciudadela? —nos preguntó Wara (“Estrella”) asustada al vernos llegar dominados por el nerviosismo.

Cuando Arumi le puso al corriente de lo sucedido, ella afirmó con determinación.

—Vámonos inmediatamente de aquí. Antes o después nos encontrarán. Esto es muy peligroso.

—Mujer, no seas tan alarmista, los hemos despistado. Estoy seguro, nadie nos ha seguido.

—De todos modos —le contestó— los espías tienen medios para saber lo sucedido y tú eres muy conocido.

Ninguno de nosotros abrió la boca ante esta situación inesperada. No sería adecuado poner en riesgo, la seguridad de esa familia, después de habernos acogido. ¿Qué podíamos hacer?

Wara se enfrentó con el joven.

— ¿Y tú quién eres?. No te conozco de nada.

—Yo soy de una aldea de la sierra y me hicieron prisionero. Nos habíamos enfrentado a la autoridad de Chan-Chan y el ejército chimú arrasaron mi pueblo y, apresó a todos los supervivientes. Al llegar a la cárcel, cada soldado, marcó con fuego el brazo de su prisionero y lo metió en la celda, luego los irían eligiendo para el sacrificio. Yo llevo semanas sobreviviendo a la elección, pero antes o después, me elegirán para el sacrificio. Y esta tarde —dominando mi pánico— he aprovechado el cambio de guardia y en un descuido he huido. Cuando corría sin saber por donde salir, les he visto —nos miró agradecido— y al intuir vuestro propósito, he pensado me podíais ayudar.

Wara recordó entristecida:

—Nuestra vida siempre ha sido terrorífica. Teníamos miedo hasta de respirar, sometidos a los deseos sanguinarios de estos Jefes; representan a un dios perverso exigiendo víctimas humanas. Cuántas veces me han obligado a asistir a la actuación del Gran Sacrificador, segando la vida a cientos de hombres jóvenes, apresados en sus interminables guerras. Yo recuerdo los alaridos de dolor, muchas noches poblaban mis pesadillas infantiles. Cuando ya medio me había olvidado, debía asistir a otra ceremonia sangrienta, nos forzaban a presenciarlas cada cierto tiempo.

Con esta y otras conversaciones estábamos, cuando de pronto numerosos guardias irrumpieron en el patio, nos rodearon y nos fueron apresando a pesar de nuestra oposición. Uno se me abalanzó, yo le golpeé con saña en el pecho y forcejeé para zafarme de él.

—¡Quieta! —me gritó y con golpes— me derribó y me bloqueó en el suelo con su peso.

Entre alaridos y carreras nos fueron apresando y atando a todos, pero en medio del tumulto, el joven, atemorizado por su anterior experiencia, logró salir del patio y escapar.

Rodeados de soldados, a los seis nos llevaron a la ciudadela. Al llegar, Arumi susurró:

—Esta no es la fortaleza del Señor, es la de su heredero.

Por las calles de la ciudadela se veía muy poca gente, estaba todavía en construcción. Algunas murallas y casas se edificaban con urgencia, al actual Señor parecía no quedarle mucho tiempo de vida. La mazmorra estaba vacía. Era un agujero en el suelo de una sala; nos metieron dentro y bloquearon el orificio con palos. Apenas entraba unos rayos de luz, eran las antorchas de la sala de los guardianes colándose por las ranuras. Fruto de la tensión me dormí, mi sueño fue una pesadilla: según recuerdo llegaba hacia el gran Sacrificador y en medio de alaridos de dolor me desperté. Fue una noche de sobresaltos.

Durante días, casi no nos dieron de comer, el calor agobiante del medio día nos hacía delirar, Wara nos daba ánimos:

—Aunque la situación es difícil, una y otra vez me viene a la cabeza mi hijo. Si se entera de donde estamos, seguro vendrá a librarnos.

—Por supuesto —afirmó su esposo Arumi— yo también lo espero, además es una suerte estar en esta ciudadela, a medio construir y con pocos soldados. Habrá cambio de Señor, el nuevo ya está tomando posiciones, nosotros somos sus primeros prisioneros.

—¿Cómo puede su hijo ayudarnos? —pregunté ingenuamente.

—Tal vez no os hemos dicho —explicó Wara— pero nuestro hijo es el jefe de una cuadrilla de opositores al poder de Chan-Chan. Viven en la sierra, como lo hicimos nosotros en nuestra juventud, defienden a las aldeas y se enfrentan a los soldados. Es una vida dura y llena de contratiempos, sin embargo, no podemos seguir soportando tantas tropelías.

Una mañana, no recuerdo cuanto tiempo llevábamos prisioneros, removieron las tablas de la puerta y se personó el Consejero del futuro Señor.

—Os han cazado dentro de la ciudadela, en la zona prohibida. Vuestra intención era secuestrar al hijo de algún noble, tal vez para canjearlos por prisioneros. ¿Formáis parte de los rebeldes?

Ante nuestro silencio, sus acompañantes nos golpearon y el Consejero nos gritó:

—Estoy seguro. Sois de alguna cuadrilla de bandidos. Aunque os escondáis en la sierra os iremos cazando como a vicuñas. A vosotros ya os hemos atrapado.

No era verdad, pero no le quisimos decir nada y con esa idea se marchó, después de amenazarnos con una muerte segura y dolorosa.

El tiempo pasó lento entre el aburrimiento y la esperanza de ser liberados. Nos íbamos consumiendo por la falta de sustento, no todos los días nos lanzaban un cuenco con maíz o papas cocidas; hasta —algunos días— se olvidaban de bajarnos el cántaro de agua.

Una noche, en el silencio de la madrugada, nos despertó un susurro:

—¿Estáis ahí? ¿Cuántos sois? No hagáis ruido.

Aquello nos sobresaltó porque no habíamos oído nada, ¿Quién podría ser?

El rostro de Arumi se iluminó al escuchar la voz:

—Hijo, somos nosotros.

—Tranquilos, vamos a sacaros.

Entonces sentí como varios hombres forzaban la puerta de la mazmorra hasta abrirla y —en medio de la oscuridad— fuimos saliendo, tambaleándonos: desnutridos y desorientados.

Llevábamos varias semanas sin respirar el aire puro ni ver la luz del sol. Aquellos hombres y mujeres nos sostenían —casi en vilo— llevándonos por varios pasillos y callejuelas hasta el exterior de la ciudadela, sorteando a los pequeños grupos de soldados, desparramados por el patio.

En toda la noche no paramos de andar —renqueando— apoyándonos en su fuerza, hasta llegar al monte donde contemplamos, no hacía mucho, por primera vez, la ciudad de Chan-Chan.

Nos encaminaron hacia la cueva donde ellos, con frecuencia, se refugiaban a recuperar fuerzas. Muy cerca de la cumbre, una pared casi vertical se elevaba cortando el paso, con cuerdas se subía, pues un poco más arriba, había una cueva invisible desde abajo. En el llano un grupo de perros avisaban con sus gruñidos de la presencia de extraños.

Nos ayudaron a encaramarnos y nos acomodaron. Después de darnos comida y bebida, nos dejaron dormir: era lo más necesario. Dormimos aquella noche y el día siguiente con su noche. De vez en cuando, medio nos despertábamos y siempre había alguien vigilando y ofreciéndonos comida y agua, para dejarnos seguir durmiendo.

Después de tantas horas, cuando ya todos estábamos despiertos y con el deseo de marchar, a nuestra Aldea. Arumi llegó con su hijo para informarnos de lo sucedido:

—Cuando fuisteis apresados, un vecino llevó a la sierra la noticia, pero a nosotros no nos llegó hasta hace una semana, cuando volvimos de Cajamarca. Entonces bajamos a la ciudad y nos encontramos con la noticia del fallecimiento del Señor, con las mudanzas y ceremonias. El nuevo Señor debía presenciar el enterramiento de su Padre, por eso nos resultó tan fácil liberaros. Esa noche apenas había soldados en la Ciudadela del heredero y en su mazmorra estabais cautivos, solamente desarmamos a unos cuantos, y actuamos con sigilo.

Después de todo lo vivido, le dije a Sanka, Kachi y Chuwi con decisión.

—Mañana nos volveremos a nuestra Aldea. Ya tenemos suficiente información.

Nos despedimos de Arumi y Wara. Dejamos a aquellos guerreros, jugándose la vida, por contener las tropelías de los gobernantes chimús. Y así terminó nuestra aventura en Chan-Chan.

 

 

 


 

 

 

Fascículo - 17º 



A orillas del Virú, 1462: Nos enfrentamos a los soldados.

Narradora: Sanka (“Siempre tiene la palabra adecuada”) 

Donde se narra la colaboración de algunos de la Aldea con los insurgentes de Chan-Chan.


Cuando llegamos pusimos al corriente de nuestra aventura al Consejo, no podíamos quitarnos de la cabeza la ideas de estar siendo perseguidos. El Consejero del nuevo Señor de Chan-Chan nos había demostrado la capacidad de sus soldados para encontrar a los rebeldes. A nosotros nos consideraba especialmente peligrosos, no en balde fuimos los primeros prisioneros de su mazmorra. Habíamos conseguido escapar, y ridiculizar sus medidas de seguridad.

