A orillas del Virú
Conquista del Perú

LIBRO SEGUNDO

 





ÍNDICE


Fascículo 1º - Una antigua aventura.

Fascículo 2º - Extraordinaria vivencia en el Pachacámac.

Fascículo 3º - Día miércoles - Trujillo. Enero 2008

Fascículo 4º - Cuenta su experiencia tratando de volver.

Fascículo 5º - Quiénes eran los Pinakuna (“A manera de esclavos”).

Fascículo 6º - Sobre mi vida de Pinakuna.

Fascículo 7º - Mi nueva vida de Willakuq (“cuenta-cuentos”)

Fascículo 8º - Contando historias con Hawka y Limachi.

Fascículo 9º - De cómo llegó a conocer a Yuria en el Cusco.

Fascículo 10º - En las Líneas de Nazca.

Fascículo 11º - Sobre mi llegada a la Mayu Kitilli ("Aldea del Río").

Fascículo 12º -Día miércoles - Trujillo. Enero 2008

Fascículo 13º- Donde Dumma cuenta la llegada a la Aldea.

Fascículo 14º- Narra su nueva vida en la Aldea.

Fascículo 15º -De cómo mi Madre enseña a usar la Chupika.

Fascículo 16º - Así matrimonié con la hija de la Mama-coya.

Fascículo 17º - De cómo experimenté la paternidad.

Fascículo 18º - Donde se narra la añoranza de Duchicela.

Fascículo 19º - Y conocimos el destino de la abuela de Duchicela.

Fascículo 20º - De nuestro encuentro con soldados incaicos.

Fascículo 21º - Conversando con Yaku de los Baños.

Fascículo 22º - Takiri y yo, mantuvimos un gran secreto.

Fascículo 23º - Noticias de los Baños del Inca y Huacho

Fascículo 24º - Conversación con Don Miguel














II - Fascículo - 1º

 


A orillas del Virú, 1431: Una antigua aventura.

Narrador: Mayta (“Hombre que aconseja con bondad”)

Donde se narra una extraordinaria andanza, fue la ocasión de hacer un gran viaje.


Aquella mañana, como todos los días, un rayo de sol entró por el hueco de la ventana, iluminando la pared de enfrente. Después de despertarme, según mi costumbre, salí a dar un paseo junto al río y bañarme.

Me encontré con Anca (“Hombre veloz igual al águila”), un anciano como yo, pero más delgado y huesudo, con los ojos aún vivos y la voz rotunda, su nombre era una caricatura de su personalidad. Era, lento y obstinado, con frecuencia solitario y malhumorado. 

Muy aficionado a recordar los tiempos idos, sobre todo en las noches de nostalgia, cuando la chicha le soltaba la lengua más de lo acostumbrado. Una y otra vez hablaba de aquellos días de la llegada a este valle, cuando lo convertimos en nuestro hogar y las aventuras de los comienzos.

Durante un rato nos acompañamos, en el camino, sin muchas palabras. Aquel amanecer —una niebla suave— cubría la Aldea como un manto de soledad, poco a poco, se iría rompiendo por el tumulto de la actividad cotidiana. Entre los montes se fue intensificando la luz del nuevo sol.

Dimos una caminata hasta el bosque de los Algarrobos, allá teníamos las trampas para los cañanes, unos pequeños lagartos arborícolas, los comemos y también los secamos y comerciamos con las Aldeas cercanas. 

Como todos los días, había casi una docena; elegimos a los machos, en esta ocasión siete, y soltamos a las hembras y los pequeños para dejarlos crecer.

Tal vez con intención de distraerme, Anca, empezó a hablar:

Mayta, cuando veo nuestra facilidad para conseguir comida, recuerdo aquellos días de hambre, los de nuestra juventud, durante la gran aventura. ¿Te acuerdas?

—¡Cómo me voy a olvidar! —le respondí con desgana— casi nos cuesta la vida.

Aquel viaje de nuestra juventud, había dejado una huella, muy profunda, y lo recordamos con frecuencia en  muchas de las  conversaciones. Pequeños detalles, momentos de miedo o tensión, asombro ante la belleza, dolores en todo el cuerpo al trajinar por la navegación, añoranza de los hermanos de Huacho y de Ankalli perdido una noche, al caer al mar.

Cuando sucedió esa aventura estábamos ya establecidos en este valle. La Mama-coya Tintaya reunió al Consejo para comunicarles sus cavilaciones rumiadas durante mucho tiempo:

—Debemos hacer un viaje comercial hacia el Sur, nuestro río es pobre en minerales y necesitábamos: oro y plata.

El Consejo apoyó este deseo y toda la Aldea se puso en marcha, con celeridad construimos tres grandes balsas, con haces de totora, reciamente unidas mediante sogas. Dos palos robustos colocados en el centro sostenían una gran vela cuadrada de algodón y así sería más maniobrera, además se le puso un timón. Sobre la cubierta construimos una choza, una zona protegida, donde la espuma de las olas no perjudicara las mercaderías.

Mientras nosotros construimos las balsas, en la Aldea prepararon varios cántaros y los llenaron de agua y alimentos, igual tenían maíz y papas como ají y carne de cañan y cui. Y en otras vasijas pusieron ropa de diversos colores, telas de lana, de vicuña y de algodón, mantas finamente bordadas con adornos de aves, peces y árboles. También objetos de oro y plata de las formas más diversas y muchas otras cosas: como conchas rojas y blancas, perlas y esmeraldas. 

Cada balsa era una auténtica vivienda flotante, dos habitáculos con paredes de madera, ocupaban el centro, detrás de las velas, izadas en un tronco de tres metros de altura. En cada una viajarían varias Madres y quince pescadores. También irían, algunos caballitos de totoras, escoltando cada balsa. Al final resultó una pequeña Aldea flotante.

Muchos —de madrugada— se reunieron con nosotros en la Aldea del Mar para despedirnos. Algunas Madres y niños, junto con la Mama-coya Tintaya, habían pasado allá la noche, los demás fueron llegando. Con todo preparado, en medio del ajetreo de gritos y carreras, busqué con la vista a Anca, se abrazaba lloroso a su Madre. 

Entonces, Nina (“Mujer vivaz”), volvió a la orilla y se acercó a la Mama-coya, esta se quitó uno de sus collares y se lo puso en el cuello, sería el signo de su autoridad durante el viaje. Montamos en las balsas, serían nuestro hogar muchos días y noches. 

Con alegría y cierta inquietud, nos lanzamos hacia el sur, la brisa nos mecía e impulsaba con decisión. Tanto el cielo como el mar nos envolvía, estaban serenos y azules. 

La multitud se arremolinó, moviendo los brazos en la partida. 

A mí alrededor había caras serias, algunos tal vez rumiaban: esta es una despedida definitiva, otros solo pensábamos: todo saldrá bien y pronto volveremos. Nos fuimos alejando lentamente hasta perder de vista a nuestras familias.

En mi balsa iba Nina, una madre hilandera de mal genio y gritona cuando las cosas no iban según su criterio, pero amable y hasta dulce, si todo estaba a su gusto. Nina dejaba en la Aldea a sus cuatro hijos ya mayores. 

Su vida se encontraba marcada por la muerte de su esposo —perdido en el mar— cuando una ola inmensa le sorprendió pescando, junto con otros más; todas las barcas de totora fueron arrastradas hacia alta mar, no volvió ninguno. Durante meses se conservó la inquietud, hasta aceptar lo inevitable: todos habían muerto. El carácter de Nina se enturbió y no solamente sus hijos sufrieron los gritos.

En nuestra barca las mercancías eran sobre todo telas bordadas, los trabajos de metal iban en las otras balsas, las tres llevaban sus alimentos y el agua necesaria para la travesía.

El cabeceo no tardó en causar mareos, sobre todo a las Madres, la misión consistía en buscar los metales necesarios, por eso la mayoría eran orfebres, poco acostumbradas al balanceo continuo. Navegamos todos juntos, dejando que marchara en cabeza, nuestra balsa con Nina (“Mujer vivaz”).

Cada día de navegación, nos acompañaba una costa desértica. De vez en cuando, verdeaba al llegar a las desembocaduras de los ríos, por todos ellos nos adentrábamos. Buscando las aldeas donde pudiéramos comerciar, éramos recibidos con hospitalidad, pero poco oro y metales nos podían ofrecer por nuestros productos. Una y otra vez volvíamos al mar y seguíamos hacia el sur. Cada noche, rastreábamos un lugar para pernoctar; cuando el sol empezaba a hundirse en el mar, nos acercábamos a la costa buscando el cobijo de alguna ensenada.

Sin embargo, no siempre podíamos refugiarnos.

Sería media tarde cuando —a lo lejos— alcanzamos a ver una línea por encima de las olas, era la silueta de unas montañas, las recibimos con grandes gritos de alegría. Desde el día anterior, el viento nos había alejado llevándonos mar adentro, la noche la habíamos pasado en alta mar, lejos de la protección de la playa. Era una isla habitada por miles de aves.

Al anochecer, nos encontramos bordeando altos y empinados acantilados, cubiertos por los excrementos de los pájaros marinos; fuimos recibidos por multitud de gritos y furiosos aleteos. No éramos bienvenidos.

Esa noche pernoctamos con las balsas varadas en una pequeña bahía, bajo el cielo cuajado de estrellas. Apenas ráfagas intermitentes de conversación quebraban el silencio. Todos estábamos agotados después de la noche pasada en alta mar.

Zarpamos al romper el alba con muy buen tiempo y nos alcanzó un viento constante, avanzábamos con facilidad.

—Al cabo de algunos días, no recuerdo cuantos —sentenció Anca (“Hombre veloz igual al águila”)— llegamos a un puerto muy protegido, donde acercamos nuestras balsas.

Luego lo supimos: era un Tambo con pescadores y pequeño ejército.

Amanecía sobre Huacho. El sol naciente lucía, dominando un impresionante cielo azul, el ambiente era húmedo en aquellas horas de la mañana. Junto al muelle se apiñaban las viviendas bajas de adobe. Las casas de los pescadores. Cuando la balsa comenzó a acercarse al puerto y esas manchas vistas —en la lejanía— moviéndose de un lado para otro, se hicieron más nítidas, no mostraron rechazo al vernos llegar. 

Parecían acostumbrados a recibir la visita de extraños. Pero no pude intuir la sorpresa que encontraríamos en ese pueblo, tan acogedor. Cerré los ojos y dejé al aire, cargado de mar, acariciar mi rostro. Giré la cabeza y encontré, al otro lado de la balsa, la espalda de Anca, bregaba con la vela hinchada y rugiendo ante el ímpetu del viento.

La agitación en el mar fue desapareciendo, aunque la brisa se había tornado caprichosa, con facilidad cambiaba de dirección y no todas las rachas tenían la misma fuerza. Las nubes bajas —color gris oscuro— de los últimos días habían desaparecido, para dar paso a un cielo azul radiante, miles de pájaros lo surcaban camino de los bancos de peces. 

A gritos llamé a Anca para concertar los movimientos de acercamiento. El ruido de las olas al romper era cada vez más intenso —constantemente— nos empapábamos con el agua pulverizada, no obstante atracamos sin novedad las balsas en la ensenada del puerto.

Allí nos detuvimos, teníamos necesidad de reparar una de ella con bastantes desperfectos, pues a veces el mar se embravecía y zarandeaba nuestras pequeñas barcas entre olas inmensas y vientos terroríficos. Necesitábamos maderas y cuerdas para repararlas. También llevábamos muchos días sin beber agua fresca, en los cántaros ya estaba bastante sucia y corrompida, debíamos renovarla.

Nada más desembarcar, sentimos un difuso rechazo, miradas huidizas, sutiles desplantes. En el barrio de los pescadores, unos niños nos recibieron a gritos, a ellos se unió el ruidoso revolotear de gaviotas gritonas. No era un buen augurio.

Mientras algunos buscaban medios para reparar las balsas, varios fuimos acompañando a Nina. Llegamos a la plaza del mercado, allí nos separamos en pequeños grupos, Nina y yo atravesamos la zona donde vendían frutas y verduras; nos adentramos entre los puestos de orfebrería buscando metales.

Podría ser un día muy largo y desde luego lo fue. Sucedieron muchas cosas, los hechos se precipitaron. Cuando estaba con Nina, negociando un trueque, acudieron a la carrera Anca y algunos de los nuestros.

—¿Qué sucede? —pregunté intrigado.

—Nada —respondió Anca acalorado, su rostro estaba lívido y los labios le temblaban.

—No lo parece —dijo Nina enfadándose.

—¡No pasa nada! —volvió a afirmar, mientras con los ojos buscaba entre la muchedumbre.

Decidí no continuar insistiendo. Cuando Anca se cerraba en sí mismo, seguir porfiando era como bracear en medio del oleaje, antes de salir te hunde.

Pero enseguida se descubrió el motivo de su nerviosismo. Por la calle, sorteando los numerosos puestos de venta y a los compradores, llegaron corriendo algunos de los nuestros, se habían dispersado por el pueblo.

Nos unimos a ellos y en la huida entramos en un callejón sin salida. Incapaces de seguir, nos camuflamos junto a unas cestas con olor a pescado podrido. Las moscas nos incomodaban, pero era nuestra mejor opción ante el griterío de los perseguidores. Allí permanecimos esperando que se relajara el ambiente, se dejó de oír los gritos. Entonces nos contaron:

—A Huacho hace años —empezó a narrar Anca—  llegaron unos extraños, hablaban como nosotros. Residían todos juntos en el barrio de la Salina y tenían a una mujer, la Mama-coya, ejerciendo la máxima autoridad, conservaban tanto su idioma como sus costumbres. A ese barrio nos dirigimos y los encontramos.

Son unas treinta casas, con calles estrechas con trazado laberíntico. Nos presentamos ante la Mama-coya, resultó ser Tamaya (“centralizadora”), ¿Recordáis?, se enfrentó a Mama-coya Tintaya, huyó de la antigua Aldea con un grupo, cuando la tormenta de arena. 

Nos recibieron con recelo, sin embargo, pronto empezaron a hacernos preguntas sobre sus recuerdos. Por las personas añoradas. Se sorprendieron al saber cómo todo el pueblo se había salvado y ahora estábamos establecidos a orillas del río Virú. 

En sus ojos se empezó a ver la envidia, sobre todo cuando les hablamos de nuestro nuevo Templo. A ellos no les habían permitido hacer el suyo y a veces se sentían hostigados por sus vecinos. La Mama-coya nos invitó a comer esa noche.

Entonces tomó la palabra Qawayu (“Hombre veloz”):

—Cuando salimos del Barrio de la Salina para avisaros de que nos habían invitado. Empezaron los problemas, un grupo de jóvenes nos gritaban “ya hay muchos salineros en nuestro pueblo” y nos tiraban piedras, sentimos el odio y el rechazo de aquel grupo. Corrimos despavoridos, pues eran demasiados.

Nos marchamos al puerto, hasta donde habíamos dejado las balsas, allí Nina (“Mujer vivaz”) organizó la defensa.

Ocho de los nuestros se quedaron custodiando nuestras pertenencias, los demás la acompañamos al barrio de la Salina, procurando no llamar la atención, eludiendo las zonas del mercado donde había aún mucha gente.

—Estar muy atentos a todo, hay algo extraño en el ambiente —comentó Nina mientras Qawayu nos guiaba.

En el barrio nos recibieron como a hermanos, hubo abrazos y besos. No se sorprendieron al contarles nuestro reciente problema con los jóvenes.

—Cuando llegamos —empezó a hablar la Mama-coya Tamaya — nos recibieron con hospitalidad, éramos casi cuarenta, pues en el viaje perdimos a algunos niños. En este pueblo observamos, no tenían nuestra técnica de salar los pescados, tan solo los secaban al sol, pero no todos se pueden secar de esa manera y algunos los perdían al podrirse. Hicimos una salina y empezamos a salarlos y a venderlos. 

Al poco tiempo nuestra situación mejoró. Fue inevitable, siguió la envidia. Por eso nosotros nos fuimos agrupando en este barrio como una reacción defensiva, el trazado de las calles nos protege. A veces soportamos burlas y agresiones cuando vamos al mercado. ¡Ya estamos acostumbrados!

Fueron unas horas agradables, pues tanto ellos como nosotros teníamos algunas preguntas y muchos recuerdos.



 


 



II - Fascículo - 2º



A orillas del Virú, 1442: Pachacamac.

 Narrador: Qawayu (“Hombre veloz”)

Extraordinaria vivencia en el Pachacámac.


Después de varios días pusimos rumbo al sur. Debíamos navegar contra el viento, la única opción era zigzaguear. Nos alejábamos, y cuando la línea de la costa se perfilaba en la distancia, cambiábamos de rumbo volviendo a la orilla. Esas maniobras nos permitían avanzar, aunque fuera poco, así estuvimos algunos días esperando, con paciencia, el cambio en la dirección del viento.

—¡Eh, mira esto! —rompió súbitamente Anca (“Hombre veloz igual al águila”) el silencio del mar.

Giré la cabeza hacia el lugar donde me indicaba, y contemplé un grupo de delfines, surgiendo —una y otra vez— entre las olas, aparentaban jugar con la estela de la balsa.

¿No te parece maravilloso? —gritó, corriendo hacia el borde para contemplar, más de cerca, la evolución de los animales.

—Dan ganas de echarse al agua —contesté— y nadar con ellos.

Un viento favorable nos empujó raudos hacia el sur. Levanté la vista. Las gaviotas indicaban la cercanía de la tierra, revoloteando a nuestro alrededor.

Encontramos una zona del mar, con dos islotes y el agua turbia, llena de barro. Procedía de un río en crecida, nos acercamos y en uno de los márgenes, la vimos: una aldea medio anegada en el lodo y  los restos acarreados por el río. 

Las gentes se afanaban en proteger sus chozas, a la vez, estaban desbordados en el caos. Niños y animales trataban de ponerse a salvo. En un momento vimos, muy cerca de nuestra balsa, una niña braceando entre alaridos. Reaccioné, me até una cuerda la cintura, y  grité a Anca (“Hombre veloz igual al águila”). 

—Ayúdame a salvar a esa niña.

  Salté al agua y nadé, pude agarrarla de un brazo y Anca nos arrastró hasta la balsa, tiritaba de miedo, la habíamos salvado, pero éramos unos desconocidos. Sobre el mar avanzaron las maderas de una choza, varios cuis se aferraban, tratando de ponerse a salvo, los vimos alejarse.

Nina (“Mujer vivaz”) hizo señas a todas las balsas, y nos acercamos a la aldea, debíamos entregar la niña y ayudar en lo posible. Conforme llegábamos los gritos de auxilio y los lamentos eran más penetrantes.

 Una inundación tiene la ventaja de no fomentar los fuegos, uno de los peligros más grandes cuando las chozas son de madera, además la aldea estaba construida, protegida de la furia del río. Pudimos acercarnos al puerto, alejándonos de la corriente.

Junto con Anca llevé la niña hasta su casa, allá encontramos a una familia desconcertada, el padre, abrazando a su hija, nos dijo: 

—La riada fue especialmente grande, el Río Lurín con frecuencia trae mucha agua, aunque en esta ocasión ha sido terrorífico.

Ayudamos como pudimos, aunque era importante no desviarnos de nuestra misión, por ello Nina nos mandó investigar. Pronto lo tuvimos claro, era una pequeña aldea sin muchos recursos, pero nos hablaron de una gran ciudad, llamada Pachacamac; estaba muy cerca y ellos acudían al mercado cada Plenilunio. 

Después de una rápida deliberación, decidimos quedarnos para colaborar. 

Un atardecer, durante la comida, nos acompañaba Suksu (“Quien recobró la salud”), jefe del poblado, y nos explicó:

—Es una gran ciudad, acuden gentes al Gran templo en honor de Dios Pachacámac, el creador de universo. Es el mismo Viracocha, de las Culturas andinas. Viracocha no tiene ningún templo, Pachacámac tiene su templo y una representación de su figura, por eso vienen gentes de todas partes, tanto de la costa como de los Andes. 

Hace unas Lunas, llegaron los incaicos, mandados por el hijo del Inca Pachacutec, el general Tupac Yupanqui. Nosotros estábamos en el Mercado, cuando vimos como, por la orilla del Lurín, avanzaba una muchedumbre de gente con porras y escudos. Cundió el pánico, pues ese ejército venía precedido de una fama terrible, muchas gentes nos hablaban de sus pueblos arrasados. 

Cuando llego el General, se reunió con los sacerdotes y platicaron durante toda la mañana, nosotros no sabemos su conversación, pero si las consecuencias. Después de unos días purificándose, entró a visitar al Dios. 

Aunque, en todas partes, los incaicos imponen el idioma quechua y el culto al Sol. Acá, una vez descubrieron lo arraigado de la devoción a Pachacámac, el General Tupac Yupanqui decidió respetarlo, pero exigió poder construir un gran Templo, donde se rindiera el debido culto también al dios Sol y, tal vez otro a la Luna. Los sacerdotes accedieron.

Con esta información, Nina (“Mujer vivaz”) decidió ir allá cuando fueran de nuevo al mercado, unos cuantos la acompañaríamos, para ver las posibilidades de trueque en esa ciudad.

Fueron días dedicados a las gentes del poblado, también de reparación de una de nuestras balsas, dañada poco antes de llegar a este puerto. Con mucha frecuencia, Chami (“Pequeña”) la niña salvada, me acompañaba, me recordaba a una de mis hijas.

  Llegó la fecha del mercado y marchamos con Suksu y los vendedores hasta la ciudad. En canoas cargadas con frutas y alimentos, rio arriba, contemplando las riberas llenas de vegetación, entre el alboroto de los pájaros, las ranas y los niños. 

Sobre un cerro, todo desolado, pudimos divisar una extensa y majestuosa ciudad amurallada. Con varios templos imponentes, profusamente decorados y enlucidos, junto a otros en construcción.

Dejamos las canoas, nos acercamos a través de la calle central, parte del Qhapac Ñan (Camino del Inca), por donde acudían innumerables peregrinos, hasta llegar a una gran plaza, allá se reunían cientos de personas.

 

 

Encontramos fácilmente el Gran Templo, un espléndido edificio rectangular. Construido con pequeños ladrillos de adobe —secados al sol— formando terraplenes de seis metros de alto, estucados con barro. Decorado con figuras antropomorfas, peces, aves y plantas, pintadas con color rojo y amarillo y delineadas con negro. 

En la plataforma más alta, se encuentra la cámara, donde se venera —hincada en el suelo— como recibiendo de la tierra su fuerza, la imagen tallada en madera de Pachacámac (“Alma de la tierra, quien anima el mundo”), una cara mira al pasado y la otra al futuro. 

El tocado de color dorado —en honor al maíz—, los dientes blancos y todo el cuerpo rojo, algunos dicen de sangre de los sacrificios, pero la verdad, está también pintado. 

Justo a su lado, vemos el antiguo templo, ya bastante derruido y abandonado.

Multitud de peregrinos, de las diferentes etnias existentes en el Tahuantinsuyo, con sus jefes políticos y religiosos, se desparramaban por calles y alojamientos. Esperaban los rituales y ceremonias para honrar a Pachacámac en su impresionante santuario. 

 

Para acceder al recinto sagrado, debían reunir unas condiciones. En la plaza de los Peregrinos, espera una multitud de personas, haciendo pasar el tiempo prescrito: una luna desde la última bebida de chicha, comida de carne, ají o sal y de no haber tenido relaciones sexuales. 

Cuando están purificados acceden al recinto. Entran de espaldas para no cruzar la vista con la de Pachacámac. Con la cabeza gacha van dando vueltas a la venerada imagen, la del único Dios verdadero, el creador de todo: Pacha (tierra) y Camac (creador), el dios de la creación tal como Wiraqocha.  Cada hora un sacerdote recita —con voz fuerte— su himno: 


¡Ah Wiraqocha, de todo lo existente, el poder!

Que este sea hombre, que esta sea mujer (dijiste).

Sagrado... señor, de toda luz naciente el hacedor.

¿Quién eres? ¿Dónde estás? ¿No podría verte?

¿En el mundo de arriba o en el mundo de abajo,

o a un lado del mundo está tu poderoso trono?

¡Jay!, dime solamente desde el océano celeste

o de los mares terrenos en qué habitas.

Pachacamac creador del hombre.

Señor, tus siervos, a ti,

con sus ojos manchados desean verte.

Cuando pueda ver, cuando pueda saber,

cuando sepa señalar, cuando sepa reflexionar,

me verás, me entenderás.

El sol, la luna, el día, la noche, el verano, el invierno

no están libres, ordenados, andan:

Están señalados y llegan a lo ya medido.

¿Adónde, a quién el brillante cetro enviaste?

¡Jay!, dime solamente, escúchame cuando aún no estás cansado, muerto.


A la cantidad de peregrinos y comerciantes de diferentes partes del Tahuantinsuyo, se sumaban, los obreros de la Mita para trabajar en la construcción del nuevo Templo. 

Unos heraldos marcharon por los pueblos cercanos, llamando a la Mita, obliga los hombres a colaborar en las obras en beneficio de todos: caminos, puentes, templos, etc. 

Aunque eran los hombres los llamados, vimos a bastantes mujeres y a una de ellas Nina, le preguntó:

—Vosotras no estáis obligadas, ¿pero veo a muchas?

—En nuestra Aldea —contestó— todas acompañan a sus esposos, así podemos terminar más rápido el encargo, y antes volvemos con las familias.

—Y, ¿qué has hecho con tus hijos?

—Es fácil dejarlos con las abuelas, o con otro miembro del pueblo. Mientras estamos acá, nos dan comida y vestido, además cuando terminemos nos dejan llevar, todo lo que podamos trasportar, de ropa y alimentos para nuestra aldea. Al ser dos, cargamos el doble. 

—Con esas condiciones se explica vuestra presencia. ¡Adelante! El templo del Sol cada vez lo vemos más edificado.

—Sí, como veis, la base la están construyendo con bloques de piedra, y se van estrechando hacia arriba, causando la impresión de más altura, así es su costumbre, esas rocas las traen desde la cantera por el río. Nosotras vamos adornando las paredes, con un enlucido de barro con pintura roja. ¡Quedará impresionante!. 

Además, el General ha mandado embellecer, la capilla central de Pachacámac. Todas las paredes las cubrirán de láminas de oro y plata. El tempo del Sol, será a imitación del Coricancha del Cusco, con cinco grandes plataformas superpuestas.

Pasaron varias Lunas y todos vimos el avance.  Era una gran edificación de forma trapezoidal, construida sobre un promontorio natural muy elevado, con terrazas y plataformas superpuestas de adobe. 

En una ocasión, buscando a un comerciante a quien podíamos interesar en nuestra misión, subimos al punto más alto del Templo del Sol, rodeados de las gentes de la Mita. Al llegar a la cima encontramos —justo delante— el océano Pacífico.

 ¡Menuda sorpresa, ver extenderse frente a mí el mar, y aquellas tierras verdes y fértiles del valle! Lo llaman el "mirador" del Pacífico, donde sacerdotes y potentados se sientan, en tronos tallados en piedra, para admirar la puesta del sol y despedirse de su dios.

No habían terminado el Templo del Sol, cuando un grupo de obreros recién llegados, empezaron a construir el de la Luna. Seleccionaron la parte baja del Pachacámac. Allá tendrían espacios destinados a ceremonias, habitaciones, lugares para guardar agua y granos.

Se intensificó el tráfico de personas y barcazas por el río, trayendo los grandes bloques de piedra. Los canteros los pulían y daban el tamaño requerido. Empezó la construcción.

Nina (“Mujer vivaz”) nos comunicó:

—No podemos hacer nada, pues todos los metales preciosos, los destinan a embellecer los Santuarios. Lo mejor será seguir nuestro camino.

Antes de marcharnos, Suksu (“Quien recobró la salud”), jefe del poblado, nos explicó:

—Cada vez es más insistente el rumor sobre la utilización del Templo de la Luna, como Acllahuasi (“Casa de las Acllas”), son mujeres escogidas. Todos los pueblos tienen obligación de tributar futuras Acllas al estado. 

El Inca manda a un funcionario llamado Apo Panaca (“Señor de las Hermanas”), a cada pueblo, él se encarga de elegir, entre las niñas desde los 4 años, las más hermosas, libres de defectos físicos y con espíritu inquieto y clara capacidad mental. Las dejan bajo el cuidado de las Mamaconas hasta cumplir 10 años, entonces las niñas deciden si quieren, permanecer en el Acllahuasi, o retornar a su pueblo con sus familiares.

Quienes eligen quedarse, son enviadas al Cusco, allá las presentan al Inca y si quieren libremente ese tipo de vida, se tienen en cuenta unas calidades: especial belleza, edad, haber tenido el Quicuchico (primera menstruación) y ser virgen.

Después de esta nueva elección permanecen 3 años en la Acllahuasi del Cusco, después les dan dos opciones: ser Vírgenes del Sol o casarse con quien el Inca ordene, normalmente un General victorioso o el Cacique de algún pueblo aliado.

Algunos días después, nos embarcamos de nuevo rumbo al Sur. Seguimos navegando sufriendo la cólera del mar: tormentas y días de sol abrasador. No parecía muy provechoso nuestro viaje, pero para nosotros fue una gran aventura. 

Nina empezaba a cansarse de tanta navegación y comenzó a hablar de volver. Se decidió cuándo, en una loma de la costa, contemplamos una imagen grabada en la arena, el viento nos acercaba a aquel pequeño acantilado batido por las olas, rompían con fuerza, entre las rocas, con explosiones de espuma.

Ante nosotros una imagen inmensa, un tatuaje de la Pachamama. Una figura estilizada en actitud de oración. Con los brazos en alto —así yo lo vi— el símbolo representaba a un adorador del Sol, cuando cada tarde el dios se despedía, ocultándose tras el horizonte. Otros solamente observaron tres postes grabados en la roca, uno más largo: unidos entre sí formando la figura de un árbol. 

Pero todos lo advertimos: era una señal.

—Nos volvemos —aseguró Nina— Esa es mi decisión.

Aquella noche la pasamos en un pequeño puerto natural, protegido por un espigón de rocas. Cuando a la mañana siguiente intentamos recomenzar el viaje, ni el viento ni el fuerte oleaje, nos permitieron continuar. Ante aquel descanso forzoso, Nina nos mandó explorar la costa buscando alimentos y agua.

Cuando decidimos salir de aquel lugar, se desató la tragedia, primero fuimos arrastrados hacia el sur, durante varios días. Perdimos contacto con las otras dos balsas. En medio de una de esas tormentas vimos como las olas se llevaban a mi amigo Ankalli (“Ligero, rápido en el andar”), su pérdida aumentó en nosotros el deseo, cada vez más intenso, de volver a ver a nuestras familias. 

El camino de vuelta —supuse— sería más fácil, pero me equivoqué. Fueron muchos días de navegación, abundantes jornadas de tranquilidad, junto con otras etapas de tempestades. A veces el mar se ponía hostil, chocaban entre sí las olas, en medio, nuestra barca era zarandeada con furia.

Nos llenamos de alegría cuando vimos en la lejanía las dos balsas, las habíamos perdido de vista, varios días. Aunque una tenía desperfectos, la pudimos arrastrar entre las otras.

Allá, rodeados por aquellos cántaros, bregando con las velas y el timón, habíamos pasado muchos días, tanto buenos como malos momentos, todos afrontados con la ilusión de la juventud.



 


 



II - Fascículo - 3º. 

DÍA MIÉRCOLES — Mañana.



Ciudad de Trujillo.


Por la mañana del día miércoles, se acercaron temprano a casa de Don Miguel, él les había llamado por teléfono al hotel. Al llegar, Doña Claudia les recibió un tanto apurada:

—Perdonen a mi marido, sin enterarme, les ha llamado. Ustedes deben tener otras cosas más importantes, él parece, algo obsesionado, con ese dichoso Manuscrito. Además, esta mañana tenemos cita con el médico, ya les avisaré a la hora de marchar.

—No se preocupe, Doña Claudia —se disculpó Rosa— nosotros sí estamos interesados, y tenemos poco tiempo antes de volver a Lima.

—Buenos días —se presentó Don Miguel— quiero hablarles de Pachacamac. Me ha parecido muy interesante el Manuscrito.

—Por favor, pasen a mi despacho— les insistió.

Con reticencia entraron, no querían perturbar los horarios de la casa, su intención era marcharse, lo más rápidamente posible.

Don Miguel abrió su cartera, en ella únicamente llevaba algunos recortes de periódicos, y dos sobres: uno con fichas en blanco y otro con las usadas. Todavía no las había ordenado en el fichero. Les leyó, con entonación, de la llegada de los españoles a Pachacamac:

—”Como se sabe, el Inca Atahualpa ofreció por su liberación un valioso rescate en objetos de oro y plata. 

 Desde diversos lugares del Tahuantinsuyo fueron llegando a Cajamarca. 

Cada cierto tiempo acudía alguna caravana y Pizarro se impacientaba, por eso Atahualpa les hablo del santuario de Pachacamac, pues allí, son muy numerosos, los objetos de oro y plata entregados por los devotos. Con ese tesoro de se aceleraría el rescate.

Es difícil explicar las razones de Atahualpa para informar a Pizarro de la existencia del Tesoro de Pachacamac. Los cronistas castellanos no consiguen entenderlo, pero tal vez, la razón de fondo fuese, forzar al Dios  Pachacamac, a mostrar su poder contra quienes saquearan y desmantelaran su templo. 

De esta manera, y con el apoyo del Dios más poderoso del mundo andino, esperaba quedar libre de los españoles. Sería una muy hábil y rentable estrategia religiosa y política, desde su cosmovisión andina.

Por eso, fue grande su sorpresa, cuando le informaron:

—El hermano de Pizarro, Hernando, llegó con un pequeño grupo de españoles por el camino del Inca hasta el Santuario. Avanzaron, encontrando pequeñas reproducciones del Dios en algunas fachadas. No le resultó difícil descubrir el Templo con su decoración majestuosa. Le servían de digno acompañamiento: el Templo del Sol, en el cerro, y el de la Luna más abajo. 

Entraron en el Templo Pintado, donde solo encontraron una imagen de madera del Dios Pachacamac, allá no encontraron ninguna riqueza. La reacción de Hernando fue destrozar esa imagen, y echarla a una hoguera. A partir de ese momento muchos esperaron la reacción airada del Dios, famoso por sus manifestaciones coléricas. Pasó el tiempo y no se vio ninguna reacción, ni un pequeño sismo, pudo adjudicársele, por aquella acción de los extranjeros”.


Durante siglos, —continuó don Miguel— se acusó a Hernando Pizarro, de haberlo destruido. Pero la verdad es otra, al parecer: escondieron el original, y encontró una copia, puesta en el lugar, para engañarle.

Hace poco, en 1938, unos arqueólogos, excavando el Templo Pintado, hallaron una estatua tallada en madera, representando a esta divinidad. Las manchas de color rojo  no era producto de la sangre de sacrificios humanos, como afirmaron algunos cronistas españoles, sino más bien, cada cierto tiempo, era pintada con cinabrio, un sulfuro de mercurio. Se extrae, desde hace milenios, de minas de los Andes, y era usado por las élites para colorear sus vestimentas, pintar murales o tatuarse el cuerpo.

  El análisis de carbono 14, fechó su elaboración cerca del año 731, es decir, unos 700 años antes del comienzo del Imperio Inca. Se puede asegurar: es la estatua original, por tanto, no fue destruida por Pizarro.

El dios Pachacamac es el mismo Wiracocha, tengo pensada una explicación, ¡por favor escuchen!. 

Cuando llegaron los humanos a América, pasaron por el estrecho de Bering, pues estaba helado y luego quedaron aislados.

Los primeros se extendieron por toda América, empujados por la curiosidad, por rencillas o siguiendo el rastro de animales para cazarlos. 

Traían en su memoria las historias pasadas, una de ellas era la existencia de un Dios creador de todas las cosas, en la Biblia le dan varios nombres: Yahvé, Jehová, Elohim, El que es, Yo soy y otras expresiones. Todas se refieren al Dios verdadero, el de Abrahán, Isaac y Jacob. 

Lógicamente, la información, al pasar de una a otra generación, sufrió deformaciones, pero conservando lo esencial, una de esas deformaciones la causaron los incaicos cuando pusieron a Inti (El sol) a la altura de Viracocha y añadieron a la Pachamama y otros dioses convirtiéndose en politeístas. 

En el antiguo Egipto, el Faraón Akenatón quiso tener un solo Dios, algo parecido sucede con Pachacutec. La noche antes de la batalla decisiva contra los Chancas, cuando atacaron al Cusco, rezó al Dios Creador y este se le apareció y juró ayudarlo. Ese ejército se ganó la reputación de ser imparable, pues contaba con el apoyo divino de su Padre Wiracocha. 

Como sucedió en Egipto, en esta ocasión se impuso la conveniencia de tener muchos dioses, aceptando los aportados por los pueblos vencidos o aliados.

—¿El Candelabro de Paracas —preguntó Juan— es también un dios?

—Muchas son las interpretaciones —leyó Don Miguel de una ficha:

(En la Bahía de Paracas, en el departamento de Ica, se ubica el jeroglífico llamado el Candelabro o el Tridente. Está grabado sobre la ladera de una inmensa roca. Para ver este jeroglífico en toda su dimensión, es necesario acercarse a la costa desde el mar. El alto del poste principal del Candelabro alcanza 200 metros de altura. Los postes de los costados tienen una altura de 60 metros y los canales, es decir, los surcos que fueron grabados y hacen visible el diseño, tienen una profundidad oscilando entre 1,2 y 3,2 metros).


—Sin duda —les manifestó don Miguel— el jeroglífico guarda relación con las líneas de Nazca, pero su origen es un misterio y se han formulado varias hipótesis, algunas disparatadas. Muchos hablan de los bucaneros: la figura estaría indicando el camino de un tesoro escondido. Otros afirman se trata de un símbolo de la masonería, grabado por orden del general José San Martín. Muchísimo más curiosa es la hipótesis de afirmarle un origen alienígena. El Candelabro apuntaría directamente a las líneas de Nazca. Según esta teoría funcionarían, en una época remota, para señalizar el descenso a la tierra de naves de extraterrestres, pero todos sabemos cómo esas posibles naves, tendrían una tecnología superior, no necesitan pista de aterrizaje.

—Esta última —comentó Juan— parece una teoría un tanto extraña. Es curioso, afirman con insistencia: las líneas de Nazca solamente se puedan apreciar desde el aire, por eso al estar construidas en una época sin medios para volar, ¿Cómo las hicieron?. Pero según algunos arqueólogos: todas las esculpidas en las laderas de los cerros son visibles desde el llano y las del llano, se pueden ver desde los cerros.

—Por supuesto —aclaró Don Miguel— desde el aire se aprecian mejor, pero no es verdad que solo se puedan observar desde un avión. Sobre el Candelabro, la teoría más consensuada habla de la antigua cultura Nazca, queriendo orientar a los navegantes, la grabo en la ladera del monte frente al mar. Sería en realidad una representación de la Cruz del Sur. 

Si es para orientar a los navegantes, el paraje no pudo haber funcionado como punto de llegada, para las embarcaciones, pues es un pequeño acantilado golpeado por las olas.

—Tal vez —le dijo Rosa con precaución— como las Líneas de Nazca. Este candelabro sea un tatuaje de la Pachamama, realizadas por las culturas antiguas, con la misma finalidad mágica, con la que se hicieron los tatuajes de la Dama de Cao.

—Eso dan a entender —apostilló Don Miguel— los navegantes del Manuscrito y me parece una afirmación muy sagaz. 

—Esta noche hemos hablado de ello —aclaró Juan— muchas han sido las teorías intentando explicar su origen y significación. Por comparación con los dibujos de la cerámica de la cultura Nazca, se le atribuye su construcción, por tanto, tendría unos 200 años antes de Cristo de antigüedad.

—No se puede olvidar —intervino Rosa— el gran trabajo de la matemática germana María Reiche. Durante más de medio siglo investigó las representaciones de Nazca, y afirmó: las líneas de Nazca son, un gigantesco calendario, sobre los movimientos del sol, la luna y las constelaciones. 

El mapa de la bóveda celeste más grande del mundo, las incontables líneas cruzan el desierto en todas las direcciones, serían usadas para fijar los movimientos del Sol y la Luna. Sobre esta hipótesis surgieron dudas, pues no todas las figuras responden a esa explicación.

—No queremos enfrentarnos —explicó Rosa— a esas explicaciones, pero con el deseo de seguir profundizando en el misterio. Nos atrevemos a presentar una nueva teoría, siguiendo un axioma científico: la explicación, más sencilla, tiene más posibilidades de ser verdadera.