En el Consejo nada se decidía, la Mama-coya Naira ("Mujer de ojos grandes") se debatía entre las posturas más temerosas: algunas madres sugerían marcharnos más al sur. Otras querían enviar una delegación sometiéndonos al nuevo Señor. Tampoco faltaban quienes pensaban —como yo— que lo mejor sería unirnos a los rebeldes y participar en sus luchas.

Aquella mañana en todos los corrillos se polemiza con estas posturas. Las más combativas eran las jóvenes, su apuesta más común, era unirse a los rebeldes.

Había estado en Chan-Chan con Asiri ("Mujer sonriente"), la encontré en su casa rodeada de toneles, con las tinturas de distintos colores y le pregunté sin rodeos:

—¿Asiri, cuento contigo para convencer a la Mama-coya?

—Por supuesto –me contestó decidida— aunque muchas madres se han dejado dominar por el miedo.

—Razón tienen, en nuestra Aldea nunca hemos tenido un ejército, siempre vivimos en paz, pero en este momento es necesario actuar, aunque eso nos cause sufrimiento. ¡Cuantas veces el mayor daño surge de no arriesgarse!.

Aquella tarde, Asiri y yo, fuimos a la cumbre del Saraque. Allá conversamos con Kusi ("Mujer siempre con suerte"), la heredera de la Mama-coya, una madre apenas unos años más joven, las tres estábamos de acuerdo en actuar, apoyando a los rebeldes.

Desde donde nos encontrábamos, podíamos ver toda nuestra Aldea, con el Templo y los grandes árboles bordeando el río Virú. Cuando llegamos, apenas era un bosque sin nadie cultivándolo, y ahora, con nuestro trabajo, lo habíamos convertido en un lugar habitable y lleno de encanto.

Solo con el apoyo del Consejo podríamos realizar aquella misión. Fue una labor premiosa, a algunas madres no había modo de convencerlas. 

Después de muchas deliberaciones y varios meses, el Consejo mando a una cuadrilla de voluntarios para unirnos a los rebeldes. Comandaría  el grupo Kusi, en representación de su Madre, y lo formaría un máximo de 25 personas, lógicamente no se podían abandonar los trabajos de pesca ni la agricultura.

Fue muy fácil hacer el grupo y empezar el entrenamiento.

Un día nos pusimos en marcha, buscando a los rebeldes. Seguimos la ruta de la montaña y encontramos la cueva donde nos habíamos recuperado al salir de la cárcel de Chan-Chan. Pero esta vez estaba casi vacía, solamente había algunos ancianos, entre ellos descubrimos, con alegría, a Arumi (“Hombre elocuente”) y  Wara (“Estrella”) con algunos niños. Wara nos informó:

—Los demás están en una batalla en los alrededores de Chan-Chan, ¡pronto volverán!. Acá los podéis esperar.

Comenzamos el adiestramiento, aquellos ancianos llevaban muchos años de lucha y vieron nuestra buena voluntad y nuestra falta de experiencia, éramos unos novatos. Se nos acercó uno de ellos: una mujer muy animosa, aunque cargada de años, ella nos tomó a las mujeres bajo su mando, nos reunió y nos arengó:

—Lo más importante es ser resistentes en la carrera, no solo huir, sino también arremeter con rapidez en varios sitios y así parecer más. Por eso vais a subir y bajar por aquella colina, sentiréis como cada vez lo hacéis con más rapidez. Ha de pareceros similar: andar paseando o correr huyendo del enemigo o buscarlo por los bosques para derrotarlo.

Emprendimos aquellos ejercicios agotadores, y a los pocos días, nos resultaron más asequibles. Teníamos todo el cuerpo dolorido, las piernas y brazos llenos de raspones y heridas, eran frecuentes los resbalones y las caídas rodando pendiente abajo. Cada día lo terminamos rivalizando entre nosotros, con lanzas, palos y mazas.

Una tarde llegó Illampu (“El más fuerte”), el hijo de Wara y Arumi con su gente, era bajo y moreno, con el cuerpo recio y sin grasa, los hombros musculosos y las piernas cortas y ligeramente arqueadas. Nos contaron sus últimas acciones y aceptaron nuestra ayuda, se les veía cansados y muchos de ellos magullados. Con pena recordaban a los muertos y los apresados por el enemigo.

Después de casi una semana descansando, mientras nosotros seguimos con nuestro entrenamiento, Illampu nos reunió para acompañarlo en una acción bélica. Formábamos un grupo de unas ochenta personas, nos dirigimos al río Moche.

Me atemorizaba y a la vez me excitaba, la continua incertidumbre. Ahora cada día era cada día. No era como en la Aldea, donde cada día era igual al pasado y al siguiente: trabajo por la mañana y la tarde, reunión en el río al atardecer, y así luna tras luna.

Una tarde —lentamente— el sol se ocultaba, y descubrimos al ejército enemigo. Estaban acampados junto al río.

Illampu nos dividió en tres grupos para acercarnos por varios sitios, debíamos esperar hasta escuchar su orden de actuar. La pendiente era muy pronunciada, era necesario bajar en zigzag para no despeñarse. Sigilosos y ocultos por la niebla de la amanecida, nos acercamos al río. Al otro lado se extendía el campamento enemigo, en algunas fogatas todavía humeaban las últimas brasas cubiertas de ceniza. El río serpenteaba y una frondosa vegetación casi lo ocultaba.

Mientras todos esperábamos en tensión, me acerque —en silencio— a Kusi y le susurré:

—En la batalla debemos estar siempre juntas. Kusi, por favor, no me pierdas de vista ni tampoco a Asiri.

—De acuerdo, Sanka me contestó— Así nos podremos defender mejor.

Pero, como muy pronto descubrimos, no era tan fácil, sobre todo cuando nos tocaba huir. En esta ocasión se trataba, en principio, solo de hostigar a los enemigos.

Nos acercamos lo más posible al campamento, cada grupo —sigilosamente— ocupaba su lugar. Agudice el oído en espera de la señal, nada más oíamos el canto de los pájaros y el suave susurro del viento entre los árboles. De improviso escuché la señal convenida y comenzamos a lanzar piedras y a gritar con todas nuestras fuerzas. Con celeridad reaccionaron los soldados, entre el follaje y los algarrobos floridos, no tardaron en aparecer varios, en un instante terminaron cercando a nuestro grupo.

Lo reconozco, en ese momento sentí pánico y corrí sin sentido ni dirección, sin embargo, al poco reaccioné y volví. Acudí al lado de Kusi cuando uno de los soldados, musculoso y de piel morena, la tenía cogida por el cuello. Ella lo golpeaba repetidamente y furiosa con la otra mano. Él alargó el brazo y la golpeó con fuerza en la mejilla. Kusi lanzó un grito de dolor y empezó a patearlo con ambas piernas, una de sus patadas le golpeó en la rodilla. El soldado chilló y se apartó arrodillándose, pero otro agarró con fuerza a Kusi. Una singular expresión, mezcla de rabia y dolor, desfiguraba el rostro de Kusi. Por sorpresa ataqué, golpeando con la maza, a quien la retenía, fue un movimiento decisivo, pues se volvió soltándola y las dos aprovechamos para huir precipitadamente.

Oímos gritos a nuestro alrededor y vimos carreras y golpes entre los arbustos. No podía dejar de oír la furia vibrante de los tambores, los aullidos de guerra lanzados por los soldados. Mi corazón se comprimió; corrimos con determinación pendiente arriba. Yo subía alerta, detrás de Kusi, atenta en aquel terreno desconocido, lleno de hierbas medio marchitas, escondidas entre las piedras sueltas, a veces eran matorrales más grandes y nos ocultaban, facilitando el ascenso. De repente nos percatamos, a unos cincuenta metros —ladera abajo— nos acosaban una cuadrilla de soldados. Kusi me gritó:

Sanka, huye hacia la cumbre.

A trompicones nosotras corrimos, ellos  se lanzaron en nuestra persecución con gritos amenazadores. No había caminos, pero si lugares más fáciles, de vez en cuando, avanzamos con más celeridad. La ventaja disminuyó. Uno de los soldados corrió con más ligereza o determinación y casi nos alcanzó, sin embargo, se había quedado aislado, subía a cuatro patas, resbalando en el terreno pedregoso. Cuando llegamos a la cúspide, le lanzamos piedras para detener su avance, se refugió tras una roca de nuestra furia, y allí le dejamos.

En la cumbre nos encontramos con los acantilados, miré hacia abajo, en aquel punto no era muy profundo pero sí un camino demasiado abrupto. Perdí el equilibrio, y rápidamente di un paso atrás. Por allí no podíamos bajar. Corrimos bordeando el precipicio, hasta encontrar un sitio por donde descender, era una pendiente muy peligrosa, sin embargo, era la única opción. Yo iba sin aliento con todo el cuerpo dolorido a causa del esfuerzo. Nos llegaban los gritos de los soldados, se reunían, mientras nosotras corríamos por la otra ladera del monte, y nos ocultamos entre los árboles, fue solo una pausa, sin embargo, nos permitió sosegar la respiración, al instante nos pusimos de nuevo en marcha, debíamos proseguir en nuestra huida.