—Por supuesto —dijo Juan— siguiendo la argumentación del Manuscrito, nos podemos preguntar: ¿Y si las Líneas de Nazca son meros, aunque sublimes tatuajes de la Pachamama?

—Los tatuajes corporales están presentes, —argumentó Don Miguel— desde antiguo, en casi todas las civilizaciones. Tiene en algunos casos la misión de manifestar la pertenencia a una comunidad, en otros mostrar cualidades de la persona: casado, soltero, grado militar: como los galones y estrellas en todos los ejércitos del mundo. También muestran poderes mágicos o místicos.

—La Señora de Cao —explico Rosa— tiene algunos de los dibujos de Nazca tatuados en sus brazos, piernas y manos, con un sentido distintivo y místico. Serpientes, peces y otras figuras cargadas de simbolismo envuelven a la Dama, como una armadura de magia y poder. Los antiguos peruanos llamaban a la Tierra:  Pachamama. Las líneas y los símbolos de animales y gentes se pueden ver en Nazca y podrían ser sus tatuajes.

—Ahora se me ocurre. Si le parece bien, puedo llamar a un buen amigo mío, don Víctor Hugo, experto en los Incas, pues sobre ese tema sigue tratando el Manuscrito. Estará en la Universidad Nacional de Trujillo, en la calle Juan Pablo II. Muy cerca del cardiólogo donde tengo cita. ¿Qué les parece?.

—Por nosotros —Rosa se adelantó—No hay inconveniente, si no es una molestia, ni para usted, ni para el profesor.

Por teléfono concertó la cita y al hablarle del Manuscrito, le dijo:

—Lo tengo en la computadora, son fotografías del original y se lo llevaríamos.

—Si él tiene posibilidades —sugirió Juan— y quiere, se lo podemos enviar por e-mail y así puede ir leyéndolo.

—De acuerdo, mi correo es victorHugoUNT@gmail.com.

Dejaron el teléfono y se pusieron a enviar el e-mail.

Enfrascados en estas gestiones, le sorprendió la llegada de Doña Claudia al Despacho, eran ya las 11 de la mañana:

—Espero no hayas olvidado la cita con el cardiólogo.

—Ya estamos terminando —se defendió Don Miguel— podremos seguir hablando.

—Por supuesto —declaró Rosa— así también nos pueden enseñar cosas de Trujillo.

En unos momentos se alistaron y salieron a tomar el taxi llamado por Doña Claudia.


 


 

II - Fascículo - 4º 


1445: Historia de Ankalli.

Narrador: Ankalli (“Ligero, rápido en el andar”).

Cuenta su experiencia tratando de volver después del accidente de 1490.

Acabo de volver a la Aldea, he de empezar situando mi historia. Han pasado más de 20 Inti Raymi, desde aquella marcha, hacia el sur en busca de metales. La Mama-coya Tintaya nos mandó con esa misión, fue una aventura bastante movida, pues no teníamos experiencia de una navegación tan larga a lugares desconocidos, pero resultó agradable. Tuvimos la oportunidad de conocer muchos sitios. 

Estábamos viendo aquel magnífico Tatuaje de la Pachamama. Algunos lo llamaron el Adorador del Sol, cuando nos refugiamos, de unos vientos agresivos, en una extensa bahía. Unas grandes rocas daban refugio, a cientos de aves, cuando el huracán arreciaba.


 


Después de unos días detenidos, nos pusimos en marcha, azuzados por la urgencia de volver, y por los gritos de ánimo de Nina (“Mujer vivaz”). El oleaje nos arrastró con furia hacia el sur, no fuimos capaces de dominar la marcha de las balsas, y esa situación se alargó varios días, sin control nos alejábamos, cada vez más, de nuestra Aldea. 

En medio de una gran tormenta, con vientos recios y racheados, una ola me golpeó contra una de las paredes de la habitación, junto al mástil. Caí al mar y casi inconsciente por la embestida, vi como la balsa —con mis compañeros— se alejaba hasta perderse en la lejanía. 

¡No pude hacer nada! Dolorido me veía en la profundidad del mar y luego en la superficie, el oleaje había enloquecido. 

No sé explicar: cómo recuperé la conciencia en la orilla de la playa. 

Era un lugar desconocido, una llanura desértica. La tormenta había cesado y todo era tranquilidad. Apenas se escuchaban, los gritos de unas gaviotas, volando mar a dentro. En cuanto me inmovilice el brazo, dañado por algún golpe, y me orienté por el sol, me puse en movimiento, no en vano siempre estuve orgulloso de mi nombre. No recuerdo bien, solo tengo la idea de haber seguido la línea de la costa hacia el norte, llegué a la desembocadura de un río bastante caudaloso. 

Al no tener ningún medio para vadearlo, avance por la orilla esperando apareciera alguna aldea, por el camino encontré árboles con frutas, la mayoría eran chirimoyas, unas comí y otras guardé para el futuro.

Había pasado bastante tiempo, y con el cielo cubierto de nubes altas, ¡en ningún momento llovió!, se oscurecía la tarde mitigando el calor. Desde un pequeño cerro —descubrí algo parecido a un cementerio— pude intuir la cercanía de una gran ciudad, hacia ella llegaban varios caminos y yo me acerqué con desconfianza, no sabía dónde estaba, ni a quienes me enfrentaba.


Al entrar me informaron:

—Es la Ciudad de Chinchaycamac, capital de un Imperio. 

Al andar por sus calles lo descubrí: había tenido relación con estas gentes, sus navegantes pasaban por la Aldea del Mar, en sus viajes hacia el norte. Yo en alguna ocasión oí hablar de este gran Imperio, y ahora los estaba viendo. Era una ciudad con dos pirámides de adobe inmensas. En la más alta, cada piso lo ocupaban oficinas y talleres, en el último se situaba la residencia del Cacique de Chincha

De pronto me acordé: uno de aquellos comerciantes, al pasar por nuestra Aldea del Mar, se detuvo, como algunas otras veces, pero en esa ocasión su balsa necesitaba reparación. Yo le dediqué bastante tiempo, recogiendo totora y arreglando los desperfectos, no recuerdo cuál fue el regalo, en pago a esos servicios. 

Tengo ante mis ojos, muy clara su cara, pero no consigo acordarme de su nombre. Necesito buscarlo, pues si él, o alguno de sus amigos, hacen un viaje comercial al norte, como acostumbran, sería mi oportunidad para volver a casa. 

Con este pensamiento me encaminé al llamado Barrio de los Navegantes. Ocupa una zona muy extensa cerca de la pirámide del Cacique, por allí solo había callejones y recovecos, separando las viviendas, aunque también encontré algunas plazas más extensas. Empecé a escucharles hablar: unos se dedicaban al comercio en dirección al sur y otros hacia el norte. Dando vueltas y preguntando se me terminó el día, empezó a desaparecer la gente y apenas unas hogueras, iluminaban alguna plaza. La oscuridad se adueñó de la ciudad. Yo me acurruqué cerca de uno de los muros junto a una fogata, y me dormí después de comer una de las frutas recogidas por el camino. 

Nada más empezar a clarear el nuevo día, me sentí seguro e ilusionado, con encontrar a quien me podría ayudar, sería demasiado el premio: volver a casa. 

Seguí buscando, mirando y preguntando. Sabía más o menos la fecha de su paso por el Virú, con ese dato me fui acercando a mi salvación. Me costó un día más, y muchas desilusiones, pero al fin me llegó la recompensa, estaba frente a Yupanki (“Quien honra a sus ancestros”) con tanto ahínco lo había buscado. Me reconoció, y lo más importante, recordó mi participación en aquel momento delicado de su navegación.

—En aquella ocasión —me dijo, invitándome a su mesa— veníamos del norte, de unas islas donde habíamos cambiado: nuestro cobre y cerámicas por Mullu. ¿Tú sabes algo del Mullu?

—Sí, por supuesto, —podía mostrar mis conocimientos— parece muy valioso, y vosotros debéis ir a buscarlo mucho más al norte de mi Río, y según recuerdo es el caparazón de un molusco; es de color rosado, muy bonito. Es muy llamativo, y con él, se hacen todo tipo de adornos.

—Pero el uso del Mullu —me manifestó Yupanki— en las ropas, en los collares y pulseras, está reservado a los nobles. Las cosas hechas con Mullu son para ocasiones especiales. En ofrendas rituales a los dioses o adornos mostrando la dignidad de los señores.

—Por lo oído —recordé— será muy difícil pescarlos. 

—Pues sí, para conseguirlo —apostilló— se deben sumergir varios metros bajo la superficie del mar, y llegar al fondo, lo encuentran enterrado en la arena. Es una labor costosa y hasta peligrosa. En las islas donde los conseguimos, mucha gente se arriesga, pues es un negocio rentable.

Seguimos conversando de otras cosas, entonces le explique mi situación, el naufragio y mi deseo de volver a mi Aldea.

—Estoy organizando una caravana —me explicó Yupanqui— la formarán unos 200 porteadores. Llevaremos a Siquillapucara una cantidad considerable de Mullu. Al volver de esa ciudad, traeremos la lana de alpaca, metales y orfebrería. Todo lo conseguido por el trueque de los 250 kilos de Mullu

—¿Está muy lejos esa ciudad?.

—No, relativamente cerca, además los porteadores  trasportará solo 5 kilos y conducirá a 3 llamas cargando cada una, 20 kilos más. Si tú quieres puedes venir —me animó— con ese trabajo, me pagarías la vuelta a tu Aldea, pues luego tengo pensado viajar al norte para conseguir más Mullu

—Por supuesto —dije con ilusión— cuenta conmigo, será la mejor forma de regresar. ¡Siempre te estaré agradecido!.

Y siguiendo la costumbre de aquellos tiempos, seguimos hablando de los incaicos.

—¿Y cómo llegaron —le pregunté— hasta estas tierras?.

—El Inca —respondió Yupanki— al acercarse a nuestro pueblo, quiso establecer una relación de amistad, no una conquista. Dijo querer de nosotros, solamente, la aceptación de la superioridad cuzqueña. Para demostrar su buena voluntad, nos entregaron obsequios, mostrando la magnificencia del Emperador Inca. Nuestro Cacique y el Consejo, no tuvieron problemas en reconocer al Inca. Podemos seguir viviendo pacíficamente en nuestros dominios, dedicándonos a comerciar, sin ninguna dificultad, también con todas las gentes del Tahuantinsuyo.

—Así es con nosotros —me lamenté— pero debemos pagar, los tributos exigidos por el Representante del Inca, cuando pasa por allí, y nunca se le olvida hacernos su visita. 

—En nuestro caso, por esas negociaciones, el Cacique debe pasar varios meses al año, acompañando al Inca allí donde viaje. Le otorgan los máximos honores, hasta el extremo de ser el único llevado en andas junto al Inca, pero todo eso es una permanente humillación, sobre todo para él, nosotros seguimos a lo nuestro. El Cacique es el encargado de manifestar nuestra sumisión. 

—He visto —dije— un templo parecido al nuestro.

—Por supuesto, esa pirámide es el templo, pero no aumenta con cada nuevo Cacique, como sucede en vuestra Aldea, aun así el nuestro es muchísimo más grande. Otras pirámides más pequeñas se construyeron a su alrededor, son almacenes y lugares de comercio. Esa es zona donde viven y trabajan los artesanos de la plata, los textiles, la madera y las cerámicas.

—Tú eres comerciante —recordé—¿Sois muchos?

—Bastantes la verdad, pues necesitamos tener muchas rutas comerciales, unas por tierra, con caravanas, utilizando como bestias de carga las llamas, así llegamos hasta el Cusco y toda la zona de los montes. Otras por mar, los chinchas hemos conseguido muchas habilidades marinas, pues comerciamos por el océano, tanto hacia el norte, donde vives tú como hacia el sur. Tenemos nuevos conocimientos, como la construcción de barcas con troncos de balsa, las más grandes capaces de transportar veinte personas, además de una gran carga, y el uso de la vela.

—Las embarcaciones —le dije— usadas en mi viaje son muy parecidas a las vuestras.

Al terminar la comida, nuestra conversación siguió en un gran almacén, donde Yupanki, tenía todos los aparejos de sus barcas, y el corral con las llamas de carga. Allí me presentó a su esposa y a varios de sus hijos. Uno de ellos, a quien conocí junto a su padre en aquel viaje, me fue muy útil, me acompañó a visitar el Templo y algunos otros comerciantes. Con él conocí a los porteadores de la caravana, y estuvimos haciendo los preparativos. 







 


 












II - Fascículo - 5º



1446: Historia de Ankalli.

Narrador: Ankalli (“Ligero, rápido en el andar”) 

Llegue a saber quiénes eran los Pinakuna (“A manera de esclavos”)


Después de unos días nos pusimos en marcha camino de Siquillapucara (“Fortaleza de Siquilla”). Yo llevaba demasiado tiempo navegando, y últimamente, viviendo en una casa con muchas comodidades. Nada más comenzar noté mis limitaciones. Los otros porteadores estaban entrenados y avanzaban con soltura, dominando con facilidad, a sus llamas de carga, para mí era un tormento. Desde hacía mucho tiempo, no tenía contacto con ellas. 

—Ya lo has olvidado —me gritó otro porteador—o nunca lo has sabido. Ponte frente a la más díscola, mírala a los ojos y escúpela en la cara; verás como reacciona obedeciendo y las demás también te seguirán.

El Qhapaq Nan (”Gran Camino del Inca”) nos llevó, en pocas jornadas, al valle del Huancamayo. A lo lejos, en una de las cimas, vi una ciudad inmensa:

  —Es Siquillapucara —me dijeron— la capital de la confederación Xauxa–Huaca. 

Por una parte, unas laderas muy empinadas le sirven de defensa natural, por otras, la fortifican tres murallas concéntricas de piedra.

 

No hay calles, sino pasadizos en laberinto, para hacerla inexpugnable. Las casas son de adoquines y barro, con planta de forma circular, con un solo piso y tejado de paja, aunque existen algunas con techo abovedado con lajas de piedra. Nada más llegar sentí la tristeza de sus habitantes. 

Yupanki (“Quien honra a sus ancestros”) nos llevó hasta la vivienda de Aruni (“Elocuente”) él sería nuestro contacto en esa ciudad. Su casa está bastante cerca de la plaza central, allí encontramos el Templo y a su lado el Palacio, protegido por un muro con siete estancias muy amplias y un patio donde el Hatun Curacas (“el jefe político y administrativo”) ejercía justicia entre los ciudadanos.

Fuimos descargando las mercancías en su almacén, era una estancia grande, pero estaba ya casi llena, pudimos acomodar nuestros bultos sobre bolsas de papa y montones de telas. Al terminar, nos mandaron, llevar nuestras llamas fuera de la población, al preguntarle, me contestó:

—La ciudad la utilizamos solamente para guardar los alimentos, es nuestro refugio en tiempo de guerras, y esa es una situación muy frecuente por la riqueza agrícola de este valle. Hay unas 3.000 casas, pero los habitantes viven fuera, en las zonas de cultivo y con los corrales para el ganado. Casi todo el mundo tiene una casa dentro, donde guarda sus propiedades y se refugia si hay problemas. 

—Al pasar por las calles —le comenté—he visto algunas chascas en los jardines.

—Nosotros los llamamos reservorios, y suelen estar en los patios, y conectados entre sí. El agua pasa por todos ellos, manteniéndose en movimiento sin corromperse, a eso les ayudan algunos peces. Hace tiempo entraron, por el arroyo y han colonizado todos los pozos. El agua, después de recorrer las charcas, termina rebasándose fuera de la ciudad, regando las terrazas cultivadas de la ladera. 

Tenemos un Yaku Uywaq (“Protector del Agua”), su misión, junto con un equipo, es mantener sin interrupción su movimiento. A veces, manda hacer más profundo un pozo o construir uno nuevo en otro jardín. Es muy importante si, ante una agresión, nos refugiamos todos en la ciudad, poder contar con suficiente agua para resistir. 

—Muy interesante —me anteví a preguntar— y ¿cuál ha sido el ataque más dañino?

—Hace unos diez años vino el ejército incaico a nuestro valle, al frente venía el Inca Pachacutec. Fue sometiendo a las pequeñas aldeas en su avance, era un ejército numeroso, atacando por todas partes. Cuando llegó a Siquillapucara, nos resistimos, nunca habíamos sido dominados por otros pueblos. Siguiendo su táctica nos rodearon, y nos exigieron pagar tributos y ser sus vasallos.

—Y fuisteis aplastados —dije, queriendo dejar claro cuál era mi postura con ese pueblo invasor— nosotros también tenemos historias en nuestras relaciones con los incaicos.

—Aquí les costó bastante —se enorgulleció Aruni— pero eran tantos y nos cortaron todas las comunicaciones, hasta contaminaron las fuentes de agua, lo descubrimos cuando empezaron a morir, los peces de los reservorios. El hambre y la sed nos obligó a hacer salidas desesperadas, le causamos grandes daños a su ejército. Por eso, cuando nos rendimos, Pachacutec ordenó nos cortaran las dos manos a los varones y a las mujeres la derecha.

—Sí, te he visto a ti, y a muchos otros mutilados —dije con espanto— pero no me imaginaba fuera por castigo de un Inca. Son gentes tan crueles, aunque hablan de su civilización como algo extraordinario, a mí ese salvajismo me resulta incomprensible.

—Así son estos incaicos,—continuó Aruni— quienes en la actualidad tienen menos de 20 años, se libraron, apenas tenían 10, cuando el castigo. Cada vez están más inquietos y dispuestos a rebelarse. Además, muchos de los mutilados, hemos inventado armas: porras, lanzas. Los jóvenes, fácilmente, nos las sujetan a los brazos con cuerdas, y somos capaces de causar estragos, entre los enemigos. Hace unos días vinieron los enviados del Inca, y nuestro Jefe rechazó toda sus imposiciones.

—Eso supondrá —opiné con pesar— volver a la guerra con el nuevo Inca.

—Por supuesto, sin embargo, es necesario —me manifestó Aruni (“Elocuente”) y me preguntó— he observado vuestra caravana y debéis transportar cosas muy valiosas, aunque parecen muy pocas, casi la mitad de las llamas vienen de vacío, ¿traéis algo con destino al Hatun Curacas?

—Para él, creo es el Mullu —le dije— pero no lo sé. Esperamos volver con todas las llamas cargadas llevando metales y lanas. 

—Deberé avisar, entonces, en el Palacio de vuestra llegada, pues es seguro que les interesaran esas cosas.

—Al venir hemos oído rumores sobre los movimientos del ejército incaico. —Comenté con temor— Están por todas partes con sus campamentos a orillas del Qhapaq Nan (”Gran Camino del Inca”). Cada vez es más peligrosos encontrarse con ellos. Parecen haber llegado como respuesta a vuestra rebelión.

—Seguro —se lamentó— cada vez están más cerca, pero nosotros no estamos dispuestos a volver a ser sus siervos. ¿Cuándo tenéis previsto marchar? 

—No nos retrasaremos mucho.

Yo acompañaba a Yupanki (“Quien honra a sus ancestros”) mientras hacía los intercambios. Y asistía a sus manejos, realmente notables. No a todos los comerciantes les ofrecía trueques equivalentes, yo no sabía los motivos de sus decisiones, pero debía tener sus razones. Cinco cargas (una carga equivale a los 20 kilos transportados por una llama) de lana de vicuña era lo normal por un mullu, pero no siempre era así.

Las noticias del avance del ejército incaico desde el Cusco, con el inca Tupac Yupanki a la cabeza, eran más y más insistentes. 

Cuando unos días después, al terminar los trueques, empezamos a cargar las llamas, e intentamos marchar, nos encontramos con una sorpresa: resultó imposible, los incaicos controlaban completamente los caminos e impedían la salida de todo el mundo. No atendieron a nuestra reclamación: somos comerciantes venidos de fuera y ya nos marchamos. 

Estábamos atrapados en una guerra y yo debería atenerme a las consecuencias.

Túpac Yupanki invadió el valle, dispuesto a conquistarlo de nuevo, pues a la muerte de su padre, muchos pueblos se revelaron intentando sacudirse el yugo incaico, a la cabeza de todos ellos, estaba la ciudad de Siquillapucara (“Fortaleza de Siquilla”)  y a mí me alcanzaba la guerra. 

Uno de los espías informó al Hatun Curacas, y este contó a las gentes del pueblo, las noticias recibidas sobre una conversación del Inca con sus generales: 

—Esta ciudad se enfrentó a tu padre, el glorioso Pachacutec, no aceptaron ninguna alianza, es más, nos rechazaron. Entonces nos costó mucho someterla y fue castigada de modo ejemplar: cortándoles las manos a sus habitantes.

—Deben estar revelándose los más jóvenes —aportó otro de sus oficiales— ellos no tienen experiencia de la guerra. Será fácil someterlos.

No lo esperaba, pero fue una resistencia total. Como era su costumbre cercaron la ciudad, por las noches, campamentos militares iluminaban, las laderas de los montes de los alrededores. Nos llegaban sus cánticos y gritos, intentando atemorizarnos. 

El asedio duró más de una Luna. Algo le hicieron al manantial, como cuando vinieron con Pachacutec, y dejó de llegar agua por las acequias. El Yaku Uywaq (“Protector del Agua”), nos avisó:

—Dentro de unos días, entre los reservorios, dejará de fluir agua. Los canales, desde los manantiales de las afueras de la ciudad, traen muy poca, además la desviamos fuera por si la han envenenado.

También causaron incendios por los alrededores, dificultando —con el humo— la respiración. Hubo feroces combates durante varios meses, pero debido al hambre y la falta de agua, debimos rendirnos al Inca y sus soldados. 

Los enemigos entraron en la ciudad y fueron muchos los enfrentamientos. Los mutilados se defendieron con las armas inventadas, causando destrozos y pánico entre ellos, pero como siempre sucedía, la multitud de soldados, al final, se imponían sobre nuestro arrojo y valor. 

Una vez derrotados, el Inca sentenció:

—Seréis deportados muy lejos de esta tierra, iréis a la región de los Chachapoyas, mucho más al norte, ¡nunca me olvidaréis!. Nadie se puede oponer a nuestro imperio.

 Yo no era de ese pueblo, y pretendí hablarles para librarme, pero ninguno quiso escucharme, en la euforia de su triunfo, solo sabían gritar y golpear a quienes consideraban enemigos, por eso, recibí el mismo castigo. La orden se cumplió y la rabia del vencedor no se conformó con el destierro. Túpac Yupanqui mandó:

—Derribad el Templo, el Palacio y las viviendas. Respetar algunas casas para eterna ignominia de esta obstinada ciudad. A partir de ahora, no se llamará, Siquillapucara (“Fortaleza de Siquilla”) se la conocerá como: Tunanmarca (“Pueblo en la punta del cerro”). 

Todo  fue destruido con la saña, de quien venció, a costa de muchos soldados y esfuerzo. La imponente ciudad quedó, para siempre, despoblada. Los incaicos vigilaron durante años impidiendo su reconstrucción.

Hombres y mujeres abandonamos las tierras y las casas. Nos convertimos en pinakuna (“A manera de esclavos”) ocupamos un nivel inferior en la escala social incaica. Éramos propiedad del estado, enviándonos a trabajar en zonas de difícil acceso. 



 


 

II - Fascículo - 6º



1447: Historia de Ankalli.

Narrador: Ankalli (“Ligero, rápido en el andar”) 

Sobre mi vida de pinakuna (“A manera de esclavos”).

Durante nuestro exilio caminamos, fuertemente vigilados por los soldados. Fueron muchos días, en medio de los gritos y empujones. Formábamos una comitiva muy particular, unos mutilados y otros heridos, varios murieron por el camino. Conforme avanzábamos notábamos la dificultad para respirar en aquellas alturas, situación desconocida para nosotros, toda nuestra vida se había desarrollado en la costa. 

De pronto vimos, a lo lejos, un grupo numeroso de una Mita (“trabajo comunitario”), iban clavando estacas en el suelo y entre ellas tendían una red de cuerdas, la llanura estaba llena de gente en silencio, acurrucados detrás de los arbustos. Para mí fue una sorpresa, nunca había visto algo igual, caminaba al lado de Aruni (“Elocuente”) y me explicó:

  Esto se llama un Chaccu (“rodean animales para trasquilarlos”) en la ladera, otros hombres van ahuyentando a los animales para llevarlos a donde están las trampas. Mira, —me señaló— allá, están llegando las primeras alpacas a las redes. Es difícil, pero las van atrapando para quitarle la lana, que le ha crecido desde el último Chaccu. Lo más grave, es el susto de verse atrapadas, quitarle la lana, no le duele nada, es más, les favorece para combatir el calor.

Aquella Mita obligó a los soldados a mandarnos:

  ¡Deteneos! —nos gritaban— nadie se puede mover de donde está, ¡sentaos rápidamente! ¡En silencio!

Todos obedecimos, el camino subía en pendiente hacia una colina, a nuestro alrededor vi unas hierbas desconocidas, cubriendo todo el paisaje de un precioso tono dorado, alguien me comento:

—Las comen las vicuñas y alpacas, por eso abundan los animales por estos parajes.


Después de un largo viaje vimos una ciudad, se perfilaba en la cresta de una sierra. Al llegar nos topamos con un enorme muro de piedra de 20 metros de altura y con tres puertas, tras cada una de ellas encontramos un pasillo en forma de embudo. Se estrechaba, obligando a pasar de uno en uno, un infalible sistema defensivo. Kuélap,  así se llamaba la ciudad, jamás fue conquistada por los incaicos, por eso el Inca Tupac Yupanki nos llevó allí, para seguir manteniéndola cercada, aunque nosotros solo interveníamos en el cultivo de los campos para alimentar a los soldados y dándoles: maíz para chicha y coca. Participábamos en el castigo a los habitantes de esta zona: los chachapoyas.


Nosotros éramos pinakuna, pronto descubrimos todo lo que significaba nuestra situación, no pertenecemos a ninguna persona o instituciones: únicamente somos propiedad del Inca, quien decide sobre nuestra vida o muerte. 

No trabajábamos en las minas, canteras ni otras construcciones estatales, esa era la misión de la Mita de la Aldea más cercana.  No participamos en la guerra, ni se nos permite portar armas, ni viajar. Tampoco el Inca nos puede regalar a sus favoritos, ni a sus esposas, ni siquiera a sus guerreros triunfantes, no éramos objeto de venta, arrendamiento ni préstamo. 

Pero nuestra vida era muy dura, sobre todo, por el lugar donde debíamos vivir: zonas con aguas contaminadas, con clima caluroso y húmedo, enjambres de insectos. Y sobre todo, la terrible e incurable enfermedad de úlceras en la piel, la Uta: carcomiendo nuestro rostro y brazos, desfigurándolo.

Llegamos a un monte ya acondicionado por otros pinakuna, había gentes con muchos años de trabajo en esa región, nosotros llegábamos para apoyar su trabajo. Para aumentar la superficie útil cultivable, toda la ladera estaba como la del Cerro Saraque con terrazas, servían para diferenciar los cultivos, así en cada andén se cultivaba una especie distinta. Igualmente, protegían las laderas de la erosión causada por las lluvias, muy frecuentes en esta zona.

  

 Nos mandaba un Responsable nombrado por el Inca, preocupado por alcanzar la producción establecida, y además, aunque nunca se sabía, debíamos estar preparados. Cada cierto tiempo llegaba un Inspector enviado por el Inca, para comprobar el cumplimiento del programa establecido. Verificaba con los quipus la situación y podía ponernos castigos —más horas de trabajo— si no estábamos cumpliendo lo esperado. El propio Inca controlaba el rendimiento agrícola de cada sitio, estableciendo cupos de obligado cumplimiento. 

Del aprovechamiento conseguida, se hacían tres partes: una se entregaba a la población local y las otras se enviaban a los Tambos, una parte para el Ica y los nobles y otra para los  líderes religiosos. 

En esos lugares, al mismo tiempo, se almacenaba y se controlaban la producción de todo el Imperio. Servían de reserva para los periodos de escasez: por problemas climáticos, guerra o cualquier situación extraordinaria, entonces se repartían comida y ropa, entre quienes más lo necesitaran.

También, era muy importante la construcción de canales, para llevar el agua de los ríos, a las zonas de cultivo o para guardarla en depósitos. Multitud de acequias construimos en esta región de sierra, haciéndolo sobre la roca, como no teníamos herramientas adecuadas, era un trabajo lento y extenuante.

Y empezaron a pasar los años, yo seguía añorando a mi familia y mi aldea, cada vez las veía más lejos, sin embargo, nunca deje de desear un cambio en mi suerte. En mis conversaciones seguía rondando la idea de escapar.

—Todavía no estoy enfermo —razonaba— mientras no tenga ninguna marca señalándome como esclavo, podré huir.

Ente los deportados nos preocupaba, sobre todo, tener las cicatrices causadas por la Uta, pues era infecciosa e incurable.

 Una mujer pinakuna, con fama de curandera, elaboraba con hierbas recogidas en el monte: unas cremas, polvo, emplasto, cocimientos y lavados. Esos remedios, aunque tiene poca eficacia, los usábamos confiando en su utilidad. 

—Debéis emplearlos —nos aconsejaba— cubriendo la cara y los brazos para protegeros, sobre todo por la noche. Es  cuando los insectos pican mucho más, al haber poca actividad en el campamento.

 La mayoría de los pinakuna tienen los brazos y la cara llenos de cicatrices causadas por la enfermedad.

Una tarde hablando con Aruni (“Elocuente”) me dijo:

—Pronto se dará una oportunidad, se presenta alguna posibilidad de escapar, cuando hay más soldados y muchos caminantes marchando hacia el Cusco, para celebrar el Inti Raymi. Si uno yendo solo, se aleja de esta zona y se incorpora a alguna caravana, puede pasar desapercibido. Yo, la verdad, no me arriesgaría, entre otras cosas soy muy mayor, pero tú tal vez tengas éxito.

—Pues si —afirmé sin pensarlo mucho— necesitó marchar con mi familia, además yo no tengo parte, en vuestra guerra con el Inca, donde me he visto implicado.

Debo reconocer el apoyo de algunos de mis compañeros, de los llevados desde Siquillapucara, estuvieron dispuestos a arriesgarse para conseguirme ropa de los incaicos, así me podría camuflar mejor. 

Y una mañana, con la determinación de la furia, me alejé por los montes, mi primera intención era esconderme, pues si alguien me encontraba, no tendría ninguna razón para andar solo por esos lugares. Después de estar caminando todo el día, cuando empezó la oscuridad, me acerqué al Qhapaq Nan (”Camino del Inca”), y cómo me había dicho Arumi, con facilidad me incorpore a una caravana. Estaban detenidos, en torno a una hoguera descansando. Escuche la siguiente conversación:

—Nos hemos detenido —explicó uno de los caminantes— en medio de la soledad, recuerdas como hemos dejado atrás una Pucará (“fortaleza”), solo pueden usarla los militares, y no sabemos cuánto de lejos está el próximo Tambo (“albergues con corrales”), donde podríamos intentar alojarnos, también hay Colcas (”almacenes”) allí no nos permiten acercarnos y los  Chasquihuasis (“postas para correos”) son tan pequeños, apenas un descansadero para los chasquis.

—También hay aldeas —otro, le contestó— de antes de los incaicos y lugares religiosos donde somos bien recibidos, si vamos en grupos pequeños, sin grandes alborotos. 

Encontré entre los viajeros, una familia formada por Hawka (“Libre de preocupaciones”) y su esposo Limachi (“Conocedor de los caminos”). Vestidos a la usanza cuzqueña, la ropa colorista, llena de bordados geométricos, un chullo en la cabeza y a la espalda, la chuspa (bolsa), con las hojas de coca, la quena y la ocarina. Las llamas cargadas con útiles y víveres para el viaje. Hawka me miro con curiosidad, ofreciéndome de su comida, me invitó a sentarme a su lado. 

Cuando empezamos a hablar, descubrí su extraña situación: 

—No pertenecemos a ninguna aldea, —me explicó Hawka— nuestra vida discurre por los caminos, de pueblo en pueblo, contando nuestras historias a quienes nos quieren escuchar. 

—Para ilustrarlas —intervino Limachi— y hacerlas más interesante, transportamos sobre las llamas unas mantas enrolladas; son representaciones de los Incas y algunos hechos especialmente gloriosos.

Intervine en la conversación tratando de darme a conocer:

—Yo, hace ya bastantes años, salí de mi Aldea, junto al río Virú, pero naufragué en un desgraciado accidente. Intentando volver con mi familia me vi envuelto en una guerra y fui deportado a Kuélap de donde acabó de escapar, ¡necesito vuestra ayuda!. 

Me permitieron acompañarlos con el disfraz de sirviente, a esa misión yo estaba últimamente muy acostumbrado, después de mi época como pinakuna.

Con palabras afectuosas, Limachi, mirando a su esposa, me dijo:

—Mañana iremos en dirección al Cusco. ¡Si quieres, nos puedes acompañar!. 


 


 



II - Fascículo - 7º 



1447: Historia de Ankalli.

Narrador: Ankalli (“Ligero, rápido en el andar”) 

Mi nueva vida de Willakuq (“cuenta-cuentos”).

Para los incaicos, la manera de vivir de Hawka (“Libre de preocupaciones”) y su esposo Limachi (“Conocedor de los caminos”) estaba muy mal vista. 

El Inca quería tener a todos sus súbditos, asentados en un Ayllu, el grupo de familias vinculadas entre sí, por descender de un antepasado común. Todos viviendo en la Marka (“parcela de tierra”) cultivada por los miembros del Ayllu, encargándose de la conservación del camino y los puentes, y colaborando —con sus aportaciones— a la riqueza del Tambo más cercano. 

El modo vagabundo de vivir se enfrentaba, por lo menos, con una de las leyes incaicas: Ama quella (“No seas ocioso”)  y podrían estar, también, en contradicción con las otras dos: Ama sua (“No seas ladrón”) y Ama llulla (“No seas mentiroso”). 

Nosotros no robábamos ni mentíamos, pero solo producíamos diversión y eso no estaba muy valorado  en esa sociedad. Aunque no éramos bien recibidos en todos los Tambos, en la mayoría, suponía una fiesta para el Encargado del Tambo y para los habitantes de los alrededores. Más grande algarabía suponía la llegada a un poblado, pero siempre debíamos estar vigilantes.

Los encuentros con la comitiva del Inca o con los soldados eran muy desagradables, en estos casos Limachi (“Conocedor de los caminos”) tenía muy bien preparado el discurso. Se inventaba, que el motivo de nuestro peregrinar, era visitar a la Coricancha en el Cusco, o al Santuario de Pachamanca u otros motivos religiosos. Y seguíamos adelante con más o menos dificultades.

Después de todo un día caminando y conversando, nos detuvimos en un Tambo y resultó no ser la primera vez para mis acompañantes. Apumayta (“Señor bondadoso”) el Jefe el Tambo, los recibió con muestras de contento, ofreciéndole alojamiento durante tres días a cambio de sus narraciones. Limachi y Hawka aceptaron encantados, le explicaron:

—Marchamos hacia el Cusco, queremos asistir a la fiesta de Inti Raymi, la instauró el Inca Pachacutec en honor a su padre el Sol, hace ya algunos años.

  Aunque le pidieron:

—Necesitamos poder descansar hasta mañana, entonces os narraremos grandes hechos acaecidos en el pasado. 

Por toda la zona alrededor del Tambo, se difundió la noticia, y al día siguiente un grupo numeroso de personas, se instalaron a la sombra de los árboles, dispuestos a escuchar. 

Yo había preparado el lugar, pues durante el camino, por sugerencia de Hawka, recogí varios manojos de  Kiwa waqanki (“Hierba Luisa”) una planta muy olorosa, la eché por el suelo y las hojas más secas en la hoguera. Toda la zona se llenó de un agradable olor a limón, ocultando los olores del cercano corral de las llamas y otros aromas desagradables.

HAWKA (poniéndose en pie, comenzó a narrar).

  —Hace mucho, mucho tiempo. Un pueblo se vio obligado a huir, de las orillas del lago Titicaca, ante los ataques de gentes belicosas. Después de una larga caminata, de varios días, llegaron al valle del Cusco, pero allí regía un pueblo guerrero: los Chancas

No obstante, empezaron la construcción de su ciudad: la llamaron el Cusco (“el ombligo del Mundo”), no estaban dispuestos a dejarse avasallar una vez más. Debían conseguir el respeto de pueblos aguerridos, luchando por la misma zona. Pronto, todos empezaron a considerar al Cusco, un reino pequeño, pero cada vez más poderoso. Eso lo convirtió en un rival, y por supuesto, un botín lucrativo para los pueblos circundantes.

Cuando finalmente los Chancas atacaron el Cusco, el Inca Huiracocha creyó imposible defender la ciudad, las fuerzas Chancas eran muy superiores. Huyeron presos del pánico, tanto él, como su sucesor e hijo, Urco, dejando a la ciudad y a sus habitantes desamparados.

Sin embargo, —su hijo menor: Pachacútec— se quedó y rápidamente reunió, a los menos aterrorizados, y montó la defensa. Organizó las fuerzas y se puso al frente. 

Esa noche, antes de la batalla, rezó al Dios Creador: Wiracocha. Este, misteriosamente, se le apareció y le juró que lo ayudaría.

  Pachacútec no iba a ser el sucesor de su padre, de ninguna manera. La oportunidad se presentó y el futuro Inca se puso al frente de aquellos Quechuas. 

Fue cuando se les comenzó a llamar incaico, pues su jefe era el Inca, un pueblo en extremo belicoso, acostumbrado al esfuerzo y el trabajo duro, austero, casi inexpresivo, de férrea voluntad y cuerpo resistente.

Detuvo la narración; se sentó, comenzando a hacer música con la quena.


LIMACHI (se puso en pie y caminando en torno de la hoguera, continuó con voz solemne).

—Los guerreros Chancas, iniciaron un asalto, en cuatro frentes, contra la ciudad nada más amanecer. Pachacútec y su grupo de seguidores lucharon con increíble resistencia y determinación, aunque superados en número. Todos los ciudadanos de Cusco, incluidas mujeres y niños, se unieron a la batalla por su ciudad. 

Cuando desde los cerros cercanos, los huidos con el Inca Huiracocha, vieron como Pachacútec lograba contener a los atacantes, recuperaron el coraje y regresaron para ayudar. Con estos refuerzos, defendió con éxito el Cusco y logró una gran victoria contra los Chancas.

En su intento por mostrarse con categoría de líder, y hasta merecer ser un sucesor capaz, Pachacútec (conocido como Yupanqui en ese momento) le otorgó a su padre el botín de la batalla, sometiéndose a su autoridad. Este recibió los regalos, pero se lo entregó a su hijo Urco, mostrándolo como el legítimo sucesor, esto fue un insulto público al joven Pachacútec

La suerte o —según él sostenía— la ayuda de Wiracocha, le dio muy pronto su segunda oportunidad. Los Chancas se reagrupaban para un asalto renovado y en mayor número. Al enterarse, Pachacútec se apresuró con sus fuerzas con la intención de tenderles una emboscada. Lo logró, encontrando al ejército Chancas cuando aún estaba preparándose, y su ataque sorpresa fue brillante. Siguió una feroz batalla y Pachacútec logró decapitar al líder chanca. Al ver esto, los soldados enemigos huyeron, y muchos murieron en la huida.

Pachacútec regresó al Cusco como un héroe glorificado. No solo defendió la ciudad, además también logró una gran victoria contra uno de los enemigos: los Chancas.  

Inca Urco no lo aceptó y se sublevó junto a un pequeño ejército, pero a Pachacútec no le cogió por sorpresa y en un enfrentamiento le venció. Cómo castigo, mandó descuartizarlo y lanzar sus restos a un barranco. 


HAWKA (volvió a ponerse en pie, la ayudé a extender entre dos árboles una tela bordada, prosiguió ante el asombro de los escuchantes, mientras su esposo se sentaba y comenzaba a tocar suavemente la ocarina).

—Empezaron a llegar, a la ciudad del Cusco, numerosas llamas cargadas de ofrendas. Conforme se aproximaba el día de la ceremonia, los Curacas invitados hacían su ingreso en la capital con gran fastuosidad, rodeados por su séquito. Cada uno de los visitantes traía hermosos regalos en señal de reconocimiento: vistosas andas, queros decorados, suaves mantas, metales preciosos y exóticas plumerías.

 Los sacerdotes hicieron una serie de sacrificios y plegarias, incluyendo la inmolación de niños, parte del ritual conocido como Cápac Cocha

Llegado el día esperado, solemnemente su padre —el Inca Huiracocha— procedió a colocar la borla real Mascaipacha (símbolo del poder inca) en la cabeza del joven Yupanqui. Nombrándolo de allí en adelante, como Pachacútec Yupanqui Cápac Intichuri (“Hijo del Sol, transformador del mundo”).  Ahí lo tenéis. Señalando una manta decorada con la imagen del Noveno Inga.