Durante toda la tarde fuimos encontrando compañeros, por el valle nos dirigimos hacia la cabecera del río, era nuestro punto de reunión. Cada uno contaba sus vivencias. En una de las paradas, me tumbé en la ribera de río, metiendo las piernas en el agua: una oleada de calambres recorrió todo mi cuerpo. Tenía hinchada una rodilla, al enfriarse se puso rígida, exacerbando más el dolor. Pero el descanso terminó cuando Kusi nos mandó continuar.

Sanka, ponte de nuevo en marcha, nos queda mucho trecho hasta llegar a nuestro punto de reunión.

Ya nos esperaban. La pequeña fogata se estaba apagando, persistía el olor de madera quemándose, en medio del perfume penetrante de la hierba y las flores. 

Alimentamos la fogata y nos fuimos recostando, para comer. Aquella fue una noche extraña, nosotros habíamos experimentado un gran fracaso, no logramos nada: correr, huir una y otra vez; en cambio, Illampu y su gente, celebraban no haber tenido víctimas ni heridos, ¡todo un éxito!. Deberíamos acostumbrarnos: ese era el modo de guerrear.

—Aunque no lo creáis —nos explicó Illampu— hoy hemos conseguido desbaratar y retrasar sus planes. Si no hubiéramos atacado en estos momentos, los chimúes habrían conquistado y asolado una aldea, causando muertes y prisioneros. No podemos hacer nada más. Si mañana los volvemos a atacar, conseguiremos retrasar —una vez más— su avance.

Después, cuando lo pensamos, claramente debíamos darle la razón, eran demasiados. Nosotros no podíamos detenerlos. Solo demorar su avance conquistador.

Pero lo peor estaba por llegar, así un día, nuestra lucha tuvo consecuencias mucho más trágicas.

En un encuentro sufrimos gran cantidad de bajas, todo un grupo —sorprendido— fue masacrado. Actuaron con decisión, pero los rodearon, entre ellos había varios de nuestra Aldea. Las bajas no nos amedrentaron, aunque nos embargaron de dolor.

De vez en cuando, se unían a nosotros gentes huidas de los pueblos conquistados. Pero siempre, éramos muy pocos, para enfrentarnos a tan numeroso ejército.

A lo largo de los meses continuamos hostigando al enemigo. 

En una ocasión, las cosas se torcieron, llevábamos varias horas caminando, Illampu se detuvo y se agachó, girando la cabeza de un lado al otro. Todos nos paramos y esperamos en silencio.

Descubrí a un grupo de guerreros avanzar y desaparecer entre los árboles del bosque, desde donde yo estaba, junto a Kusi, no podía observar todos sus movimientos. Debian haberse alejado y cuál fue nuestra sorpresa al oír su alboroto: estábamos rodeados.

—¿Vamos? —grité impaciente a Kusi.

—¡Adelante!, Sanka, nunca te dejaré sola —me replicó.

Reaccionamos con rapidez, cada uno buscando la escapatoria, llenos de pánico, éramos seis y ellos unos cuarenta, ¿Qué podíamos hacer?, correr. Tropecé con una piedra y bajé rodando, varios metros más abajo, conseguí levantarme y continuar renqueando. Una roca había golpeado mi cabeza y la herida goteaba sangre, con miedo y dolor seguí corriendo, de pronto lo descubrí: 

—Estaba sola ¿Dónde está Kusi

No la veía por ninguna parte, recordé la promesa y corrí buscándola entre los matorrales. El brazo derecho me escocía y la cabeza sangraba, me acurruqué al amparo de una roca. Seguía oyendo los gritos de dolor. No me podía mover. Cerca pasaron a la carrera varios guerreros. Poco a poco se fue haciendo el silencio en la ladera de la montaña. Sonó la caracola convocando a los soldados.

Tal vez perdí el conocimiento, porque era noche cerrada cuando volví a abrir los ojos, seguía sin fuerzas, apenas me podía mover, la herida de la cabeza ya no sangraba, pero sentía una sed terrible.

La luz del amanecer se extendió por la ladera. Las cosas ahora las veía claramente, me había parecido entrever a unos metros: un cuerpo tendido. Y sí, era Kusi, aún respiraba. Me fui acercando con esfuerzo, arrastrándome entre la maleza. Un golpe de porra había destrozado su cara, una lanza atravesaba su pierna derecha.

No pude reprimir el llanto, y más cuando me levanté y contemplé a mi alrededor las consecuencias de la batalla. Solamente Kusi y yo habíamos sobrevivido. Varios cadáveres se desparramaban por la ladera, entre ellos descubrí al marido de Kusi, pero del mío no había ni rastro, el silencio era absoluto.

La sed me siguió atormentando, a unos metros me llamaba la pequeña cascada de un arroyo, con decisión arrastré a Kusi sollozando de dolor.

Kusi tranquila, ¡vamos! —la animé entre lamentos.

La recosté en la ribera, dentro del agua, el frescor me fue serenando. Kusi abrió los ojos, la saqué del río, le quité con cuidado la lanza y le taponé la herida con un jirón de su túnica. Allí seguimos, las dos tumbadas semi inconscientes.

Al rato empecé a tener una idea fija:

Volver a nuestra Aldea. Partir sin más dilaciones.

Después de algunos días caminando en ese rumbo, habíamos agotado las últimas fuerzas. Un día al anochecer empezamos a sentir como el aire se cargaba de humo, un penetrante olor a madera quemada llenaba el ambiente. Vimos un fuego inmenso cubriendo toda la ladera de la montaña y avanzaba empujado por el viento. El calor se extendía por el aire, un sinfín de partículas incandescentes se esparcían por todas partes, el furioso chisporroteo de las llamas se elevaban hacia el cielo. Quedamos sobrecogidas al observar a un jaguar con sus cachorros, corriendo atemorizados cerca de nosotras.

Kusi —susurré a su oído— debemos seguir a esa jaguar, ella sabe por dónde huir del fuego.

Renqueando nos pusimos a caminar, oleadas de aire cálido nos envolvían, a mucha velocidad el incendio avanzaba, con un poder aterrador. Las fragancias de los matorrales quemados impregnaban el aire.

Llegamos a un río, el agua estaba muy fría, nos sumergimos y tiritando nadamos —con mucho esfuerzo— a la otra orilla, a una pequeña playa de arena y allá caímos rendidas.

La noche avanzó, el fuego se detuvo al otro lado del río, algunas chispas saltaban empujadas por el viento, pero se apagaban al caer en el agua. Poco a poco se consumió la vegetación de toda la ladera, las brasas brillaban como diminutos soles. 

Grandes árboles se desplomaban, lanzando infinidad de ascuas al aire, arrollando en su caída a otros árboles, grandiosas llamaradas iluminaban el cielo. En medio del ruido infernal, las rocas explotaban, esparciendo multitud de piedras recalentadas. Hasta las orillas del río llegaban cientos de animales huyendo. El humo nos envolvía y secó rápidamente nuestras destrozadas túnicas.

Cuando al día siguiente, empezó a clarear, todo estaba carbonizado y el agua arrastraba animales muertos. En la arena de la playa, algunos se paraban medio calcinados y era nuestra oportunidad de saciar el hambre, ¡ya estaban asados!.

Pero no podíamos quedarnos allí. Seguimos en ruta, rumbo a nuestra Aldea. 

Encontramos a algunos huidos de aquella batalla, llegaron como nosotras: heridos y atemorizados. Con alegría abrazamos a quienes habían vuelto antes: Asiri y otros supervivientes.

 

 

 

 

 


 

 

 

Fascículo - 18º



 A orillas del Virú, 1470: Los soldados de Chan-Chan en nuestra Aldea.

Narradora: Asiri ("Mujer sonriente"). 

Donde se refieren los tristes acontecimientos vividos en la Aldea, cuando fue asolada por las huestes del Señor de Chan-Chan.


Nos llenamos de alegría al ver a lo lejos, después de varios días caminando: el Templo, el río Virú, nuestras familias y amigos. 

Aceleramos el paso, cruzamos las cascadas y nos dirigimos a través del bosque de algarrobo hacia la Aldea, éramos un pequeño grupo, apenas tres hombres y cinco mujeres.

Se divulgó la noticia y empezaron a acudir para abrazarnos. Nos dirigimos a la Kala, allí llegó la Mama-coya Naira, me sorprendió verla tan mayor, los últimos años habían sido para ella de gran sufrimiento, y ya era un pálido reflejo de la mujer vibrante y valerosa. Llorosa nos abrazó.

Con dolor, les comunicamos:

—Somos los únicos supervivientes de aquel grupo de voluntarios. A todos los vimos morir, heroicamente, frente a los soldados de Chan-Chan, en tantas batallas, aunque de algunos no sabemos nada.

Durante semanas, fuimos poniendo al corriente de muchos detalles de nuestra funesta correría. En varias casas hubo disgusto y amargura, al recordar a madres y padres muertos en las batallas; el desaliento se instaló en nuestros corazones. Las madres opuestas a la aventura, se llenaron de razones.

De pronto nos sobresaltó la llegada Kusi y Sanka, venían muy malheridas, por suerte —vivas— se acrecentó la esperanza: algunos podrían volver todavía. Pero el tiempo pasó sin nuevas alegrías.