LIMACHI (se puso en pie, continuó con voz solemne).

—A través de una conquista despiadada y una astuta diplomacia, logró cambiar el destino de este pueblo para siempre. Los hechos de su ascenso al poder y la expansión de su reino no tiene paralelo en los recuerdos de la historia, expandió su territorio de una única ciudad hasta formar un vasto imperio, el Tahuantinsuyo, y todo —solamente— durante su vida.

Los siguientes veinte años, Pachacútec, demostraría su valía como un gobernante sobresaliente. Reconstruyó y amplió la ciudad del Cusco e inició una serie de conquistas, dando lugar al nacimiento del Tahuantinsuyo. Organizó sus tropas y les dio una nueva misión: la de construir un imperio. Ese ejército se ganó la reputación de ser imparable, pues contaba con el apoyo divino de su Padre Wiracocha. Pero, gran parte de su éxito, se debía a sus armamentos y tácticas bien elaboradas. 

Llego a ser el primer paso, enviar emisario al pueblo, pidiendo hacer una alianza. Si eran rechazados, lo siguiente consistía en rodarlo y cortar los accesos del agua. Luego encender hoguera y contando con la dirección del viento, llenar el poblado de humo de plantas tóxicas, echadas al fuego. 

Un guerrero incaico iba equipado: con escudo de piel curtida, hondas, mazas y hachas de hueso y cobre.

El número de soldados, a veces desproporcionado, ante los pequeños grupos de combatientes de las aldeas, suponía una ventaja, dando a Pachacútec la fuerza necesaria en las batallas.

Después de reconstruir el Cusco, salió de la ciudad con un ejército de 40 mil soldados. Este número parece un poco exagerado, pero tal vez se contaban los refuerzos conseguidos en la marcha de ese ejército a través de tierras casi deshabitadas. Señalando nuevas rutas, constituyendo puentes fluviales y Tambos en lugares estratégicos. Sentaron las bases del “Qhapac Ñan”, la famosa red de caminos incaicos. 



 


 

II - Fascículo - 8º 


1447: Historia de Ankalli.

Narrador: Ankalli (“Ligero, rápido en el andar”) 

Contando narraciones con Hawka y Limachi.

Me puse en pie y ayudé a Limachi a extender otra imagen, la desenrollamos y yo la mantenía visible ante el auditorio.

Él se sentó a hacer música, logrando con su ocarina, un ambiente de creciente atención entre aquellos campesinos, muy ansiosos de escuchar las narraciones de Hawka (“Libre de preocupaciones”) y su esposo Limachi (“Conocedor de los caminos”).


HAWKA (En pie, siguió hablando, dándole gravedad a sus palabras).


Pachacutec continuó con las remodelaciones de la capital del imperio: la ciudad del Cusco.

 Puso en marcha grandes construcciones: el templo de Qoricancha y la fortaleza de Sacsayhuamán. El aumento de la población demandaba más viviendas. Creó barrios, con nuevas plazas y canchas ("lugares cerrados); también comenzó una serie de emprendimientos rurales: varias áreas cercanas fueron utilizadas como sementeras. Se intensificó la producción agrícola gracias a la creación de canales y a los nuevos sistemas de almacenamiento y construcción de andenes, consiguiendo mucha más tierra de cultivo.

Promulgó numerosas leyes, organizando la vida de aquel pequeño pueblo quechua. Fue reconocido, y valorado como el más grande de todo los Incas, por sus contribuciones a la expansión y consolidación del naciente Imperio incaico.

Cuando Pachacútec murió, todos lloraron durante un año, y se sacrificaron niños para acompañarlo en el más allá. Además, se mataron alrededor de 3.000 llamas: en el Cusco 2.000.

Hacía tiempo el Inca Pachacutec encargó las expediciones conquistadoras a su hijo y sucesor: Túpac Yupanqui a quien había elegido a los 16 años para ceñir la borla amarilla de co-gobernante. Este hecho, bastante insólito, fue posible por el gran prestigio de Pachacutec, todos lo aceptaron, aunque según la costumbre debía ser nombrado Hatun Auqui (príncipe heredero) por las Panacas reales: la familia formada por toda la descendencia del Inca. Tomó como esposa principal a su hermana paterna Mama Ocllo.

A los 30 años, cuando murió su padre, se hizo cargo de todo el poder. Durante su cogobierno y su gobierno empleó la mayor parte de su tiempo en campañas bélicas de conquista. Lo llamaron el "Inca viajero", por sus largas ausencias lejos de Cusco.


LIMACHI (se me acercó, y señalándome como si yo representara a los pueblos sometidos, continuó).


Tupac Yupanqui dirigía el ejército, reprimiendo —con dureza— todas las rebeliones. Conquistaba nuevas tierras y aldeas, obligando a los aliados o vencidos, a tributar al Imperio. La expansión se basaba, en la “paz en el interior conseguida por guerra en el exterior.” Con esta idea, los ejércitos incaicos al mismo tiempo: descubren, conquistan y extienden sus dominios sobre un extenso territorio. Crearon un imperio poderoso, con una expansión irresistible por los Andes y sus zonas de influencia. 

Durante sus viajes de conquista, una élite de militares rodeaban constantemente al Inca. Eran tropas de origen cuzqueño, con el tiempo, se incluyeron soldados destacados de otras etnias. Esta guardia imperial llegó a ser de unos 10.000 miembros. Gozaban de grandes privilegios: alimentos especiales, casa en el Cusco, ropa y muchos regalos de coca, joyas y esposas.

  El ejército incaico batalló por el norte, derrotando a los Chachapoyas aunque no pudo entrar en su capital: Kuélap, pues estaba protegida por una muralla de 20 metros de altura, era inexpugnable, no obstante se rindieron y pasaron a ser uno más de los pueblos sometidos. 

Después dirigió su ejército hacia el Imperio Chimú a orillas del mar junto al río Moche. Ante su resistencia, Túpac Yupanqui, elaboró una certera estrategia: secar los canales desde el río hasta Chan Chan. Como la ciudad se encuentra en medio del desierto, no tardó muchos días en rendirse. 

En su avance de conquista solo le detuvo, por el este, la selva amazónica, debido a su clima y algunos animales: insectos y serpientes. Mientras, por el oeste, el litoral marino apenas fue una dificultad, pues se propuso también dominarlo. 

Túpac Yupanqui tenía sobre 25 años cuando llegó a la costa, y se enteró, por unos navegantes, de la existencia de unas islas no muy lejanas, pero si muy ricas. Sin pensarlo mucho decidió organizar una expedición marítima. Su pueblo nunca había navegado, eran gentes de la sierra, acostumbrados a caminar por paisajes nevados y gélidos, sorprendido por la inmensidad del mar y su continuo oleaje.

 Durante meses estuvieron fabricando las embarcaciones; y bajo la dirección de algunos pescadores de la zona de Tumbes, cortaron totoras y las entrelazaron con sogas, en el centro pusieron una especie de habitación de madera. 

Cuando terminaban de construir cada barco, hacían pequeños recorridos —ejercitándose— sin alejarse mucho de la costa. Aprendieron y, a la vez, acostumbrándose a sentir el movimiento constante de mar.  

Descubrieron la posibilidad de mascar coca para superar el mareo y consiguieron de su Jefe la manera de obtenerla en cantidad y sin problemas. Ellos no tenían autorización como los chasquis, pero siempre tenían —a escondidas— pequeñas cantidades. Túpac Yupanqui les concedió su autorización para cuando maniobraran en las barcas


Llegó el momento de partir y Túpac Yupanqui se puso al frente de 2.000 soldados, de los más experimentados, en las artes de la navegación. En cada barca de totora irían 50 militares y la manejarían unos cuantos pescadores. La gran flota formada por 120 naves, se aventuró en un viaje memorable.

Empezó a pasar el tiempo sin saberse nada de ellos. Por esa la tardanza, hubo un movimiento en el Cusco, para nombrar a otro hijo de Pachacutec como heredero, muchos dieron por extraviados a Túpac Yupanqui y sus navegantes.

Habían pasado más de dos años cuando empezaron a arribar —a distintas playas— las balsas supervivientes, aunque algunas se perdieron, la mayoría volvió. 

Llegaron contando hazañas grandiosas y hablando del hallazgo de muchas islas, algunas habitadas. Otras demasiado pequeñas: apenas ínsulas, llenas de leones marinos y focas. Volvieron con oro, plata, esmeraldas y animales raros, y también gente de piel negra. 

En el Tahuantinsuyo, cuando algún niño era albino —hecho muy poco frecuente— lo llevaban hasta el Inca, lo consideraban un signo de buena suerte —hijos de la Luna— su presencia beneficiaría al Inca y a todo el Imperio. 

En cambio, la piel negra era totalmente desconocida, empezaron a verlos como hijos de la noche y, por tanto, también signos beneficiosos y Tupac Yupanqui los llevó hasta el Cusco. Su padre los recibió con temor, allá tiritaban de frío, y por la falta de oxígeno, poco a poco enfermaron, y nadie, ni los más sabios, pudieron dar una solución, aunque muchos remedios se pusieron en marcha, terminaron muriendo todos.


HAWKA (Se alargó contando la historia mientras su esposo hacía música con la ocarina y yo mostraba la imagen del Inca Tupac Yupanqui).


—Cuando asumió el poder, continuó la construcción de la fortaleza de Sacsayhuamán y tomó medidas de gobierno, mostrándose digno heredero de su padre. Mejoró el Qhapac Ñan (Camino real) y la red de Tambos, así como los mensajeros (Chasquis). Siguiendo —a sus consejeros— reorganizó la economía imperial con nuevos impuestos y estableció los (Pinakunas) siervos del estado. 

Pero surgió un conflicto familiar. Chuqui Ocllo —una de sus concubinas— lo convenció para nombrar como heredero a su hijo: Cápac Huari a costa de un niño, el príncipe Titu Cusí Huallpa (futuro Huayna Cápac) quien era su heredero natural, tenido con su esposa principal y hermana, la coya Mama Ocllo. 

En algún momento Túpac Yupanqui, cambio de idea y revocó esa decisión, sin embargo, la vengativa Chuqui Ocllo reaccionó con violencia envenenándolo a traición. 

El gran Túpac Yupanqui murió hacia 1493 en su palacio de Chinchero, luego de veintidós años de reinado. A su momia se le rindieron honores casi divinos.

Los conjurados fueron descubiertos y ajusticiados por los leales a Huayna Cápac.

Ahora mismo habréis visto, así como nosotros vamos hacia el Cusco, de allá llegan familias enteras en pequeños grupos, se presentan exhaustos, no del camino, sino del miedo a ser detenidos, vienen huyendo. En la ciudad se ha instalado el terror, los militares, funcionarios y todos los partidarios de la concubina Chuqui Ocllo se marchan, con sus familias, apresuradamente intentando salvar sus vidas, pues los seguidores de Huayna Capac persiguen a quienes en el futuro pueden ser enemigos.


Hawka (“Libre de preocupaciones”) dejó de hablar, empezó a despedir a la gente, pues ya era muy tarde y el frío superaba la acción de la hoguera. Decidieron dejar el relato restante para otra ocasión, casi todos marcharon, pero alrededor del fuego se mantuvieron los muy interesados. Uno de ellos preguntó:

—¿Y cuántas personas negras trajeron de ese viaje?

 —No lo sabemos —le dijo Hawka— aunque no debieron ser muchas. Sí, nos explicaron sobre su muerte, acaecida en los fríos del Cusco; no fueron capaces de resistir, aunque le dieron varios perros sin pelo para recibir su calor, es como proteger a sus hijos pequeños, los nobles y el Inca.

Aquella noche tuvimos una conversación muy importante con vistas a mi futuro. Después de comer, nos sentamos los tres, a la luz de la hoguera.

—Si vienes con nosotros —me explicó Hawka— será mucho más seguro hacer los caminos y alojarte en los Tambos, si vas solo te detendrán, pues no tenía ningún motivo para justificar, tu deambular errante. Nosotros tampoco, pero hemos ideado medios para seguir adelante. 

Con ellos, yo era su sirviente, por eso sería bueno acompañarles, por lo menos, hasta el Cusco, además me aseguró Limachi (“Conocedor de los caminos”):

—Cuando acabe el Inti Raymi, podemos ir por los pueblos de la costa y así estaremos más cerca de tu Aldea, hasta podríamos ir todos a ella. Nunca hemos estado por esa parte del Tahuantinsuyo.

Si iba con ellos, sería a su ritmo, parando en los Tambos donde contaban las historias. Ya me había demorado seis años desde mi salida de la Aldea, a las órdenes de Nina (“Mujer vivaz”) y parecía conveniente tardar un poco más, era una manera de asegurar la vuelta.

Pasó el tiempo y en compañía de  Hawka y Limachi  casi me convertí en un cuenta-historias, de tanto oírles me fui aprendiendo sus narraciones, a ellas incorporé mis propias aventuras, procurando no presentarlas como personales, para no tener problemas con los espías del Inca. Con frecuencia me dejaba sustituirles en sus narraciones o aportar las mías, mientras ellos hacían música acompañando mis relatos, creando el ambiente apropiado.  

Conforme nos acercábamos al Cusco, aumentaban los caminantes. Se nos unían por los pequeños senderos de los poblados. Nadie tenía prisa, pues todo estaba organizado para llegar uno o dos días antes del Inti Raymi, y cumplíamos las etapas previstas.

Estando en un Tambo arribó la comitiva de un Curaca, lo llevaba en andas ocho hombres de su Ayllu, como nosotros iban para El Cusco. Él debía cumplir la obligación de manifestar, con asiduidad, el sometimiento de su pueblo al Inca. Le acompañaban sus mujeres e hijos, junto con músicos y bailarines

Se presentaron con gran alboroto, sonando los pututus y tambores, ente ellos un Runatimya (“Tambor con piel humana”) se lo había regalado el Inca, cuando estuvo en la región y lo ayudó a derrotar a un Curaca vecino renegado, era la piel del pobre desgraciado. Formaba parte de la manera de atemorizar a los enemigos, y conseguir la lealtad de los aliados: hacían esos tambores con la piel de los derrotados, con sus huesos largos: quenas y con sus dientes: collares.

 Aligeramos para marchar cuanto antes, los queríamos lo más lejos posible de nosotros. 




 


 


II - Fascículo - 9º


1448: Historia de Ankalli.

Narrador: Ankalli (“Ligero, rápido en el andar”) 

De cómo en el Cusco conocí a Yuria.


Al ver la ciudad del Cusco me sorprendió su grandeza y la manifestación de su riqueza y poder. Yo ya había visto grandes ciudades, pero esta superaba a todas. Los peregrinos, debíamos conseguir el permiso para poder pasear por sus calles, por ello acudimos al lugar donde, se hacía el Ritual de Entrada: debíamos orar a Inti, pidiéndole su venía para transitar. Así como dar una ofrenda, lo normal era una cantidad de maíz o sal, un cui o un cañan. Nosotros ofrecimos, unas frutas encontradas al borde del camino: Lúcumas. Y luego de una pequeña deliberación, los funcionarios: las aceptaron. Teníamos autorización para asistir al Inti Raymi.

Después de esas ceremonias nos dirigimos a la plaza de la ciudad y contemplamos la Coricancha (Quri: oro y kancha: recinto cerrado) y los demás edificios, todos cubierto de oro, brillando casi como el sol, de quien recibían su luz y nos cegaban. 

El ambiente del Inti Raymi empezaba a verse en los adornos de las calles y en las vestiduras de las personas. Al ser tantos los pueblos del Tahuantinsuyo: unos venían de la selva, otros de la costa, aunque la mayoría procedían de la sierra, no en vano el Cusco estaba situado en las alturas de los Andes.

Encontramos las viviendas de los mit'ayoq (jornaleros) venían a cumplir con su obligación de trabajo o a participar en la milicia, también allí nos reuníamos quienes queríamos celebrar el Inti Raymi.

 Cuando nosotros llegamos —el campamento— estaba muy lleno, nos unimos a un grupo venido de Pukatampu (“Tambo Colorado”), un lugar muy cerca de la costa. Como a mí me sucedió cuando subí a los montes, la primera vez, no paraban de tiritar y se sentían asfixiados y hasta mareados. Hablando con algunos, le ofrecí coca:

—Así será más fácil adaptaros a esta altura, en dos o tres días.

Una de las mujeres me miro con afecto, y agradeciendo, explicó:

Riqsikuyki (“Gracias”), yo me llamo Yuria, y tenemos coca, no es nuestra primera visita al Cusco. A mí siempre me afecta mucho, no sé cuál puede ser la razón, pero durante varios días no supero la desgana.  

Con facilidad congeniamos, ellos habían pasado por el Santuario de Pachacamac, yo estuve hace unos 15 Inti Raymi.

Me dirigía especialmente a Yuria (“Alba, aurora”) su rostro agradable, apenas se intuía, estaba arrebujada con mantas multicolores y con el ch'ullu (“gorro con orejeras de lana de alpaca”). Pronto descubrir su fuerte carácter, nunca dejaba de dar su opinión, así como su manera amable, al intentar siempre, comprender a quienes la rodeaban.

—Cuando pasé por allá, —comenté— estaban terminando el Templo de Sol y comenzaba otro para la Luna. Yo nunca había visto tanta gente, se parecía bastante a estas multitudes, pero aquí la aglomeración, es solo los días de la Fiesta del Inti Raymi, mientras aquel Santuario estaba lleno de gente todo el año. 

—En nuestro pueblo —se me encaró Yuria— es normal ir, por lo menos una vez al año, a Pachacamac. Necesitamos tener su protección ante tantas adversidades, los sismos son habituales, cuando no es una riada por el barranco. 

—¡No he dicho nada! —me defendí— me parece muy bien. Pero en mi Mayu Kitilli ("Aldea del Río") tenemos el templo en el centro y celebramos el Killa hunta (Plenilunio) reuniéndonos todos. Danzando y banqueteando en honor a la Luna, sin necesidad de ir a ningún Santuario especial. 

—Cada pueblo tiene sus costumbres —Yuria no callaba— y todas son muy respetables.

En esta primera conversación me dio suficiente confianza para contarle mi situación, así como los terribles sucesos acaecidos desde mi naufragio, y ella me habló, con cierta reticencia, de su vida.

—Hace unos cuantos Intis Raymi, abandone mi pueblo, me vi obligada a huir, pues la situación en mi hogar cada vez era más dramática. Yo estaba casada con quien estoy segura, fue el responsable de la muerte de mis dos hijos, el primero desapareció de improviso, y nadie sabía nada. El segundo está mucho más claro, pues antes de nacer me golpeo, como solía hacer cuando llegaba a casa “tomadito” de chicha, pero ese día fue más agresivo y yo, por mi situación, no pude defenderme de modo apropiado.

—Siento pena, por eso —le susurré— en mi Aldea, si algo así sucede, el agresor es expulsado, no tienen posibilidad de vivir entre nosotros. El poder es de las mujeres, a través de la Mama-coya.

—Pues mi única solución fue —continuo Yuria— huir lo más lejos posible y por supuesto, no volver por mi Aldea. Todavía siento a veces miedo de ser perseguida por mi agresor.

Desde entonces, he pasado algún tiempo, en otros pueblos en la ribera del río Cañete, siendo vendedora a domicilio de prendas, de ropa andina, para quienes quieren venir al Cusco y otras zonas de la sierra. A orilla del mar, no se necesita ropa tan gruesa de alpaca o vicuña, nos basta con la de algodón. 

Mis trueques son, sobre todo, por comida para mí o cambiarla por un sitio donde dormir. En casa de una hermana, tengo un lugar donde guardar las ropas y allí vuelvo, cuando necesito más, pues se me acaban. No puedo cargar mucho sobre mis hombros y mi llama viajera. Conseguir este tipo de ropa es la misión del viaje al Cusco. 

—¿Y cómo van las gestiones?—me interesé— no te he visto moverte mucho, apenas ha salido del campamento.

—Todavía estoy muy cansada —se lamentó— cuando trato de andar, las cosas me dan vueltas. Me mareo y hasta he vomitado esta mañana. Entre el frío y este desfallecimiento me siento impotente. Confío en tu palabra y en la coca.

—Estoy seguro —le afirmé— en unos días verás como puedes sacar adelante tu tarea. Sigue mascando coca y todo se arreglará.

Una mañana nos acercamos Yuria y yo a la plaza central del Cusco, encontramos el suelo cubierto con arena, al levantarla con la mano lo descubrí: la habían traído desde el mar. Unas estatuillas de hombres, pumas, llamas y alpacas (algunas de tamaño natural de piedra, oro, plata y mullu) estaban distribuidas por la Cancha (“recinto cercado”) eran recuerdos de las batallas ganadas a otros pueblos, y del expolio de sus riquezas.

Fueron unos días especiales asistiendo a las solemnes fiestas en honor a Inti y rodeados de tantísima gente. Me sorprendió la belleza de las Acllas (“Escogidas”), no en vano habían sido elegidas, por su hermosura e inteligencia, entre todas las jóvenes del Tahuantinsuyo. 

Tuve muchas conversaciones con Yuria y dentro de nosotros surgió un sentimiento de confianza, tal vez fruto de nuestra mutua soledad, los dos necesitábamos compañía. Teníamos la posibilidad de unirnos a Hawka  (“Libre de preocupaciones”) y Limachi (“Conocedor de los caminos”).

En una ocasión tuve oportunidad de hablar con Hawka.

Hawka —le comenté, cuando dábamos de comer a las llamas— ¿te parece bien invitar a Yuria a venir con nosotros?. 

—¿Por qué me lo peguntas? —se extrañó, y afirmó— Limachi y yo lo damos por seguro. Os vemos con mucha complicidad y sabes, nosotros también, a veces, necesitamos romper el aislamiento después de tantos años, los dos solos por los caminos, ¿cómo hemos cambiado con tu compañía?. ¿Le digo algo a Yuria?.

—No, por favor, yo le pediré que nos acompañe.

 —Perfecto, Ankalli, ¡Adelante! 

Así fue como al terminar esos días tan especiales, nos pusimos en marcha una vez más, rumbo a la costa, ahora éramos cuatro: Hawka y su esposo Limachi, Yuria y yo; con las llamas formamos una pequeña caravana, dispuestos a enseñar nuestras historias donde nos acogieran. 

Descendimos por un valle, acompañando a un río, seguro nos llevaba hasta el mar y encontraríamos poblados en sus riberas. Luego de bastantes días de marcha, conversando y admirando los impresionantes paisajes. Contemplamos las ruinas de una ciudad construida sobre una colina muy próxima al río, parecía llevar siempre agua, pues se podían vislumbrar zonas de cultivo en las orillas.

Desde donde estábamos, se veían varios edificios grandes, semi-derruidos y también una gran pirámide escalonada del estilo del Templo de nuestra Aldea junto al Virú. Todo era muchísimo más grande, pero en ruinas. ¿Cuánto tiempo llevaba deshabitado?.  Nadie nos podía dar razón.


No muy lejos descubrimos un Tambo incaico, estaba al borde del Qhapac Ñan (“Camino del Inca”), pero al empezar a andar, parecía alejarse.

Ya oscurecía cuando llegamos, nos acercamos con prevención, ¿no debíamos confiarnos? Aunque sí conocíamos como funcionaban y la importancia de caer simpáticos al Iwxawi (“Jefe de un Tambo”).

  Entre en primer lugar para presentarnos.

—Me gustaría hablar con el Encargado, somos unos viajeros camino del mar, mi nombre es Ankalli y necesito ayuda para volver a mi Aldea.

—Yo soy Jalaru (“Favorecedor”) el Jefe de este pequeño Tambo —se presentó un hombrecillo con solo un brazo y ojos curiosos— no parecéis de estas tierras.

—No, por supuesto, hace bastantes Killa Hunta (Plenilunios) yo caí del barco donde viajaba en misión comercial de mi Aldea, desde entonces estoy vagando con estos amigos buscando la ruta de vuelta al río Virú.

—No sé dónde está ese río —contestó con una sonrisa su esposa Qhispisisa (“Flor de libertad”)— este es un pequeño Tambo en una parte del Qhapac Ñan poco transitado, apenas lo recorren mis hijos, son los chasquis: llevando y trayendo noticia y mandatos.

Luego, asomándose a la puerta, se dirigió a los demás:

—¡Entrad!, os veo cansados. Mi hijo, Kanki nos dijo haberos visto esta tarde viniendo para aquí. ¡Ya han pasado varias horas!.

Toda la comitiva nos fuimos presentando y nos recibieron con alegría, pues muy pocos viajeros pasaban por esa zona y en aquel remoto paraje las ocasiones festivas eran mínimas.

 Tanto la vida de Qhispisisa como la de su esposo Jalaru se limitaba a ver marchar y volver —un día y otro— a sus hijos en sus carreras de Chasquis, muy pocas veces les contaban noticias o les traían alguno objeto.

Qhispisisa enfrascada en sus múltiples quehaceres, veía pasar las horas. Su vida había estado vinculada a los Tambos, conoció a Jalaru cuando él llegaba —cada dos días— al Tambo de su padre. Con los encuentros fue creciendo en ella el deseo de formar una familia con el joven Chasqui. 

Al dejar de ser Chasqui, y empezar a ser ayudante del Iwxawi (“Jefe de un Tambo”) Qhispisisa fue con Jalaru y allí se quedaron en los siguientes años. Ahora llegábamos nosotros con nuestras historias, música y deseos de aprender, pero ya era muy tarde y veníamos cansados. Pronto, abandonamos el lugar de la hoguera, para colocarnos en los rincones, donde arropados por las mantas multicolores nos dormimos.

A media mañana escuchamos el ronco sonido de un Pututu, un penacho de plumas blancas adorna su cabeza. Observe como un Chasqui salía a su encuentro y ambos recorrían un tramo juntos, en esos metros escucharía los mensajes traídos de viva voz y, tomaría la bolsa con los quipus y los objetos enviados por el Inca. Para hacer más rápido el relevo, el agotado Chasqui, le acamparía un tiempo, comprobando si el nuevo corredor, había memorizado todos los mensajes, luego volvía al Tambo a comunicar las noticias públicas, comer y descansar.

Uno de sus hijos, llamado: Kanki (“De gran personalidad”) acababa de llegar del Tambo de orillas del mar, donde había recogido y aquí entregado al siguiente, los Quipus con destino al Cusco.


—Solo formamos parte —me explicó, antes de retirarse a dormir— de la maquinaria de comunicación entre el Cusco y la costa. Muchas veces he transportado el pescado para el Inca, lo llevamos fresco en unos pocas jornadas, del mar hasta la cocina del Inca, recorriendo una distancia de 600 kilómetros en ascensión en solamente tres días. Gracias a Inti, a mí me toca una etapa, minúscula, de todo ese recorrido. 

Además, tiene una ventaja: cuando se lleva algo pesado, vamos dos o tres y hasta podemos ir conversando, tal vez la parte más dura de nuestra misión es la soledad. El esfuerzo de la carrera se compensa con la coca, somos los únicos autorizados, junto con algunos privilegiados, a mascarla, aunque exclusivamente durante nuestra marcha. 

—Pero —preguntó Yuria— ¿todos los Tambos están a la misma distancia?

—No necesariamente —afirmó Kanki— desde el anterior Tambo, hay 25 kilómetros y hasta el siguiente casi 30, pues la distancia depende de las dificultades del terreno, lo normal es tardar una dos horas de carrera, siempre se corre poniendo todas nuestras fuerzas. Como hacemos el mismo recorrido, un día: ida y vuelta al Tambo más cercano al mar y al siguiente: ida y vuelta al más lejano. Algunos nos vamos midiendo el tiempo invertido, con el deseo de ir haciéndolo cada vez más rápido y terminar antes para dedicarnos a otras cosas.

Con el paso del tiempo, más y más, me gustaba la vida andariega, haciendo honor a mi nombre y me daba oportunidad de conocer a tantas personas de distintas culturas. Fue un tiempo muy agradable y cada vez, se alejaba de mí, la urgencia de volver, sobre todo cuando me uní a Yuria (“Alba, aurora”).



 


 

II -Fascículo - 10º

1449: Historia de Ankalli.

Narrador: Ankalli (“Ligero, rápido en el andar”) 

En las Líneas de Nazca.



A los tres días decidimos machar, ya habíamos descansado suficiente. Jalaru (“Favorecedor”) se empeñó en acompañarnos un trecho, alegaba la necesidad de visitar a la familia de su hermano, a quienes no había visto en muchos años. Pero por insinuaciones, intuimos, como la razón verdadera: su aburrimiento con tan pocos alicientes, y atrapado en el Tambo durante toda su vida. 

Primero con Chasqui y luego cuando cumplió los 25 años, como ayudante del Iwxawi (“Jefe de un Tambo”) hasta su muerte, entonces heredó su misión. 

—Algunas noches no duermo —nos contó abrumado— y medio enloquecido, salgo al monte gritando a mi soledad, y entre alaridos me parece oír, los gemidos de los pumas, como yo están también siempre solos.

—Pero Jalaru, —le aseguré— tienes a tu esposa y tus hijos todavía no se han marchado y no he visto ninguna situación conflictiva en tu casa.

—Es verdad, no me puedo quejar, pero no son las cosas, como a ti te parecen. De mi compañera Qhispisisa (“Flor de libertad”) no tengo mucho descontento, tal vez, solo me disgusta su silencio, nunca sé cuáles son sus pensamientos. 

Habíamos visto como los esposos vivían, cada uno en su pequeño mundo, pocas veces se rompía el silencio entre ellos y la monotonía llenaba sus vidas.

—¿Con mis hijos?, —continuo— vosotros no conocéis a las dos mayores, se casaron y macharon del Tambo. Killari ("Luz de luna") la primera, estuvo muy unida a mí y tenía una gran curiosidad, de todo me preguntaba y yo no siempre sabia responderle. Esa constate conversación, se rompió cuando se marchó, para casarse en una de las aldeas cercanas. Su ausencia me dolió, encerándome más en mi mismo. 

Tampoco estoy muy seguro, desde hace un tiempo, todo lo veo mal, o ¡eso me dicen quien me conoce!

—Algo podrías pensar, pues no todo es tan negativo como a veces nos puede parecer. ¡Escucha mi historia!. Yo hace bastante tiempo salí de mi Mayu Kitilli ("Aldea del Río"), junto al río Virú, realizábamos un viaje comercial, enviados por nuestra Mama-coya para conseguir metales. Fue una gran aventura, por primera vez nos alejábamos tanto de la Aldea y conocimos a mucha gente, hasta en Huacho encontramos a habitantes de nuestra antigua Aldea, pero llegó mi desgracia. Caí de la balsa en medio de una tormenta monstruosa y por la protección de Inti, no me ahogue. Conseguí alcanzar la costa, muy malherido y maltrecho. 

—¿Tienes idea de dónde caíste? —preguntó intrigado.

—No, aunque creo fue bastante cerca de aquí —continué— habíamos visitado el Santuario de Pachacamac y vimos una imagen grandiosa en la ladera de una montaña y caí al mar un poco después. Desde entonces he estado en muchos sitios y no han parado de sucederme desgracias. He sido durante un tiempo un Pinakuna (“A manera de esclavos”) acabo de escapar, vengo del Cusco como te hemos dicho y ahora busco el modo de volver a mi Aldea. Y dentro de mis desgracias, hasta he encontrado el amor con Yuria, mi vida ha cambiado como nunca pude imaginar.

 —¿Qué es eso —nos interrumpió Yuria, señalando con un grito, una enorme imagen— ocupa parte de la ladera de esa montaña y parece mirarnos con asombro.

—Es una representación —me adelanté a explicar— del mismo estilo del Adorador del Sol. La vi antes de caer al mar cuando estaba con mis compañeros. Pero esta figura es más humana, y mira hacia donde saldrá el Sol mañana, así se iluminará con lo primeros rayos.

—También en el llano hay otras—apuntó Limachi— una tiene la apariencia del colibrí, de dimensiones colosales y hay muchas más figuras.

—Hemos visto  —expliqué, dirigiéndome a Jalaru— tan solo desierto, rodeando las ruinas de una ciudad y esas figuras tan extrañas. ¿Sabes de estas gentes?.

—Hace algún tiempo —habló Jalaru— pasó por aquí un sabio y nos explicó muchas cosas de esas imágenes. Al parecer fueron hechas hace bastantes años, por un pueblo ya desaparecido; dejó las figuras como recordatorio de su manera de honrar a la Pachamama. 

Según nos explicó, para ellos los tatuajes más importantes de la Pachamama son todos los ríos: llevando su Sangre, surcando su cuerpo, ocasionando figuras asombrosas.  También son sus tatuajes los montes, con las manchas verdes de los bosques y las blancas de la nieve. 

A imitación de los ríos, ellos creaban esas imágenes como ofrendas a la Pachamama. Su adoración consistía en circular —danzando— por los caminos realizados en los llanos, mientras en las laderas de los montes, las figuras suelen ser más o menos humanas, y están en actitud de admiración o adoración.

—Debían reunirse mucha gente —apostilló Hawka— pues algunas líneas son muy largas.

—La celebración se desarrollaba durante el Killa hunta (“Plenilunio”) del Calor: consistía en hacer un tatuaje o terminar uno empezado el año anterior. Todos marchaban danzando, a la vez, esparciendo agua por el camino: simulando un río, aparentando la sangre de la Pachamama.

Quienes iban en cabeza derramaban el agua de su cántaro, cuando lo terminaba, los de detrás avanzaban ocupando su lugar y haciendo lo mismo. Así peregrinaban entre músicas y danzas. El ritual se desarrollaba a lo largo de la noche, a la luz de la Luna y de las antorchas. 

La ceremonia terminaba, cuando los danzantes se quedaban sin agua. En ese momento se detenía la cabecera y se sentaban sobre el camino, entonando: cánticos a la Pachamama. 

De esta forma permanecían hasta el amanecer. Cuando los rayos del nuevo Sol los iluminaba, se tendían durante un rato, boca arriba, en agradecimiento.


—Solo me queda —susurró pensativo Limachi— admirar la belleza de esa ceremonia y el recuerdo de las líneas, manifestación de la adoración de un pueblo a la Pachamama. Y aquella gran ciudad situada en la loma, ¿Fue construida por el mismo pueblo?

—Si, esa población es conocida como Cahuachi —empezó a narrar Jalaru— era su principal centro ceremonial, su nombre significa (sitio donde viven los videntes). Se trataba de un lugar religioso con muy pocos habitantes, pero con el tiempo fue creciendo hasta convertirse en una gran ciudad, con varias pirámides truncas construidas en adobe y grandes templos, pero hace mucho tiempo fueron abandonadas. 

Eso son cosas del pasado, ahora nuestra vida es mucho más sencilla, muy pocas veces alguna Autoridad ha visitado este Tambo, por supuesto, jamás ha venido el Inca.

  Aquella tarde llegamos a casa del hermano de Jalaru (“Favorecedor”) y dimos una sesión de historias en el patio después de comer. Cada vez se desarrollaban con más música. Yuria era una virtuosa con la ocarina, yo solo podía colaborar —marcando el ritmo— golpeando un cántaro lleno de chicha con un mazo pequeño de madera, cuando no me tocaba hacer alguna narración.

Se sucedieron las Lunas, hasta llegar en nuestro caminar, a las afueras de Huacho. 

Cuando pasé por allí con Nina (“Mujer vivaz”) y los demás viajeros como Mayta (“Hombre que aconseja con bondad”) y Anca (“Hombre veloz igual al águila”), encontramos a la Mama-coya Tamaya (“centralizadora”) ahora era su nieta, la Mama-coya Sapana (“Hija Única”) una anciana de mirada inquieta quien nos recibió, narrándonos: 

Hace unas lunas pasaron por aquí, unos jóvenes de vuestra aldea, los mandaba Utuya (Mujer fuerte), seguían a los soldados incaicos en su marcha al Cusco, tratando de liberar a unas jóvenes, raptadas para ser Ñustas.

—Cuando yo pasé por este Tambo —señalé— todo estaba muy distinto a como lo veo ahora ¿Qué ha sucedido?

—Es muy doloroso recordar unos hechos trágicos. A punto estuvimos de desaparecer, solo nos salvamos por la actuación de los soldados incaicos. Casi todos murieron, quedamos unas 20 personas, yo soy una de ellas. Nuestro futuro es muy difícil, a veces pensamos en ir a la Mayu Kitilli ("Aldea del Río") ¿Vosotros marcháis hacia allá?

—Esa es nuestra intención —le reconocí— yo llevo muchos Inti Raymi deseando volver, aunque solo sea para que sepan algo de mí.

—Esta tarde —nos anunció Sapana— reuniré al Consejo de Madres y le preguntaré sobre el deseo, a veces declarado, de irnos con los de la Aldea, si queréis podréis asistir y dar vuestra opinión.

Aquella tarde, a orillas del mar, un poco alejados de la gente del Tambo, nos reunimos con los 19 supervivientes: 6 madres, 4 padres y los demás: jóvenes y niños. Durante el día corrió el rumor y todos estaban interesados en el asunto.

Comenzó la reunión hablando Sapana:

—Muchas veces hemos hablado de ir con nuestros hermanos de la Mayu Kitilli ("Aldea del Río") junto al Virú, ahora tenemos la oportunidad, pues Ankalli y los cuentacuentos van para allá. Deberíamos decidir entre dos opciones: nos vamos todos o solo quienes lo quieran. Pero Nayaraq ("La que tiene muchos deseos") ya me has explicado tu intención de quedarte. Yo prefiero marchar, con quienes me quieran acompañar, pues ya soy muy mayor y me gustaría reparar el daño causado por mi abuela Tamaya

—Mi único temor —se lamentó Nayaraq— es no ser bien recibidos, pues nuestras madres les abandonaron cuando más se necesitaba la unidad. 

Sapana me ha pedido mi opinión —intervine—. Yo recuerdo el sentimiento de añoranza hacia vosotros. Siempre nos preguntábamos por vuestra aventura, deseando hubiera sido positiva. Todos formábamos un aillu y la separación nos dolió, algunos de vosotros sois mis parientes.

—Yo enviudé cuando la persecución —susurró Umiña ("Esmeralda")— y yendo a esa Aldea puedo intentar encontrar un nuevo esposo.

—Soy de la misma opinión —aclaró el joven Akapana (“Pequeño huracán”)— aquí, ya no tengo ninguna posibilidad de encontrar una esposa adecuada.

—En la Aldea —comuniqué yo sin mucha seguridad— seguimos teniendo la fiesta de la Elección, por lo menos hasta mi marcha, así sucedía.

Los pocos supervienes no albergaban ningún apego a Huacho, mucho habían sufrido en esa época aciaga. Nosotros decidimos dejar en manos de la Mama-coya el momento de la marcha, dando de plazo hasta el próximo Killa hunta (“Plenilunio”).

Una madrugada a escondidas no queríamos dar ninguna explicación a nadie, nos pusimos en marcha, éramos ya una pequeña comitiva.

Salimos de Huacho y seguimos el camino, de pronto subimos unos cerros de muy poca altura y nos encontramos con una maravilla, una extensa charca con frondosa vegetación y con muchas clases de aves, una laguna encantada, en medio de tanto desierto. Fue la ocasión para bañarnos, cazar algún pato y pescar. Los niños jugaron con una bandada de pájaros, llegó de improviso y se ocultaron entre las ramas de un árbol ante los gritos de los niños, remontaron el vuelo hasta unos árboles más lejanos. No podíamos detenernos más. Acompañados por el canto de los pájaros, nos pusimos de nuevo en marcha.

Tras una larga y fatigosa jornada acampamos en las afueras de un Tambo. Habíamos andado, por un camino llano pero polvoriento.

Atravesamos un riachuelo y dos cerros resultaron más altos de lo que parecían de primera impresión. La jornada se interrumpió con la puesta de sol —poco a poco— se perdían los contornos de los montes y de los grandes árboles, envueltos en las sombras. 

Un día, al despertar, todos estábamos cubiertos de pequeñas hormigas, sin saberlo, aquella noche habíamos dormido sobre la entrada de un hormiguero, todo el cuerpo estaba lleno de sus picaduras bastante dolorosas. Un ungüento hecho por Hawka nos alivió rápidamente la quemazón y todo quedó en uno de los múltiples recuerdos.

Pasaron los meses mientras nos acercábamos a la Aldea, parando en los Tambos, mostrando nuestras historias a quienes querían oírnos. 

Yo seguía viendo cosas nunca pensadas y lugares inesperados y fabulosos. Me sentía muy bien en compañía de Hawka (“Libre de preocupaciones”) y su esposo Limachi (“Conocedor de los caminos”) y Yuria (“Alba, aurora”). 













 


 





II - Fascículo - 11º 



1450: Historia de Ankalli.