Siempre me había deleitado acompañar a la Mama-coya Naira en sus paseos por la Aldea, con frecuencia caminábamos hasta el río. Ahora era una anciana, todos la consideramos, llena de sabiduría y prudencia. En una ocasión contemplando el Virú me abrió su corazón:

Asiri, conforme pasa el tiempo, cada vez me veo más ignorante. Ahora hasta los niños me enseñan. Entre juegos, les escucho sus preguntas, con frecuencia, no encuentro respuestas. Sorprendo sus ojos hipnotizados por el asombro, siguiendo el vuelo de una mariposa. Los habrás observado, cuando con el pelo mojado, se me acercan, les hago la trenza y si, en su cabeza, les pongo alguna de mis cintas, se llenan de alegría.

Me miró y en silencio, me abrazó. Fue un momento mágico.

Un atardecer, varios Killa hunta (Plenilunios) después, algo completamente distinto a esos paseos tan agradables, estaba a punto de presentarse. Observamos en la ladera, al otro lado del río, pequeños grupos de extraños se iban instalando, formando campamentos. Encendiendo hogueras, poco a poco, iluminaban toda la ladera como pequeños puntos de luz. Nuevas amenazas se cernían sobre nosotros.

En la Aldea cundió el pánico, el viento traía clamores de tambores y alaridos. Pronto tomamos conciencia de la trágica realidad:

Eran soldados de Chan-Chan, la Mama-coya envío a algunos jóvenes a la Aldea del Mar, llevando el aviso: todos los padres debían acudir con rapidez. Y también convocó al Consejo. Las madres asistimos presurosas. Kusi y yo acercamos, casi en volandas, a la Mama-coya hasta el Templo.

—Todos estamos viendo —tomó la palabra Kusi— el peligro se nos anuncia inminente. Durante un tiempo se irán concentrando, reagrupando sus fuerzas. Mañana muy probable, se acercarán a la Aldea para informarnos de sus intenciones.

—Nunca han venido tantos soldados —evocó la Mama-coya, rememorando antiguas incursiones— ¿qué querrán esta vez?.

—Hay un nuevo Señor en Chan-Chan —tomó la palabra Kusi— eso significa mayores exigencias, pues los tributos antiguos son de los familiares de su padre. Nos pedirá mucho más. 

—Se me ocurre —insinué yo— podríamos aprovechar esta noche, para sacar de la Aldea algunos alimentos y llevarlos a la cima del Saraque, o si cabe más lejos, antes de su llegada.

Asiri me parece muy bien esa idea —me respaldó Kusi con osadía— yo podría formar un grupo y encaminarnos, a la Laguna de los Patos, allí esperaríamos la marcha de los invasores.

El Consejo se dividió en multitud de opiniones. La Mama-coya determinó con firmeza.

—Estoy de acuerdo con Kusi. Organiza la partida, sin perder más tiempo.

Kusi me pidió, ante mi reticencia:

Asiri, quédate para proteger a mi madre, conoces como actúan los de Chan-Chan. 

Reunió un pequeño grupo. Marcharon al almacén de alimentos y equiparon a las llamas con bolsas de maíz, papas, ají, y carne seca de cuy y cañanes. Entre lo cargado y lo que cada uno llevaba, consiguieron reunir una gran cantidad de alimentos. Con celeridad y sigilo se pusieron en marcha, y se alejaron por el camino de la Cueva de los Muertos, y bordeando el cerro Saraque se adentraron en el desierto.

Al día siguiente, a media mañana, un murmullo de voces, se nos acercó, descendiendo por el camino de las Cascadas. Los soldados, lucía sus mejores pertrechos, rodeando al Representante del Señor. El General, avanzaba majestuosamente sentado, en la litera portada por ocho forzudos. Una gruesa cadena de oro adornaba su cuello, simbolizando su poder.

Ante el revuelo de la comitiva, acompañada por el ruido de tambores y caracolas, todos nos dirigimos hacia el Templo. Yo escolté a la Mama-coya Naira vestida con los atributos de su poder, se acomodó junto a la Kala, todos la rodeaban tratando de disimular el miedo.

La comitiva llegó hasta la base del templo, por la escalera subió la parihuela, rodeada de los guerreros más fieros. A unos metros de la Mama-coya, el General detuvo a los porteadores, se puso de pie y gritó:

—¿Quién es la máxima autoridad de esta aldea?

—Yo soy —afirmó con decisión la Mama-coya Naira, poniéndose en pie— muchas veces hemos recibido al representante del Señor de Chan-Chan.

—Yo soy la voz, los ojos y oídos del Gran Señor de Chan-Chan y vengo con una encomienda muy clara: recaudar los tributos. El Gran Señor os exige la mitad de todas vuestras cosechas.

—No me parece justo —exclamó la Mama-coya, alarmada con esa exigencia— durante mucho tiempo el tributo era un tercio, lo aceptamos para mantener la paz, aunque suponga un gran sacrifico. Ahora nos pides más, esto es un atropello, condenará a nuestro pueblo, a un tiempo de hambre, mientras hacemos la próxima recolección.

Ante estas palabras, el General golpeó con su vara la litera, los porteadores la bajaron al suelo, él saltó y avanzó hasta la Mama-coya.

—La justicia soy yo —gritó, golpeado en la cabeza a nuestra Mama-coya— me vais a obedecer sin rechistar.

A todos nos amedrentó ese movimiento tan rápido y colérico, y más, al ver la saña usada contra nuestra Mama-coya, la vimos caer al suelo con la cabeza ensangrentada.

Los soldados chimúes comenzaron a golpearnos, haciendo espacio a su Jefe, yo me abalancé hacia la Mama-coya para protegerla, no fui la única y entre todas la rodeamos. Cuando levanté la vista, mis ojos observaron los rostros atónitos de las Madres, adiviné en ellas un ramalazo de angustia y rabia:

¿Quién puede tratar así a nuestra Mama-coya? Todos la respetamos y tanto le debemos. A lo largo de nuestra vida, solo hemos conocido a una Mama-coya y la honramos, pero también la apreciamos como nuestra madre.

Aquel General volvió a sus soldados. Era un momento tenso y señalando con el dedo a dos de sus oficiales, les gritó:

—Tú y tú: llevaros a vuestra gente al almacén de alimentos y arrasarlo. Esta Aldea, nunca nos olvidará, así recordará algo fundamental: no pueden discutir los deseos del gran Señor. Los demás —continuó mandando— haced lo mismo en todas las casas.

Nuestra Mama-coya, estaba inconsciente, apenas mantenía un hilo de vida, la llevamos a su hogar, no pesa nada en nuestros brazos, la edad la había consumido e iba casi agonizante. Con delicadeza la tendimos en su cama: un montón de esteras y cojines. Se quedaron con ella sus hijos y las Madres de más edad.

Toda la Aldea se llenó de gritos y carreras, grupos de soldados, cruzaban el Virú y sembraron el pánico en nuestros corazones.

El General se retiró a su campamento y dejó a sus subordinados organizando el saqueo. Cuando una familia se resistía defendiendo su casa, no tenían ningún reparo en incendiarla. Tirando unas teas ardiendo al techo y disfrutando con la visión: las brasas cayendo, iluminando la habitación y llenándola de humo. Esperaban hasta ver salir atemorizados a los escondidos, entonces los recibían con bastonazos y pedradas. Asolaron el pueblo, cabaña a cabaña, incendiándolo todo. Ante nuestros ojos desaparecía, lo que nos había costado, años y esfuerzo, construir: aquel paraíso.

Unos jóvenes abrieron el corral de las llamas y guanacos. Desde dentro las azuzaba —con gritos— provocando su huida. Cuando unos soldados se percataron y corrieron hasta ellos, entre golpes, algunos quedaron en el suelo con graves heridas, pero la mayoría escaparon corriendo Saraque arriba, rumbo a la Laguna de los Patos.

La Aldea se iluminó aquella noche con multitud de incendios y gritos de desesperación, durante horas todo era confuso y caótico. Los soldados arrasaron la Aldea, arruinaron el Templo, derribaron la Kala, violaron a algunas las madres, aplastaron la cabeza de cuantos encontraron a su paso: niños y mayores. Al avanzar la noche empezaron a marchar, dejando tras de sí una estela de destrucción y miedo.

Después de haber intentado proteger a mis hijos, volví a la casa de la Mama-coya, me sorprendió el silencio dolorido de las madres.

Asiri —me sugiere una de ellas— la Mama-coya está muy mal, se muere, desea hablar con su heredera, ¿Tú puedes ir a traerla?

—De acuerdo. Inmediatamente, salgo con mi hija mayor —le dije con pesar— mañana volveré con Kusi.

Corrí a mi casa, esquivando en el camino a pequeños grupos de soldados, todavía algunos deambulaban borrachos. Encontré a una de mis amigas tumbada en el suelo, ensangrentada y muerta, eso a mí no me debía ocurrir. No me iba a suceder. Mi casa, como casi todas, estaba carbonizada, aunque mis hijos apagaron el fuego, el techo —de ramas y carrizo— había caído sobre los pocos objetos del dormitorio y la cocina, mucho peor estaba el taller. Las telas todavía ardían con humo negro y nauseabundo.

—Todos os quedaréis aquí —les comuniqué al llegar— menos Sami, ella vendrá conmigo a buscar a Kusi.

—Pero mamá— protesta mi hijo mayor — ¿Por qué no voy yo contigo?

—Porque has de proteger a tus hermanos, además te quedas con la misión de acabar con el fuego del taller. Sami, mira si hay algo de agua y si no ve al río, mientras yo busco qué nos llevamos para el viaje.

No tardamos mucho en ponernos en camino rumbo a la Laguna de los Patos.

Era una noche luminosa, estrellada, la luna casi llena nos acompañaba iluminando el camino. De vez en cuando Sami me hacía preguntas, sin dejar de caminar deprisa:

—¿Kusi será una buena Mama-coya?

—Mamá, ¿llegaremos a tiempo para traer a  Kusi hasta su madre?

—¿Cómo vamos a recuperarnos de la catástrofe, todo está quemado y deteriorado?

—Algunas madres hablan de abandonar la Aldea ¿Tú qué piensas?

Yo no tenía ninguna respuesta, en verdad me hacía las mismas preguntas, pero intenté tranquilizarla.

Desde muchos años atrás no iba por la laguna de los Patos, en una ocasión hice el camino con un grupo de jóvenes y nos habíamos entretenido con juegos y conversaciones. Recuerdo la primera vez: fue unos días antes de mi elección de marido, el elegido venía en el grupo y tuvimos muchas ocasiones de hablar, llegó a ser el padre de mis hijos y ahora está muerto, mi añorado Kachi.

Todavía no amanecía, por la posición de la luna, sería entre las cuatro y las cinco de la madrugada, cuando desde un cerro vislumbramos la hondonada.

La Laguna de los Patos era un estanque natural, a una jornada de marcha desde la Aldea, rodeada de vegetación en el desierto. El agua manaba del fondo, muchas aves se concentraban para beber y refrescarse. A esa Laguna acudimos —de vez en cuando— nosotros para cazar, pues muchos animales se congregan, sobre todo al atardecer.

Conforme nos acercábamos, el humo de una hoguera se elevaba entre los árboles de la ribera, en medio del silencio de la noche.

Tanto Sami como yo, al llegar, jadeábamos por el esfuerzo de la última carrera, alzamos la voz avisando:

—Somos, Asiri y Sami. ¿Buscamos a Kusi?

A nuestros gritos, se levantaron alarmados, ni siquiera tenían a alguien de guardia, todos se habían dormido. Nos sentamos junto a la fogata, el aire era fresco en el amanecer. Les contamos lo sucedido en la Aldea, ellos bastante sabían, por quienes acudieron a lo largo del día anterior, pero se llenaron de tristeza cuando les hable de la Mama-coya.

—Kusi, en la Aldea, te esperan cuanto antes — le informé con pesadumbre— Allí te necesitamos.

—No podemos regresar —replicó Kusi— todavía no se han marchado los soldados. ¿No es peligroso volver?

—No hay problema. Yo te acompañaré, para eso he venido —Afirmé con decisión— Mi hija se quedará ayudando aquí.

Preparamos la partida y antes de una hora, ya estábamos en camino. El sol empezó a calentar, durante el recorrido nuestras conversaciones giró en torno al futuro. Yo tenía claro y así se lo hice ver: tal vez cuando lleguemos, su madre ya estaría muerta, yo la había dejado casi agonizando, ella sería la nueva Mama-coya. En el rostro de Kusi yo advertía como, a pesar de mis palabras, no aceptaba la muerte inminente de su madre.

—Cuando la dejé —insistía con incredulidad— estaba muy anciana y decaída, pero, de ahí a estar muerta, hay una gran distancia.

Ser la nueva Mama-coya no le preocupaba, desde hacía mucho tiempo lo sabía, en cambio, le costaba aceptar la muerte de su madre.

Nuestro caminar aquella mañana, fue más lento, el sol calentaba la arena, disipando el frescor del rocío y convirtiéndolo en un vaho agobiante. No había sombras, entre las dunas apenas pequeños matorrales, bajo ellos se escondían algunos reptiles huyendo de nuestra vista, eran, junto a los insectos, los únicos indicios de vida visible.

Después de un día caminando llegamos. Desde el cerro Saraque la visión era terrorífica, la Aldea se veía llena de cadáveres y ruinas calcinadas. El silencio envolvía las calles, el humo todavía se elevaba de algunas casas y almacenes. Corrimos Saraque abajo, rodeamos el Templo hasta el hogar de la Mama-coya, nos recibieron en la puerta varias madres, inmediatamente entramos. Hacía demasiado calor en la habitación, por el bochorno del atardecer. Kusi se arrodilló junto a su madre, llevaba un rato inconsciente, pero nada más cogerle la mano, la Mama-coya Naira abrió los ojos susurrando:

Kusi, mi tiempo se ha consumido, ahora tú has de ponerte al frente de nuestro pueblo. Mi dolor es dejarte la Aldea así, destruida y sin alimentos.

—No te esfuerces más madre, tendremos ocasión para hablar más adelante.

—Kusi no hay tiempo. Yo confío en ti y todo nuestro pueblo te seguirán, has demostrado inteligencia y valentía. Has de reconstruir la Aldea de nuevo, se ha perdido mucho, sin embargo, no podemos abandonar: el río Virú es nuestro hogar.

En ese momento cerró los ojos y vimos cómo serenamente, sin ninguna muestra de dolor, dejó de respirar.

Kusi se quedó paralizada mirándola, pero una de las madres ancianas se le acercó levantándola. Cuando, con los ojos llenos de lágrimas, se giró hacia nosotros, la sentí como nuestra nueva Mama-coya.

En medio de la tragedia debíamos sacar fuerzas para honrar a la Mama-coya Naira. Ella se lo merecía.

Kusi nos puso en marcha, envió a una joven a la Cueva de los Muertos, allá otra estaba vigilado, le informó de la muerte de la Mama-coya y la envió a la Laguna de los Patos a traer a los desplazados con los alimentos.

A la mañana siguiente, con todos los supervivientes de la Aldea, realizamos los rituales para el entierro, por nuestra situación nos vimos obligados a improvisar algunas cosas. Los hombres prepararon rápidamente la caja de madera, les hubiera encantado hacerla más digna. Los soldados habían robado algunos de los objetos ceremoniales, pues su casa también fue saqueada, no le pudimos poner sus collares ni su corona de oro: habían desaparecido.

Al final colocamos la caja junto a su hoguera y levantamos de nuevo su Kala, y según nuestra usanza se preparó su cuerpo y se le envolvió en el lienzo de su vida, en él varias madres bordaron los últimos hechos y el modo cruento de su muerte. Lo tapiamos todo, adornando las paredes con relieves.

Nada más terminar el entierro de la Mama-coya Naira, se puso en marcha la caravana rumbo a la Cueva de los Muertos con todos los fallecidos estos días. Casi cada familia tenían alguno, en total eran cuarenta y siete, había niños y ancianos, pero también, madres y padres. Las familias acompañaban, con cantos y danzas, a los muertos; el calor era agobiante, un concierto de chicharras llenaba el aire con un cántico triste y monótono. Cada parentela llegaba con los suyos y después de depositarlos en la Cueva, se quedaban en la puerta para acompañar a los demás. Todos acabaron con una danza de despedida, terminada por los gritos de bienvenida, pues nosotros abandonamos esta vida con tristeza, pero saludamos con alegría la nueva vida.

Empezaron unos días de dolor.

Kusi convocó el Consejo, como todavía no habíamos hecho el nuevo templo, nos reunimos alrededor del túmulo de la Mama-coya Naira.

—Ya os he recordado —aseguró solemnemente Kusi— las últimas palabras de mi Madre: No podemos, aunque hayamos perdido mucho, marcharnos de aquí. El río Virú es nuestro hogar. Algunas de vosotras habéis manifestado el deseo de huir hacia el sur, de buscar un sitio más tranquilo, más alejado del poder de Chan-Chan, pero es muy claro el último deseo de la Mama-coya, es más, es un mandato: reconstruir la Aldea. A orillas del Virú tenemos nuestro hogar. Seguiremos aquí.

En medio del silencio se levantan algunas voces, todas a favor de permanecer a orillas del Virú.

Pocos años más tarde sucederían cosas imprevisibles, nadie las podía ni siquiera imaginar. Sin embargo, nuestra decisión, en ese momento, estaba tomada.

—Ahora lo más importante —continuó Kusi— es organizar el trabajo para reconstruir la Aldea, sin olvidarnos de lo más necesario: conseguir alimentos. Los padres se irán a la Aldea del Mar durante una semana, y traerán pesca y sal. Las agricultoras harán un inventario de la comida y empezarán a reconstruir los bancales. Las demás madres se encargarán de arreglar las casas y almacenes dañados por el fuego y la barbarie, mientras los jóvenes buscarán las vicuñas y llamas dispersas y recogerán frutas de los bosques. También los niños deben colaborar, se encargarán de traer agua del río y cazarán cañanes. Cuando dentro de una semana, regresen los hombres, todos nos ocuparemos en la reconstrucción del Templo. Mi hija Sisa ya ha salido a buscar la nueva Kala.

Al escuchar estas palabras no tuve más remedio que admirar la capacidad organizativa y la autoridad de nuestra nueva Mama-coya. Bajo su gobierno parecía fácil recomenzar, solo sería necesario vigilar la realización de esos planes.

 

 

 


 

 

 


Fascículo - 19º




 A orillas del Virú, 1470: Los soldados incaicos en Chan-Chan.