Narrador: Ankalli (“Ligero, rápido en el andar”) 

Sobre mi llegada a la Mayu Kitilli (“Aldea del Río”).


Al presentarme, después de casi 20 Inti Raymi, con el traje andino, nadie me reconoció al principio. Nos dirigimos directamente al Templo. Yo me adelanté, me siguió Sapana (“Hija Única”) y todos los demás, fuimos saludando con prolongados abrazos a la Kala, terminamos bailando a su alrededor.

Fue un momento mágico: a quienes habían estado tanto tiempo sin un Templo, les surgieron lágrimas en los ojos, contagiando a todos su emoción. Se extendió, el rumor de nuestra llegada, por la Aldea.

Volvimos a la vereda de las Chirimoyas, donde habíamos dejado a Hawka (“Libre de preocupaciones”), su esposo Limachi (“Conocedor de los caminos”) y a Yuria con las llamas. Un grupo de niños les acompañaban asombrados, pues nuestras vestiduras les atraían. 

Vi acercándose, con prisa, a mi amigo Anca (“Hombre veloz igual al águila”), ya formaba parte de los ancianos, por eso vivía en la Aldea del Río, también había mermado su vista, me costó reconocerlo como aquel joven de nuestra aventura. ¡Pero era Anca! Con su misma sonrisa. Se me acercó, se detuvo, pero reaccionó ante mi abrazo:

—¡Ankalli!

—¡Anca!

—No puedo creerlo. Ankalli, ¡cuántas historias nos podrás contar!

—Si, muchas cosas me han pasado en este tiempo ¿Y aquí en la Aldea como estáis?

—Cuando marchamos era Mama-coya, Tintaya (“Quien consigue cuanto quiere”) le sucedió su hija Naira (“Mujer de ojos grandes”) y ahora ocupaba su puesto Kusi (“Que tiene siempre suerte”) tú no la conoces. Vamos, te la presentó, seguro se alegra. —mirando a mis acompañantes, preguntó— ¿Y estos quien son?.

Junto a nosotros, se había concentrado una reducida muchedumbre, de niños y jóvenes, rodeándonos. Akapana (“Pequeño huracán”) con disimulo miraba a las chicas.

—¿Recuerdas a quienes encontramos en Huacho cuando nuestra aventura?. Aquellos descendientes de quienes nos abandonaron antes de salir del Estuario del Virrilá. Solo estos siguen vivos, después de sufrir una persecución. Por eso me ha querido acompañar.

—Yo soy Sapana —se presentó— soy la Mama-coya de Huacho y me gustaría saludar a Kusi.

¡Ñawpaqman! (“¡Adelante!”) —exclamé— todos podemos ir con mi amigo Anca.

Y una pequeña comitiva se puso en marcha hacia el hogar de la Mama-coya. Yo miraba —rememorando— las casas y los callejones, tantas veces recorridos en mi infancia.

Ankalli —me señaló con un gesto, Anca— recuerdas, aquel era tu domicilio, allá dejaste a tu esposa. Varios años después de nuestra vuelta, al darte definitivamente por perdido, se volvió a casar, desgraciadamente ella ya ha muerto también.

En ese momento nos alcanzó Nina (“Mujer vivaz”)  a quien Tintaya le puso un collar en el cuello, como signo de su autoridad durante nuestra antigua aventura, y me abrazó sin palabras, pero mirándome con intensidad; ya era una madre anciana. Llegamos donde ya nos esperaba Kusi, alertada por alguna joven.

Allinlla chayaykamuy (“Bienvenidos”) —nos saludó la Mama-coya— ya me han dicho quienes sois y nos sentimos muy honrados con vuestra presencia.

—Yo soy Sapana —y se acercó para abrazarla— te damos las gracias por este recibimiento.

Todos nos sentamos a la sombra del algarrobo del patio. Allí mis acompañantes le contaron su historia, y expresaron su deseo de permanecer en la Mayu Kitilli (“Aldea del Río”) pues en Huacho les hacían la vida imposible.

  —Como sabéis, —les explicó Kusi— ese es un asunto para el Consejo de Madres. Al ser urgente, esta misma tarde nos reuniremos.

Iban llegando madres y nos saludaban, con sorpresa e interés.

Como anunció la Mama-coya, por la tarde se reunió el Consejo alrededor de la Kala.

—Todas habéis hablado con nuestros hermanos de Huacho —comenzó la Mama-coya— y sabéis de su interés en vivir con nosotros ¿Queréis sugerir algo o pasamos a votar?

—Yo debería declarar públicamente —comenzó Sapana— mi postura con respecto a ser o no la Mama-coya. Renuncio a ese título y me integraré, como una madre más, en el Consejo, bajo la autoridad de Kusi.

—Realmente —declaró una de las más ancianas— ese era el único problema

—Mi posición —explicó Kusi— incorpora una variante, llevo toda la tarde pensando en cómo os anotaremos en el quipu. Debemos añadiros al censo de la Aldea. Hasta ahora cada madre es una cuerda unida a mí, mientras vuestros esposos e hijos, se unen a mí por cada una de vosotras. 

Los venidos de Huacho se unirán a mí a través de Sapana,  será la madre de todos ellos, pues los conoce muy bien y están unidos a ella.

Cuando se votó, fue esta la opción elegida y por el momento empezaron a integrarse en la vida de la Mayu Kitilli (“Aldea del Río”).

 

  Hablando con Qawayu (“Hombre veloz”) me dijo:

—Al darte por muerto, el regreso fue muy triste y por mar no se han repetido los viajes para buscar metales. 

La navegación es mucho más cómoda, —intervino Mayta (“Hombre que aconseja con bondad”)— pero el peligro muy grande; en cambio, por tierra, toda la mercadería se debe llevar sobre las llamas de carga y en nuestros hombros, es muy laborioso, pero el peligro es menor.  

Sentado entre Qawayu y Mayta convertidos en mis más fieles oyentes. Muchos días narré mi propia aventura. 


 

La tarde del Hunt’a killa (Plenilunio), organizamos una representación de nuestras historias.


HAWKA puesta en pie en uno de los escalones de Templo, dirigió la mirada a la Mama-coya Kusi (“quien tiene siempre suerte”) y  comenzó a relatar. Al mismo tiempo, la música de la ocarina de YURIA, lo llenaba todo.

  —Esta narración se la escuchamos a Chun (“Silencioso, tranquilo”) uno de los criados personales de la princesa Mama Ocllo, esposa principal y hermana de Túpac Yupanqui. 

Él explicó durante una velada su historia, y nos dijo:

—Formábamos un pequeño grupo dentro del gran ejército. En él estaban las numerosas esposas secundarias y concubinas y la multitud de hijas e hijos. No tengo problema en decir: Huayna Capac, el hijo menor de Mama Ocllo, desde niño era mi favorito, con él jugaba y le acompañaba cuando salía de caza, el ambiente era muy peligroso, moviéndonos entre una y otra guerra por los pueblos vecinos. 

Túpac Yupanqui, después de vencer a los Señores de Chan-Chan, desplazó su ejército más al norte, conquistando Quito y derrotando a los Cañaris. De vez en cuando nos llegaba la orden de Pachacutec de ir al Cusco, y así cumplir el indispensable requisito de ser nombrado oficialmente Hatun. Llego el día y toda la familia nos dirigimos para hacer realidad el mandato de su padre.

Pachacútec, todavía con vida, salió a nuestro encuentro con el deseo de conocer a su nieto de quien había oído hablar elogiosamente. Huayna Capac causó muy buena impresión al anciano y le mandó dirigiera la ceremonia de la toma de la fortaleza de Sacsayhuamán por el ejército, (todos los años se hacía en recuerdo de la batalla cuando defendieron la ciudad en la guerra con los Chancas). 

A Pachacútec le gustó tanto la actuación del joven que poco a poco vimos como lo convirtió en su favorito. 

El ambiente en la corte del anciano Inca estaba enrarecido por la inminencia de su muerte. De ese nido de intrigas nos marchamos a una nueva pacificación, una vez más los Cañaris se habían sublevado, creando problemas en el norte del Imperio. 

Durante esa campaña, nos llegó noticia de la muerte de Pachacutec y todos pensamos en Huayna Capac, el más pequeño de los hijos de Mama Ocllo, como heredero de su padre. En medio de estas discusiones, una de sus concubinas enveneno al Inca Túpac Yupanqui, pues quería fuera uno de sus hijos el sucesor. Para ello había logrado el apoyo de cierto sector de la nobleza y propició una insurrección. 

Yo protegía al joven Huayna Capac. Quien, una vez designado Inca, reprimió la rebelión de uno de sus setenta hermanastros. Nombró consejero a su tío, para así tener su apoyo, pero fue difícil asentarse en el poder. 

Era todavía un niño y vivimos un tiempo escondidos en Machu Pichu para escapar de las intrigas de la codiciosa concubina de su padre. Allá estuvimos varios Intis Raymi. 

 


LIMACHI (se acercó a la Mama-coya, y pidió permiso para seguir, volviéndose hacia la gente, continuo).

  —Con un inicio tan agitado, empezó el gobierno del nuevo Inca Huayna Capac. Dedicó todos sus esfuerzos a consolidar las conquistas de su padre y sofocar las revueltas de provincias levantiscas. Sus campañas tenían la tendencia a dirigirse siempre hacia el norte. Entre las primeras, al reino de los chachapoyas, donde se habían revelado —una vez más— al poder imperial aprovechando la muerte de Túpac Inca

El Inca se encontraba en los funerales de su madre cuando tuvo noticia del alzamiento y dispuso marchar de inmediato a la región. Los primeros choques resultaron favorables a los chachapoyas, haciendo retroceder varias veces al ejército del Inca. La política incaica de renovar las tropas dio sus frutos, una nueva oleada de gente fresca, terminó por aplastar a los agotados, aunque heroicos chachapoyas. 

El inca Huayna Capac, pese a su relajamiento y a su apego por la bebida y las mujeres: mantuvo sólidamente unido el Imperio, fue un gran líder, admirado por su valentía.

Designó a su hijo Huáscar como su sucesor, permitiéndole correinar. Lo dejó a cargo del gobierno del Cuzco, mientras él emprendió una expedición con un ejército de doscientos mil hombres, sin incluir mujeres.

En su recorrido por el Imperio, llego hasta el norte, y con el propósito de incrementar su poder en dicha zona, Huayna Cápac contrajo matrimonio con Paccha Duchicela, la reina de  Quito: Shyri XVI. Trasladó la Corte imperial a Quito, moviéndose así hacia el norte el centro político del Imperio, pues de esas tierras decían estaban más cerca de Inti, así ciertos días no había sombras (Los solsticios). 

Huayna Cápac, dejó una numerosísima descendencia. De los hijos varones, alcanzaron renombre: Huáscar hijo de la Ñusta Cusi Rimay y Atahualpa de Paccha Duchicela. De todas maneras, de los hijos del Inca no importaba su origen materno: eran hijos del Inca, y eso era lo importante.


A mí me cedieron el honor de terminar la narración, (la había oído numerosas veces contada por HAWKA) me levanté dispuesto a maravillar una vez más a los oyentes.

—Tradicionalmente, el Inca dejaba el trono a su primogénito. En el caso de Huayna Cápac, sin embargo, su hijo mayor, Ninan Cuyochi, falleció al ser nombrado. Poco después, Huayna Cápac se encontró en su propio lecho de muerte, y fue esta la razón para romper la tradición y dividir el imperio entre sus dos hijos menores: Huáscar y Atahualpa.

Decidió dejar como Inca del Cuzco a Huáscar, mientras Atahualpa sería el Inca en Quito, pues su madre era la Reina Shyri XVI de Quito. 

Llegaron a un acuerdo a través de intermediarios. Sin embargo, Huáscar seguía viendo en Atahualpa la mayor amenaza a su poder. Tenía el apoyo de muchos militares, ya que había pasado una década combatiendo en las campañas de su padre. Por eso, le permitió seguir como gobernador de Quito, por respeto a los deseos de su difunto padre, pero con dos condiciones: que no hiciera campañas militares para expandir sus territorios y además se reconociera vasallo suyo y le pagara tributos. Atahualpa aceptó.

Todo salto por los aires cuando Huáscar le ordenó se presentará en el Cuzco, llevando el cadáver de Huayna Capac y le jurara formalmente su vasallaje. 

El ejército de Atahualpa cayó sobre la Ciudad Imperial, fue saqueada y destruida completamente. Huáscar fue hecho prisionero y obligado a presenciar esta destrucción. Buscaban no dejar vestigios de la ciudad del Cusco, así como de su arrogante nobleza imperial. Luego lo mataron.

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Con las hogueras de luz encendidas —aquella tarde— volvimos a ver los ojos embelesados de quienes nos escuchaban, todos tenían grandes deseos de conocer aquellos hechos tan relevantes.

Empecé a darle vuelta a una idea: No quería volver a encerrarme en la Mayu Kitilli ("Aldea del Río") con sus rutinas.

  Después de un tiempo contándoles mi historia y también las narraciones como hacíamos en todas los Tambos, con la autorización de la Mama-coya Kusi, nos marchamos los cuatro, prometiendo volver de vez en cuando.

  Seguimos llevando a quienes nos querían escuchar, el conocimiento de las historias de nuestro pueblo.






 


 

















II - Fascículo - 12º  

DÍA MIÉRCOLES — Mañana.



En la Ciudad de Trujillo


Al salir de la cita con el médico, Don Miguel les dijo:

—Vamos a hablar con Don Víctor Hugo.

Siguieron caminando. Se acercaron a la Universidad, estaba muy cerca. Al llegar, subieron por el ascensor hasta el despacho del Profesor. Lo encontraron hablando con varios alumnos, pero les despidió para atender a su amigo.

—Querido Don Miguel —le saludo efusivamente— ¿cuánto tiempo sin vernos?

—Si, el tiempo pasa muy rápido. Acabo de estar con mi médico y vengo con estos señores: Doña Rosa y Don Juan. Han venido de España y han encontrado un Manuscrito muy interesante en La Biblioteca ¿Ha podido leer algo de lo enviado?

—Por supuesto. He estado viendo algunas cosas mencionadas en el Manuscrito. El gran Pachacútec —Don Víctor Hugo comenzó a explicar— se da por sentada su verdadera existencia, por lo cual es considerado el primer Inca histórico, los anteriores están demasiado ocultos por las leyendas.


 Pachacútec fue un hombre brutal. La muerte y los sacrificios humanos no eran algo extraño en las culturas de la zona. Esto se muestra perfectamente a lo largo de su gobierno: ejecutó a dos de sus hermanos. Y a dos de sus propios hijos. A sus enemigos no les fue mejor: fue notoriamente despiadado con los cautivos y rara vez mostró misericordia. Sin embargo, se ha dicho de él con verdad: “Es el más grande hombre que ha producido la raza aborigen de América”.

—Un elogio extraordinario —se admiró Rosa. 

—Y merecido. Sus logros —continuo Don Víctor Hugo— dieron lugar a la más importante época de la sociedad incaica, años de cambios. Seguidos (después de su muerte en 1471) por su hijo Túpac Yupanqui, a quien definieron por sus conquistas como: “El Alejandro Magno del Nuevo Mundo” y también por su nieto Huayna Cápac.


—Las imágenes usadas —intervino Don Miguel— por los caminantes cuentacuentos son muy parecidas a las láminas de Felipe Guamán Poma de Ayala. Las de su obra “Primer nueva corónica y buen gobierno”, ilustrando un manuscrito encontrado en 1909 en Dinamarca. 

Una copia muy bien realizada por la Biblioteca nacional del Perú, me la regalo mi nuera. Tal vez Poma de Ayala se inspiró en unas imágenes anteriores, empleadas para contar las narraciones populares, cuando recorrían todo el Incanato, buscándose la vida con ese oficio. 

—Los incaicos —continuo Don Víctor Hugo— empezaron a expandirse desde el ombligo del mundo: El Cusco., Las redes viales se incrementaron hasta cubrir una extensión de casi 60.000 kilómetros. Es una de las maravillas de la historia humana, un tesoro arqueológico y cultural.

—Nos ha sorprendido mucho la expedición a Oceanía de Tupac Yupanqui —interrumpió Rosa— ¿Cómo los incaicos pudieron hacer un viaje marítimo tan largo?.

—Durante mucho tiempo—les explicó don Víctor Hugo— se consideró una fábula para enaltecer a los Incas, ¿cómo uno de ellos: Tupac Yupanqui, pudo dirigir una expedición de esa naturaleza?. Todo debió surgir de la crónica de Sarmiento de Gamboa, escribió:

—"Andando Topa Inga Yupanqui conquistando la costa de Manta (...) aportaron allí unos mercaderes (...). De los cuales se informó de la tierra de donde venían, que eran unas islas, (...) Y como Topa Inga era de ánimos y pensamientos altos y no se contentaba con lo que en tierra había conquistado, determinó tentar la feliz ventura que le ayudaba por la mar, (...). Y para esto hizo una numerosísima cantidad de balsas, en que embarcó más de veinte mil soldados escogidos". 

"Navegó Topa Inga, y fue y descubrió las islas Auachumbi y Niñachumbi, y volvió de allá, de donde trajo gente negra y mucho oro, y una silla de latón, y un pellejo, y quijadas de caballo...". 

El Cronista Sarmiento de Gamboa, ante este hecho tan inusitado, se ve obligado a explicar: 

—"Hago instancia en esto, porque a los que supieren algo de Indias les parecerá una caso extraño y dificultoso de creer".

—Leí en un artículo —continuo Don Víctor Hugo—del historiador peruano José Antonio del Busto: 

—"Tomé varias fotografías de ese lugar (en la isla de Pascua) y después las traje al Perú para enseñárselas a mis amigos arqueólogos. Todos me decían: '¡Si, esto es inca!, pero me preguntaban: ¿dónde has tomado estas fotografías con el mar atrás?', entonces les explicaba: 'esto es la Isla de Pascua' ante su asombro". 

—Parecen pruebas irrefutables —concluyó Don Miguel—de la presencia incaica en la isla. 

—Por supuesto, —terminó Don Víctor Hugo— allí se encuentra el Santuario de Vinapú, de innegable arquitectura incaica, con un tallado exactamente igual al de las calles cuzqueñas en las épocas de Pachacútec y su hijo Túpac Yupanqui.

Con toda esa información, marcharon a casa de Don Miguel y después al Hotel, había sido un día muy largo y fructífero. 



 


 



II - Fascículo - 13º

Aldea del río, 1477: Acogida de una familia.

Narrador: Dumma. 

Donde Dumma cuenta cómo llegó a la Aldea junto con su familia.


Muchas veces he debido contar mi historia, sobre todo al anochecer, al calor de la hoguera, rodeado de los habitantes de Mayu Kitilli (“Aldea del Río”).

  Me llamo Dumma y llegué con unos 12 años, huyendo —junto con mis padres y 3 hermanos— del norte, de más allá de Cajamarca.

Los Incaicos iniciaron la conquista de nuestro territorio hacia el año 1460 bajo las órdenes del príncipe Tupac Yupanqui, durante el reinado del Inca Pachacutec y lograron someter a los pueblos de la Sierra. 

Todas nuestras Aldeas, ante tan tremenda opresión,  se unieron en un levantamiento general. Nos defendimos, y mucho les costó derrotarnos, pero luego de varios años de cruenta lucha, fuimos aplastados por Huayna—Cápac (hijo de Tupac Yupanqui).

Nosotros éramos más de 25 tribus. Organizados en Aldeas. Cada una funcionaba independiente de las demás; no había una autoridad, una ley, o un poder político por encima del jefe local.

La llegada del ejército del Inca nos obligó a unir —ante el enemigo— a todas las aldeas, y produjo un grupo, los incaicos nos llamaron “los cañaris”. 

Si los jefes nativos, querían resistir al ejército del Inca, debían aliarse. Lo hicimos y luchamos contra la conquista y ocupación, pero fue sin ningún éxito.

Mi familia y yo vivíamos en Hatun Cañari, un gran centro religioso.

Hasta allá llegó el ejército incaico, eran más de 30.000 soldados. Gente experimentada y adiestrada. Nosotros solo contábamos con unos 500 hombres y además sin experiencia guerrera. 

Fuimos derrotados con facilidad y entraron en la ciudad.

En esos días aciagos, un grupo de soldados acudió a nuestra casa, agredieron a mi madre al enfrentarse a ellos, protegiendo a mis hermanos. Los golpes mataron a mi hermana pequeña, refugiada en brazos de mi madre.