Narradora: Asiri.  

De cómo los soldados incaicos asedian la ciudad de Chan-Chan.


Las calles de nuestra Aldea iban recobrando su actividad normal, la Mama-coya quiso dar realce a la fiesta de la elección de marido, participando personalmente. Decidió elegir a Churki ("Hombre que nunca se rinde"), había estado casado con su hermana Illarisisa, y desde entonces permanecía viudo. Churki estaba emocionado, pues había visto en Kusi ("Mujer siempre con suerte"), un reflejo de su amada Illarisisa.

Antes de casarse, pensó debía yo también casarme, pero las dos habíamos visto el cuerpo de su marido Chuwi ("Hombre simpático"), y cómo moría en medio de una batalla. Nadie podía afirmar lo mismo del cuerpo de Kachi (“Hombre inteligente”), mi marido, aunque yo no tenía muchas esperanzas, después de tanto tiempo, ¿pero, y si volvía? Yo no quería volver a casarme.

Varias Madres chismorrean contra la nueva Mama-coya, aunque nunca se mencionaban sus nombres.

Una de ellas la censuraba afirmando:

—La costumbre está muy clara: la heredera de la Mama-coya es la primera en elegir al llegar a la edad, eso ya lo ha hecho Kusi, cuando eligió a su primer esposo, ahora no tiene ese derecho.

Otras madres difundían otro rumor:

—Kusi se ha chanchanizado, al vivir tanto tiempo con gentes de Chan-Chan, ha tomado algunas de sus costumbres y su manera de hablar; hasta sus adornos y vestimenta son extraños. Por eso ha perdido el derecho a ser nuestra Mama-coya.

Exagerando la deformidad de su rostro, causada por la herida sufrida contra los de Chan Chan, fue muy cruel quien empezó a llamarla: MAMA-monstruo. Con el tiempo la cicatriz no era muy llamativa, pero se le notaba. 

A esa despiadada madre el Consejo la expulsó de la Aldea; yo también apoyé el castigo, aunque me pareció excesivo. Ella no se arrepintió. Abandonó nuestra compañía, junto con su marido y algunos de sus hijos. En una balsa se dirigieron hacia el sur.

Kusi acepta las críticas y se comprometió a esforzarse para volver a apreciar todas nuestras costumbres, pues no era intencionada esa supuesta chachanización. Ella había demostrado —con hechos— el rechazo a los de Chan-Chan.

Pero no quiso ni oír hablar de perder el derecho, a ser la primera en elegir marido. Esa era una costumbre arraigada, las parejas estaban decididas cuando empezaba la Elección, y desde luego nadie pensaba elegir a Churki. Realmente era casi una formalidad, pero revelaba el poder absoluto de la Mama-coya. Y ella no quería ni podía renunciar.

El Consejo le dio la razón y se aplacaron los ánimos.

Pasaron los meses después de la fiesta de la Elección y sucedieron muchas cosas, cada una a su manera, iban a cambiar mi vida, aunque yo todavía no lo supiera.

Como todas las tardes bajé al río, llevaba —como cada madre— el cántaro para traer el agua del día siguiente. Era un tiempo de alegría junto al río, todos nos bañábamos y surgían las conversaciones. 

Pero en esta ocasión sucedió lo impensable.

Por la ladera del monte —al otro lado del río— surgieron varias figuras avanzando. Poco a poco, lo vimos: eran un grupo de soldados de Chan-Chan. Venía en cabeza uno con las señales de los Jefes: las plumas y las pequeñas placas de oro incrustadas en la túnica. Empezó a correr dejando atrás a los demás.

Nuestros perros vadean el río y rodearon al Oficial, por las cabriolas a su alrededor, parecían conocerlo. El Oficial siguió avanzando y al llegar a la orilla me dio un vuelco el corazón:

—Es Kachi, ¡Es mi esposo!

Se tomó unos instantes para recobrar el aliento, las manos sobre la rodilla, luego se tumbó en la ribera, y empezó a derramar agua sobre su cabeza y su cara. Una alegría salvaje se apoderó de él, braceaba enloquecido, saltaba, salpicando agua a su alrededor, yo no podía comprender su reacción.

—¡Kachi! —dije, y no me di cuenta, estaba gritando— ¡Qué alegría!

Me lancé al río y en apenas cuatro brazadas lo crucé. Me abalancé y abrazándole susurré:

—¿Dónde has estado? Si supieras cuanto te he extrañado. Nunca perdí la esperanza de volver a verte, muy en el fondo de mi corazón te sabía vivo.

Kachi me miraba con rostro impasible, ¿Cuánto le costaba creer donde estaba y con quien?, y más todavía: yo le abrazaba. Poco a poco una sonrisa iluminó su rostro. Lo había logrado.

—Tienes muchas cosas para contarnos.

—¿Cómo están mis hijos? —fue su primera pregunta con la voz rota.

Del otro lado del río comenzaron a llegar, todos lo observaban con incredulidad, advertí muy emocionada a la Mama-coya abrazándolo. Fueron muchos los abrazos. Los soldados se unieron a nuestra alegría. Nos montamos en una balsa, abrazado a mí me dijo:

—Llevaba ya más de un año en la cárcel, llegaron presos varios de la Aldea, me contaron la masacre de los soldados. Antes del ataque tú estabas viva, pero hablaban de la total destrucción y como huyendo hacia el sur, habíais abandonado la Aldea. Por eso, me he quedado aturdido al contemplar dos milagros: la Aldea todavía existe y tú mirándome al otro lado del Virú.

Todos nos rodearon y Kachi nos miraba entre asombrado y risueño. Antes de seguir se bañó, por primera vez después de tanto tiempo, en nuestro río; en esta situación llegaron algunos de nuestros hijos y alborozados lo abrazaron.

Empezamos a andar por el camino de las Chirimoyas hasta la Aldea. Todo el tiempo le mirábamos —aún incrédulos— al verlo. Ante de entrar en nuestra casa, él quiso acercarse hasta el Templo, allí besó la Kala y nos dijo:

—¿Cuántas veces he recordado nuestro Templo? ¿Cuántas noches me veía danzando, junto con vosotros, en honor a Inti, en este Templo?

Fue muy emotivo verlo, con los ojos anegados en lágrimas, abrazado a la Kala. Pero debía descansar.

Kachi, vamos a casa, —le susurré, tomándole del brazo— ya está anocheciendo y tendrás mucho tiempo para venir al Templo y también de contarnos tantas cosas.

Aquella noche les preparé algo de comer y les forcé a dormir en nuestra habitación, quería quedarse con los soldados en el patio de la casa, pues la noche era agradable. Se acostó y no tardó mucho en despertar gritando aterrorizado, su sueño estaba poblado de pesadillas. Lo abracé tratando de tranquilizarlo y se volvió a dormir, después de darle a beber una infusión de adormidera.

Por la mañana seguía entre sueños, aletargado. No quise despertarlo, los soldados mantuvieron el silencio, unos estaban adormilados, otros fueron a bañarse al río, a medio día me acordé de su comida. Desperté a Kachi y le hice comer un hervido de maíz con papas y yuca, cuando estaba comiendo llegó la Mama-coya.

—¿Kachi, cómo estás?

—Si algo necesito —dijo Kachi— es vuestra compañía, sentir de nuevo la fuerza de nuestra Aldea, la fuerza de vuestras miradas y sonrisas.

—Si estás con ánimo —continúa la Mama-coya— esta noche podemos hacer una fiesta. He mandado recado a los hombres: vendrán de la Aldea del Mar para recibirte.

  Cuando Inti enrojece las nubes, salimos de nuestra casa, en el Templo había una multitud, subimos por la escalinata norte. Nuestro templo ya tiene tres terrazas superpuestas: la explanada de Tintaya ("La que consigue lo que quiere"), encima la de Naira ("Mujer de ojos grandes"). Ahora también la de Kusi ("Mujer siempre con suerte"), en total se eleva unos cinco metros sobre el suelo.

Kachi avanzó apoyado en mis hombros, yo iba eufórica y entusiasmada como no había estado desde hacía muchos años. Después de la danza, se repartió la chicha y nos sentamos en la explanada. Kachi tomó la palabra diciendo pausadamente:

 

—Como todos sabéis hace casi cuatro años, la mama-coya Naira envió a su hija Kusi y a unos cuantos de nosotros, para colaborar con los rebeldes en la lucha contra los de Chan-Chan. Participamos en muchas acciones, y durante un tiempo, salimos más o menos victoriosos, de aquellos encontronazos, conseguimos retrasar el avance de los soldados, pero la acción más trágica, nos llevó a una amarga derrota.

Sucedió una mañana, después de dormir bajo un techo de miles de estrellas, la tensión era palpable, cuando avanzamos acercándonos a un campamento. Nadie hablaba, nuestros movimientos eran cautelosos. Desde donde yo estaba veía a Kusi y a mi esposa Asiri. Con horror observé como las rodeaban atacándolas con saña, en medio de gritos y gestos agresivos. Kusi cayó al suelo y la creí muerta, Asiri se precipitó por un abismo y desapareció de mi vista. Al reaccionar me levanté y me sentí rodeado de soldados: me golpearon y me hicieron preso.

Luego de varios días, marché junto a un grupo de prisioneros, llegamos a Chan-Chan. Yo tenía la rodilla destrozada y golpes por todo el cuerpo, me metieron en una mazmorra con otros quince prisioneros, allí permanecí —desnudo— más de doce Plenilunios.

La cárcel era una gran sala, en el suelo se abrían las entradas a las mazmorras, unas cuevas subterráneas, sin ventanas ni respiraderos, donde se hacinaban los prisioneros. Semana tras semana elegían a unos cuantos para el sacrificio ritual. Abrían la trampilla y bajaban varios soldados por una escalera de mano, para elegir a los destinados a la ofrenda semanal a sus dioses. Yo me iba librando, pero una tarde me sacaron junto con otros cinco infelices. Como es su costumbre, a los que iban a ser sacrificados, nos dieron una droga, para adormecer nuestra voluntad. Cuando la bebí empecé a tener fuertes espasmos, los músculos se pusieron rígidos y me desplomé inconsciente.

Dos días después, al recuperar la conciencia, me fui enterando de lo sucedido.

Caí al suelo, el Jefe de los carceleros, irritado grito:

—Este desgraciado ya está muerto, no podemos llevarlo al sacrificio. ¡Ya lo enterraremos!.

Me patearon y me dejaron en una esquina, al volver del castigo, nadie me hizo caso, me había convertido, en la sala de los carceleros, en un objeto más. De vez en cuando me golpeaban para ver si estaba vivo.

Al recuperar el conocimiento me di cuenta de mi situación. Procuré moverme lo menos posible, debía seguir siendo un objeto tirado en una esquina. Una sed horrorosa me desquiciaba, pero esperé hasta la madrugada, entonces aprovechado la desidia de los carceleros, pude beber y comer algo.

A la mañana siguiente el Jefe, al advertirme, me gritó:

—¡Muerto!, acércate.

Con pánico me acerqué hasta donde él se estaba vistiendo, temiendo lo peor y cuál fue mi sorpresa cuando me dijo:

—¡Muerto!, tráeme aquella lanza.

Ante esto, yo obedecí con presteza, sin levantarme del suelo —gateando— tratando de seguir siendo invisible.

Sin ninguna razón conocida, me fui convirtiendo en un criado peculiar de los carceleros. Me habían cambiado el nombre —Muerto— siempre estaba desnudo, les traía y llevaba cosas, les limpiaba sus armas, recibía patadas y empellones, pero milagrosamente, seguía vivo.

Llegué a ser el encargado de bajar el agua y la comida a las mazmorras. Al amanecer les bajaba, a cada mazmorra, un cántaro de agua y otro de comida y a anochecer otro de agua y subir y vaciar la vasija de excrementos. En cada calabozo malvivían unos 20 prisioneros. No era mucho trabajo, así los carceleros no lo hacían, se quitaban de encima una obligación. Más de una vez aproveché sus descuidos para bajarles más agua a unos y otros; la comida era imposible, la traían cada mañana y se agotaba. Por experiencia sabía que algunos carceleros descuidados o sádicos, al bajar el cántaro de agua o de comida, lo zarandeaba y cuando llegaba a los presos se había perdido alguna cantidad. Yo por eso siempre me esforcé porque eso no me sucediera a mí y le alcanzara a los prisioneros el máximo, aunque yo sabía: siempre era menos de lo necesario y siempre se acababa demasiado pronto.

En esta extraña situación llevaba varios Plenilunios, cuando aparecieron cinco prisioneros, a los que reconocí inmediatamente, a todos los conocía. Eran de nuestra Aldea. Fue para mí un golpe demoledor, sus noticias: la destrucción de la Aldea, la huida de todos sus habitantes, la muerte de tantos familiares y amigos, además ellos estaban prisioneros.

La vida seguía cada vez con menos sentido, ni siguiera una salida de la cárcel fue para mí, motivo de alegría. Ya llevaba más de dos años, cuando el Jefe de los carceleros me dijo:

—Muerto, ponte un taparrabos y ven conmigo.

Le seguí entornado los ojos al salir al patio. Deslumbrado, avancé tras sus pasos por las calles de la ciudadela. Llegamos a su casa, llevaba muchos años sin ver a ningún niño, y me quedé mirándolos.

—Muerto, olvídate de los niños, te he traído para meter estos sacos de maíz en el almacén. Antes del mediodía vendré a por ti, cuando vuelva todo debe estar terminado. ¡Ponte a trabajar!

Fue un trabajo duro, yo no tenía fuerzas, pero cuando el jefe volvió había cumplido con su mandato: los veinte sacos de maíz estaban en el granero. Me dio unos tragos de chicha de regalo y volvimos a la cárcel.

Aquella tarde expliqué mi aventura a algunos prisioneros, desde la mazmorra, me preguntaban intrigados.

Entre los carceleros, empezaron a correr rumores sobre un ejército, los llamaban los soldados del Inca y murmuraban afirmando: 

—Vienen en dirección a Chan-Chan. Lo más alarmante, son miles. Un ejército de más de 30 mil combatientes, se acerca. El griterío ensordecedor de tamaña multitud hiela la sangre y atemoriza.

Fueron días de gran zozobra, el Señor de Chan-Chan organizó varios sacrificios de prisioneros, en tres semanas fueron sacrificados casi cien, pidiendo a Kon, su Dios protector, que luchará con ellos contra sus enemigos.

En todo Chan-Chan, el miedo creció como una nube negra, apoderándose del ánimo de la población. A la ciudadela llegaban grupos de soldados narrando derrotas frente al ejército adversario. El Inca envió una embajada exigiendo la rendición, pero Minchan Caman, Señor de Chan-Chan, la rechazó, mató a todos los enviados del Inca, menos a uno, le devolvió para informar amenazador:

—Chan-Chan, nunca se rendirá.

Al recibir esta respuesta, Túpac Inca Yupanqui, hijo de Pachacútec, aconsejado por sus generales, decidió rodear la ciudad y bloquearles los canales de suministro de agua. La ciudad de Chan-Chan está en pleno desierto, por unas acequias les llegaba agua del río Moche. Esa decisión supuso un duro golpe para la ciudad, pues en unos días se agotaron las reservas y la gente comenzó a tener sed.

A la cárcel nos venían todos estos rumores y, aunque empezamos a sufrir las consecuencias, deseábamos el triunfo de los soldados incaicos.

Una tarde desaparecieron los carceleros y yo abrí las mazmorras, y con ayuda de la escalera de mano, facilite la evasión de los prisioneros, apenas éramos unos ochenta y empezamos a salir de la cárcel. Todos nos mirábamos y reaccionamos buscando algo de ropa y cada cual decidió su manera de huir. En la ciudadela todo era caos, autoridades y militares, corrían sumidos en el desconcierto. Los soldados incaicos ya superaban la primera muralla y comenzaban a desperdigarse dentro de la ciudadela, en medio de aquel caos fue muy fácil salir y sin problemas ocultarme a orillas del río Moche. Allí muchos fugitivos, nos fuimos escondiendo de los soldados del Inca y de los otros soldados. Grupos, cada vez más numerosos, se embarcaron rumbo al mar en pequeñas naves de totora.

Mi único pensamiento era alejarme de allí.

Tomé la ruta de la sierra buscando la cueva donde se reunían los rebeldes, no se me pasaba por la cabeza otro sitio al cual acudir. Llegué en dos días, como poco, pues por mucho que me apresurara corriendo, la distancia me resultaba muy grande, me fallaban las fuerzas y a veces pasaba horas acurrucado a la sombra de los árboles, medio dormido después de comer algunas frutas. Encontré la cueva y me vi rodeado de los perros, al principio gruñían, pero al poco me reconocieron. Me recibieron Wara y Arumi junto con unos cuantos ancianos.

—Mi hijo Illampu con los demás —me informó Wara— se ha unido a la tropa del Inca en el asalto a Chan-Chan.

Les pude decir que habían ganado la batalla, aunque no sabía nada de su hijo. Allí me cuidaron durante semanas, entonces nos llegó noticia de Illampu, pidiéndonos fuéramos a Chan-Chan.

En la ciudad nos encontramos con una situación inesperada: Túpac Inca Yupanqui, hijo del Inca Pachacútec, había apresado al Señor de Chan-Chan, y lo envió al Cusco cautivo. En su nombre, encumbró al hijo del Señor: Chumún Caur, para gobernar la ciudad en nombre de su padre, sin embargo, como súbdito del Inca. También nombró a Illampu jefe del ejército de Chan-Chan, con la misión de controlar al nuevo Señor. Illampu nombró Oficiales para su milicia, algunos fueron de los rebeldes y como yo era uno de ellos —pese a mi reticencia— quiso fuera Oficial y tuve que aceptar el cargo.

Cuando ya estaban las cosas más tranquilas, empezó a obsesionarme el deseo de volver a nuestra Aldea, la sospechaba totalmente devastada. Por eso, cuando vi la Aldea desde la ladera del monte, me llené de alegría. No podía creerlo, allí estaba nuestro templo, por eso corrí apresuradamente hasta llegar a nuestro Virú.

…...

Al terminar de hablar, el silencio se adueñó de la explanada del Templo. Ya es casi la medianoche, todos estamos sobrecogidos y nos sentíamos liberados de la opresión de Chan-Chan. En ese momento Kusi levantó la voz:

—Hemos vivido tiempos difíciles bajo el dominio de los chimúes, nos han dejado sin alimentos, han destruido nuestra Aldea, han matado a muchos de los nuestros. Ahora se presentarán tiempos mejores. Esperemos que los incaicos no vengan hasta el río Virú, y si vienen o mandan un emisario, no sea tan crueles.

El silencio alcanzó a toda la concurrencia, cada uno tratando de comprender la nueva situación, nos encaminamos cada cual a su casa. Mi marido se puso nuestra ropa y se reintegró en la vida de la Aldea.

 

 

 


 

 

 

 

Fascículo - 20º



Ciudad de Trujillo, enero 2008.


Al día siguiente, por la mañana, volvieron a casa de D. Miguel con nuevas dudas y preguntas. En esta ocasión les recibió Doña Claudia y, al mirar por la ventana al patio interior, le elogiaron las macetas.

—A mi edad, ya solo puedo hacer frente, a tres de mis hobbys: la cocina, la jardinería y poner algunas inyecciones. No sé si mi esposo se lo ha dicho, pero cuando nos conocimos, él ya era un joven y apuesto profesor de la Universidad, y yo estudiaba enfermería y, fui enfermera hasta abandonarlo —temporalmente— para atender a mis hijos. Cuando se me hicieron mayores y, me dejaron el nido vacío, volví a ejercer hasta mi jubilación. La cocina fue siempre una de mis pasiones y las flores son la alegría en una casa.

Al entrar en el estudio, Don Miguel estaba de un humor excelente, se diría exultante, les empezó a decir tras los saludos:

—Durante la mañana he leído parte del Manuscrito y, me ha parecido muy interesante, la descripción de los Baños del Inca, desde tempos antiguos eran unos baños termales. Alrededor de ellos, surgió una cultura de sanadores, es la llamada cultura Cajamarca, todavía de ella se sabe muy poco. Fueron ocupados por el Imperio Incaico, en la primera expansión, con el gran Pachacutec y, aún en la actualidad, es un importante centro termal.

 Pero lo más relevante de este relato, es la relación de la Aldea con los Chimús. Sobre ese tema hay muchas noticias interesantes. Yo conozco a Doña Victoria, una profesora jubilada de la Universidad Nacional, allí se desempeñaba como profesora de Arqueología. Es una verdadera experta en la Cultura Chimú, la llamé anoche por teléfono, para informarle de ustedes y terminó pidiéndome, que les animara y convenciera para visitarla. Tiene mucho interés en conocerles, si les parece oportuno.

—Por supuesto, será muy interesante —reaccionó con rapidez Rosa— es más, puede darnos información sobre la autenticidad del Manuscrito.

—Vive muy cerca de la actual Avenida Juan Pablo II, en la calle Los Canarios —explicó Don Miguel— está un poco lejos de acá, iremos en taxi.

Todo se pusieron a organizar el desplazamiento, Don Miguel se retiró a su habitación, se puso el saco y el sombrero, mientras Doña Claudia llamó a un taxi. No tardaron ni media hora en llegar a casa de Doña Victoria, los recibió dirigiéndolos a su despacho. 

Doña Victoria reflejaba en sus gestos y palabras su amplia experiencia académica. El pelo cano enmarcaba un rostro juvenil, aunque parecía tan joven como Don Miguel, de hecho era mayor, pero muy arreglada. No había salido a la calle esa mañana, pero esa era la manera ordinaria de presentarse a las visitas. Enviudó de otro profesor de la Universidad. Mantenía arreglado el despacho de su marido, distinto al suyo, nos recordó:

—Cuando estuve en España, coincidí durante un tiempo con Doña Claudia y Don Miguel, ya nos conocíamos desde hacía algún tiempo. Estado allá, leí un libro: Una habitación propia, escrito por Virginia Woolf. Cuando volví y me casé, hicimos un despacho personal para cada uno. 

En una de las paredes un gran póster informaba de la Cultura Chimú.


Don Miguel tomó la palabra:

—Como Warayana afirma en la carta de presentación del manuscrito, los chimúes llegaron al Valle del Moche del norte. 

—Vinieron por el mar —continuó Doña Victoria— no se sabe muy bien desde dónde, aunque algunos arqueólogos hablan, de un pueblo guerrero, venido de Manta, en el actual Ecuador, en una flota de balsas, con toda su corte y guerreros. Fundaron Chan-Chan como Capital de la Cultura Chimú. El último de los Señores, Minchanman, fue derrotado por los soldados incaicos, que conquistaron y destruyeron la ciudad.

—Pero cuándo llegaron los Españoles —afirmó Don Miguel— encontraron una ciudad en ruinas y casi deshabitada. La respetaron y a unos kilómetros fundaron la actual Trujillo.

—La Cultura Chimú —continuó Doña Victoria— creemos se formó por la fusión de las culturas Mochica y Lambayeque, alrededor de 700 antes de Cristo. Su centro administrativo fue esa ciudad, compuesta por miles de edificios y un laberinto de calles y callejones. Tal vez vivieron, en su época de apogeo, unas 60.000 personas, fue una de las ciudades más grandes de América del Sur. 

En aquel despacho se respiraba la cultura Chimú, en otra pared estaba decorada con otro cuadro mucho más explícito.

 

—Su gran extensión —continuó Doña Victoria— se debe a que es una ciudad de ciudades. Al morir el gobernante de turno, quedaban sellados para siempre sus palacios, patios ceremoniales, talleres y depósitos. Todo se convertía en un enorme mausoleo, una ciudad fantasma, silenciosa y deshabitada para siempre. 

Al sucesor le tocaba ocupar un espacio vecino donde edificaría su ciudadela, con los palacios para albergar a su corte con sus sacerdotes, guerreros y sirvientes. 

Cuando los incaicos la destruyeron, estaba formada por diez ciudadelas amuralladas. Las más antiguas abandonadas muchos años antes, sus edificios estaban deteriorados, pero nadie había profanado sus tesoros. Los incaicos se llevaron gran cantidad de oro, plata y piedras preciosas al Cuzco.

—Algunos arqueólogos sostienen —afirmó Rosa— como leímos en un libro prestado el otro día por Don Miguel, cómo de esta Ciudad salieron los maravillosos adornos de la Koricancha en el Cusco.

—Por supuesto, es una explicación muy razonable —dijo D. Miguel— pues la cantidad de metales preciosos, encontrados por los españoles en el Cuzco, bien pudieron ser fruto de lo rapiñado acá. Era la ciudad más importante, en ese momento, la más rica y habitada. 

—Cuando llegaron los españoles —volvió a intervenir Doña Victoria— se equivocaron al creerlas desvalijadas: sin objetos valiosos. Hay constancia, de un Cacique obsequiando a un Escribano real de Trujillo, con un deslumbrante tesoro de oro, de plumas y de perlas, extraído de la ciudadela más antigua. 

—Visitamos el domingo las ruinas —manifestó Juan— y parecían de una ciudad bastante inhabitable, nosotros sufrimos mucho del calor.

—Pues según estudios realizados —contestó Doña Victoria— los techos facilitaban la circulación de corrientes de aire. Además, había gran cantidad de jardines, pozos y lagunas artificiales. Recreando un microclima especial, muy agradable dentro de las ciudadelas.

—¿Qué se sabe de sus ideas religiosas? —Preguntó Juan.

—Los chimúes adoraban a la Luna por su influencia en las plantaciones y en las mareas, además con ella calculaban el tiempo, y celebraban el plenilunio como el momento de su mayor manifestación. Veían a la Luna mucho más poderosa que el Sol porque podía brillar en la oscuridad. 

El alma de los fallecidos iba a la orilla del mar, desde donde era transportada por lobos marinos hacia su última morada, llegaban a la Luna por medio de su estela en el mar.

 La práctica religiosa chimú llegó a ser bastante cruenta, en algunas ocasiones especiales, sobre todo en las catástrofes. En estas situaciones ofrecieron la vida de niños en honor a la Luna (Shi), las masacres de habitantes de las aldeas rebeldes, eran mucho más frecuentes, cuando los capturaban formaba parte de los sacrificios como manifestación del poder del Señor de Chan-Chan.

—En el Complejo Arqueológico —comentó Juan— nos hablaron de la Huaca del Sol y de la Luna, situados fuera de las ciudades. ¿Esos restos tienen relación con los chimúes?

  —Los chimúes estaban muy influenciados por la cultura Mochica, su actividad les precedió en esta zona. Estas ruinas de hecho pertenecen a la cultura Mochica. Se considera la capital religiosa y administrativa de los Mochicas. La Huaca del Sol: centro político. Muy cerca se encuentra la Huaca de la Luna: centro religioso ceremonial. Está conformada por niveles superpuestos, con un interior decorado con figuras policromadas, de su deidad “Aia Paec” (El Degollador), uno de los dioses más temido. También adornado por guerreros y sacerdotes, así como el desfile de cautivos desnudos camino de la muerte.

La conversación se alargó durante la mañana, hablando de muchas cosas cada vez más interesantes de la cultura Chimú.

Al llegar la hora de marchar, entregaron a Doña Victoria una copia de todo el manuscrito, ya lo tenían fotografiado y se encaminaron a casa de Don Miguel para dejarlo y luego volvieron al hotel.


 
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