Comenzaron unos días de terror, los soldados derribaban con saña nuestras casas.

Aunque no lo sabíamos, quienes más riesgo corrían eran los niños pequeños y los ancianos, pues el propósito de los conquistadores era deportar, a mujeres y hombres útiles para el trabajo.

Después de aquellos sangrientos días —una tarde— nos reunieron en la plaza y un jefe nos vociferó:

—El Inca os enviará al Cusco, allá trabajaréis en la construcción de unos palacios. No debéis preocuparos de la comida, ni del vestido. Él os proveerá de todo lo necesario, cuando acabéis la faena, podréis volver en paz a vuestra tierra.

Fue una noche muy larga, con constantes intentos de escapadas, nadie creía esas promesas, cada evasión finalizaba mal, pues los soldados estaban alerta.

Al día siguiente se organizó la caravana y comenzamos a andar. Familias enteras, avanzábamos bajo los gritos de los soldados por el Camino Real. Al llegar la noche, nos hicieron acampar en el mismo sendero, en una pequeña hondonada, rodeados de hoguera y soldados, atemorizados por gritos constantes y carreras desesperadas. Oscuridad sin luna y con mucho dolor.

A la mañana siguiente los soldados nos despertaron entre alaridos y empujones, fueron separando a los padres del resto de la familia.

—Así seguro no intentaréis huir— Nos gritaban.

Fue un momento muy doloroso, nos costaba aceptar sus promesas. Entre nosotros, surgieron los rumores, el más horroroso: 

—Solo le interesan los hombres, ya veréis como a las mujeres y los niños los abandonan a su suerte.

Pasaban los días, caminamos hasta Cajamarca, allí volvieron a reunir a  cada familia, y se relajó un tanto la vigilancia. Los soldados empezaron a tener gran cantidad de chicha a su disposición. 

Mis padres decidieron aprovechar la ocasión para intentar escapar. De esta manera, en mitad de una noche salimos —con sigilo— del campamento. Al poco amaneció y durante todo el día avanzamos en nuestra huida, con miedo a ser perseguidos y atrapados. 

Mi hermana Duchicela se encargaba de mis dos hermanos menores, mientras yo ayudaba a mis padres, llevando nuestras pocas pertenencias: ropa y algunas herramientas.

Al atardecer del día siguiente, llegamos a la orilla de un lago. Allí, ocultos entre la maleza, pasamos la noche. A la mañana todo el cuerpo me dolía, especialmente las piernas. Nuestro avance fue más lento, descendimos las montañas buscando los valles, el clima se iba haciendo cada vez más agradable, los riachuelos eran muy abundantes.

Un momento especial fue cuando vimos, en la otra orilla del río, varios árboles de Camu-Camu, los frutos parecían maduros y buscamos la manera de cruzar.

Mi padre, ayudado por un bastón, tanteaba las rocas y avanzaba, le seguían mis dos hermanos pequeños —jugando— vigilados por Duchicela procurando no se distrajeran, después iba yo y cerrando la marcha, mi madre Guatamba.

En un instante uno de mis hermanos resbaló y cayó al río, el agua le arrastró, mi madre gritaba y quería ayudarle, pero fue mi hermana quien se lanzó al río, logrando agarrarlo y sacarlo a la orilla.

Cuando cuento este acontecimiento, creo muy necesario aclarar un asunto: vosotros aprendéis a nadar, aun sin poder andar. Por eso, seguro os parecerá un hecho sin importancia. Pero ninguno de nosotros sabemos flotar en el agua, porque en nuestra sierra, los ríos y lagos son muy fríos, y no es normal bañarse y mucho menos nadar.

Salieron tiritando, mi madre les quitó la ropa y los envolvió en mantas. Así quedaron sentados al sol, con los vestidos colgados en un arbusto, mientras mi padre y yo, conseguimos los frutos del Camu-Camu y preparamos un gran banquete. Allí permanecimos acurrucados. 

Al amanecer nos pusimos en marcha siguiendo el curso del río.

Una vez, subiendo tanto tiempo por una pendiente, la noche se nos echó encima sin tener decidido donde dormir, en medio de la ladera improvisamos un campamento. Del viaje solo recuerdo el cansancio y la alegría de la liberación.

Después de mucho caminar, llegamos a la Mayu Kitilli (“Aldea del Río”) bajando por el río, llevábamos varias semanas buscando donde asentarnos. 

Vimos un grupo de niños jugando, nadando en la orilla. Procuramos hacer gestos amistosos, pero ellos huyeron corriendo hasta la Aldea. Al rato un grupo de mujeres: se acercaban con paso decidido, una de ellas, alzó la voz y nos dijo.

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?

No entendimos bien sus palabras, pues hablaba un idioma desconocido. Mi padre, Chamba, replicó en el lenguaje quechua y así pudimos comunicarnos.

—Veníamos del norte —afirmó con decisión mi padre— huyendo de los soldados del Inca, han conquistado nuestro pueblo. Tenemos la intención de encontrar un lugar donde instalarnos.

—Yo soy la Mama-coya Kusi —manifestó aquella mujer— podéis quedaros en la Aldea durante un tiempo, se reunirá el Consejo de madres y decidiremos.

En compañía de aquellas mujeres subimos por el camino de las Chirimoyas hasta la Aldea y nos alojaron en una casa vacía, parecía abandonada aunque estaba habitable. 

Era una casa de planta circular, como las de nuestra Aldea, las demás tenían cuatro paredes. En todas, el suelo era de tierra aplastada, mojada y vuelta a pisar, llegando a tener casi la consistencia del adobe de las paredes. Mi madre nos fue acomodando, en la penumbra distinguimos al fondo una estera, colgando del techo, dividía la habitación en dos estancias.



 


 


II - Fascículo - 14º.  

Aldea del río, 1477: Acogida de una familia.

Narrador: Dumma. 

Donde Dumma narra su nueva vida en la Aldea.


Al atardecer vinieron varios jóvenes, entre ellos Sisa (“Mujer que siempre vuelve a la vida”), la hija de la Mama-coya, nos llevaron víveres pensando, como en efecto sucedía, no tendríamos casi nada. Se quedaron con nosotros y surgió la conversación. 

Para mí fue una sorpresa ver cómo Sisa llevaba la voz cantante y, relegando a mi padre, se dirigía directamente a mi madre. Empecé a suponer: en esta Aldea la función social de la mujer era distinta, pero aún no tenía muchos motivos para suponerlo.

Y así empezó nuestra vida en la Aldea, al poco tiempo, se reunió el Consejo de Madres y nos llamaron para comunicarnos su decisión:

—Durante estos días os hemos observado —comenzó a declarar la Mama-coya Kusi— y estamos inclinados a aceptaros. Con algunas condiciones: hablaréis nuestro idioma, aunque podéis usar el vuestro, cuando converséis entre vosotros, pero únicamente si estáis solos. Todo colaboraréis en los trabajos de la Mayu Kitilli (“Aldea del Río”). 

Chamba se marchará a orilla del Mar, donde participará con los demás esposos en la pesca. 

Guatamba puede elegir uno de los trabajos de las Madres.

Duchicela y Dumma se incorporarán al grupo de los jóvenes en sus labores y los dos pequeños cuando cumplan los cinco años se le pondrá nombre y formarán parte de la Aldea, por ahora solo son los hijos de Guatamba. ¿Aceptáis estas condiciones?

Mis padres hablaron entre ellos y al fin mi madre respondió:

—Estamos de acuerdo.

—Muy bien —retomó el hilo, la Mama-coya— también participaréis en las costumbres de nuestro pueblo. Cada día nos reunimos todas las madres a orillas del Virú. Entre baños y conversaciones resolveremos los problemas y nos sentiremos una comunidad. 

Tú, Guatamba, participarás, como todas las Madres en el Consejo. Una vez al mes celebramos la fiesta del Killa hunta (“Plenilunio”), durante esa semana, los hombres vienen a la Aldea, viven con sus familias y colaboran en los trabajos especiales. Vosotros podéis no participar en la  ceremonia de la fiesta en el Templo, pero  si en la celebración: la comida y las danzas de la noche.

Mi hermana se acerca a mi madre y le susurra:

—Mamá, pregunta sobre nuestros vestidos y adornos del pelo.

Duchicela —interrumpió la Mama-coya— tú también puedes hablar en este Consejo, pues todos habéis sido invitados. ¿Qué te preocupa o no estás de acuerdo?

—A nosotros —afirmó Duchicela— nos gusta vestir de otro modo, nuestras túnicas tienen colores mucho más vivos y brillantes, comemos otras cosas y además, no nos cortamos el pelo nunca. La Pachamama nos lo ha regalado y nosotros lo respetamos y adornamos

—Ya hemos considerado todo eso —aclaró la Mama-coya— y nos parece honorable. Si surgiera algún problema en el futuro, se debatiría en el Consejo, pero creemos, no son cosas demasiado importantes.

Muchos asuntos terminaron aclarados en aquel Consejo y nosotros queríamos quedarnos en la Aldea, aunque para ello debiéramos aceptar algunas de sus costumbres.

Al día siguiente, unos jóvenes trasladaron a mi padre a la Aldea del Mar. Mi madre eligió ser hilandera, pues en eso tenía alguna experiencia. A mi hermana y a mí nos acogieron los jóvenes con entusiasmo. Duchicela puso reparos en cazar cañanes, sin embargo, no en cuidar las llamas, cuando se las confiaron.

Varios días después, Sisa, me pidió:

Dumma, acompáñanos. 

Algunos jóvenes llevaban —cada mañana— comida a la Aldea del Mar y traían de allá la sal y el pescado.

Al llegar a la Aldea del Mar quedé anonadado. Yo había visto muchos ríos y algunos lagos. Es más, durante años viví junto a uno, pero al contemplar, por primera vez, aquella inmensa franja azul bajo un sol radiante, me quedé desconcertado. 

Era el mar. 


Las olas avanzaban y retrocedían sembrando de espuma la arena, en el rompiente estallaban en miles de burbujas y a lo lejos no se veía ninguna orilla. 

Una gran roca se adentraba en el agua y dividía la playa: la Mar Serena y la Mar Rabiosa. Cuando llegamos la marea la convertía casi en una isla, aunque algunas pequeñas rocas la unen a la playa. El viento llegaba después de acariciar el mar y cargarse de humedad.

Bajo unas palmeras, los hombres tenían las chozas, muy cerca, a unos metros y a pleno sol, estaba el secadero de pescado. Sisa me llevó hasta la salina, se encontraba al otro lado de la gran roca.

A nuestro antiguo pueblo solían llegar, de vez en cuando, algún comerciante con sal, pero no me podía imaginar de dónde se sacaba ni cómo se obtenía.

En las salinas encontramos a mi padre, luego de abrazarlo, me contó apasionado:

—Cuando llegue aquí, me quedé mirando el mar y la salina, como tú y todavía sigo asombrado. Me costó mucho dormir los primeros días con el murmullo de las olas, ya me voy acostumbrando. 

Como no sé navegar, ni por supuesto nadar, por ahora mi trabajo consiste en salar pescado y cuando termino, me vengo a esta roca a contemplar el mar y pienso en vosotros. ¡Cuánto le gustaría a tu madre ver el mar!

Estaba hablando con él cuando un hombre se nos acercó y me dijo:

—¿A qué no sabes cómo llamamos a esa roca? —señaló donde estábamos sentados— Con motivo de la llegada de tu padre, la designamos el Asiento de Chamba. Pues casi todas las tardes le encontramos sentado en ella contemplando la puesta de sol.

Ayudé a mi padre con el saco de sal y nos encaminamos a las barracas.

—¿Cómo se encuentra tu madre? —Me preguntó— ¿Se la ve a gusto en la nueva Aldea y con esta gente?

—Muy bien, muy bien —le expliqué— trabaja de hilandera y se le ve alegre y contenta.

—¿y Duchicela?

—Ya sabes cómo es mi hermana. Sigue protestando por algunas cosas. Pero cada vez está más a gusto y animada.

Al llegar, colocamos el saco de sal en la barca, donde la llevaríamos de vuelta hasta la Aldea del río.

Sisa se nos acercó y dirigiéndose a mi padre le dijo:

—La Mama-coya Kusi me ha mandado preguntar: ¿Qué tal estás? Y ¿Te gustan las faenas que te encomiendan?

—Me encuentro perfectamente, el trabajo es duro, pero desde hace mucho tiempo estoy acostumbrado, además me llevo bien con todos.


Varias horas después, con las barcas cargadas de sal y pescado, remontamos el río rumbo a la Aldea, al ir contra-corriente, tuvimos que hacer mucho más esfuerzo con los remos y en algunos sitios los remolinos zarandeaban la barca. Yo lo puedo asegurar: estaba bastante atemorizado. 

A mi lado remaba Sisa, intenté ocultar mi miedo. Sentía como ella me miraba de reojo, aunque lo disimulaba. Yo deseaba se terminara cuanto antes el trayecto.

Llegamos a una zona donde el río se encajona y acelera. Para avanzar nos acercamos a una ribera, las totoras ralentizan la marcha. Tres jóvenes saltaron y nadaron. Subieron a la orilla, desde allí jalaron con cuerdas de la barca, mientras los demás remábamos. 

Aquellos jóvenes lo habían hecho muchas veces, mientras yo, en vez de colaborar, me agarraba asustado a las cuerdas que aseguraban las mercaderías. 

Al poco tiempo llegamos a un remanso, los de la orilla volvieron nadando hasta la barca, los caballitos de totoras iban amarrados a la balsa. 

Solo me serené, al ver de nuevo, el embarcadero de la Mayu Kitilli (“Aldea del Río”)


 


 







II - Fascículo - 15º. 



Aldea del río, 1477: Integración en la Aldea.

Narrador: Dumma

De cómo mi Madre enseña a usar la Chupika y de otras aventuras.


Al volver a casa, le conté a mi madre, la conversación con mi padre. Ella me manifestó su deseo de ver el mar.

Había comenzado a trabajar con las hilanderas y le llamó la atención cómo obtenían el tinte rojo. En nuestro pueblo ese color se conseguía de unos pequeños insectos, parásitos de las tunas o chumberas. 

Como por aquí hay muchas tunas, sería fácil conseguirlo, así se lo dijo a la Mama-coya Kusi y con su autorización, organizó a unos cuantos jóvenes para buscar esos insectos. Me pidió fuese con ella. Mi sorpresa fue grande, al ver como también, se apuntó Sisa.

Marchamos por la orilla del Virú, camino del mar, pues Sisa afirmó haber visto —en esa zona— algunas tunas, era una caminata agradable. Mi madre y Sisa platicaron con frecuencia, se las notaba muy amigables. Cuando llegamos a una zona con tunas, mi madre nos explicó:

—¿Observáis esas manchas blancas sobre la tuna? Ahí viven los insectos. Los llamamos Chupika, por el color sangre,  ¡veréis como mancha vuestros dedos!. 

Para cazarlos basta con raspar con una varilla y recogerlos en un cuenco, así evitamos los pinchos, defensores de las palas de las tunas, así no nos pueden causar pinchazos y dolor.

Después de ver cómo hacerlo, nos fuimos dispersando por la tunera. A nuestro alrededor, revoloteaban los pájaros. Estábamos robando su comida. Tardamos casi toda la mañana en llenar —cada uno— su cuenco, pues aunque hay muchos, son unos insectos muy pequeños.

Cuando nos reunimos todos, mi madre nos sentó en una duna para comer, desde allí oteó por primera vez el mar. En el horizonte apenas se distinguía del cielo, una balsa se acercó a la orilla dejando una estela. 

Probablemente, no fuera mi padre, pues no sabía navegar y todos respetan su miedo: ¡por ahora!. Pero seguro eran hombres conocidos. 

Mi madre quedó anonadada y yo también, pues desde aquella altura, se veía la extensión majestuosa del azul, ribeteada con la espuma de las olas.

Era una visión totalmente desconocida para nosotros, en aquel silencio roto por el piar y aleteo de los pájaros sentimos, por primera vez, la inmensidad del abrazo de la Pachamama (La Tierra) a la Mamacocha (El Mar). Inti (El sol) descendiendo hacia el mar nos contemplaba. Después de un rato nos marchamos camino de la Aldea.

Al llegar de vuelta, mi madre nos pidió pusiéramos, las Chupika sobre grandes esteras, extendiéndolas al sol.

—Mañana —nos aseguró— ya se podrán emplear tiñendo cualquier tejido.

Al día siguiente hizo la primera prueba. Puso en una olla agua a calentar y cuando ya estaba hirviendo vertió un puñado de Chupika. Paulatinamente, se tiñó de rojo sangre el agua, después metió una tela de lana de vicuña, durante un rato lo removió con fuerza, luego apartó la olla del fuego y después de un tiempo, fue sacándolas impregnada de un espléndido color rojo.

Todos los acompañantes, la seguimos hasta la casa de la Mama-coya Kusi, donde le mostramos el fruto de nuestro trabajo.

Varios meses después, una atardecida, mi madre me pidió:

—Acompáñame a dar un paseo. —íbamos solo los dos— Quiero hablar contigo. 

Salimos por el camino de las Cascadas. No podía ni imaginármelo, aunque por su cara algo la tenía preocupada. Yo nunca he sido muy bueno leyendo pensamientos, pero a la luz de la luna se sentó sobre una piedra y me preguntó:

Dumma, ¿Qué te pasa con Sisa?

—¿Con Sisa?, nada en especial.

—No sé, siempre estáis juntos, Fue ella quien empezó a querer tenerte a su lado, sin embargo, tú ahora la buscas constantemente.

Mi madre exageraba, Sisa me caía bien, me encontraba a gusto a su lado. La veía simpática, le estaba agradecido, nunca se burlaba de mi ignorancia, siempre me defendía en las discusiones.

—Mira, Dumma, estoy empezando a sospechar: Sisa quiere elegirte como esposo, ¿Qué piensas hacer? En este pueblo, son las mujeres quienes eligen y los hombres no se pueden negar.

—Pero madre, eso es imposible, yo ni soy de esta Aldea.

Dumma, ¿en algún momento Sisa te ha hablado de tu melena?

—¿De mi pelo?

—Si, de por qué no te cortas la cabellera como hacen ellos.

—No, Bueno, una vez algo me expresó, aunque ni me acuerdo. No parece preocuparle mucho eso del pelo.

—¿Y de las demás de nuestras costumbres?

—Madre, yo no me hago ningún problema para aceptar todas sus tradiciones, por supuesto, si me pide cortarme el pelo, no hay inconveniente y lo haré.

Dumma, tú lo sabes, yo quiero lo mejor para ti, y me preocupa os ilusionéis y luego tengáis problemas. No llevamos ni un año en esta Aldea. No conocemos todas sus tradiciones ni su historia. ¿Sabes la importancia de ser el esposo de la Mama-coya? Por qué Sisa es la heredera y lo será.

—Estás haciendo un problema donde no lo hay, solo son suposiciones. Ya hablaré detenidamente con Sisa.

Yo hasta ese momento estaba entusiasmado, me llevaba muy bien con todos aquellos jóvenes. Y otra vez empezaron los problemas. ¡Qué complejo es el mundo de los mayores!.

Al día siguiente busqué la ocasión para hablar en solitario con Sisa, no fue nada fácil, no dejábamos de hacer cosas y cuando estábamos más o menos solos, surgían otras conversaciones. 

Pero al atardecer, en el río, Sisa andaba chapoteando, entre las rocas del corral de las tortugas, me vio llegar y se acercó a la orilla, nos alejamos de todos y nos sentamos debajo de un Huarango.

Sin vaguedades le dije:

Sisa, mi madre me lo ha preguntado: ¿estás pensando en elegirme para ser tu esposo?.

—Ah, eso le interesa.

—Si, y como debes saber, eso es algo irrealizable.

—Anda, y ¿Por qué es imposible?

La miré asombrado, mi madre tenía razón y yo no me había dado cuenta de nada. No solo era complejo el mundo de los mayores, sino también incomprensible el universo de las mujeres. ¡Ahora me sale Sisa con esas!.

—Pero no te das cuenta: yo soy un extraño para ti. Y ni siquiera sé el significado de ser el marido de una Mama-coya.

—Y porque te complicas la vida, las cosas siempre son mucho más fáciles. Yo te elegiré como marido y ya está.

Sisa, no te van a dejar.

—Ahora mismo voy a buscar a mi madre y le voy a decir mi decisión y ella tiene una única solución: obtener la autorización del Consejo.

—Bueno, eres muy libre, haz lo que consideres adecuado, yo ya te he avisado

—De acuerdo, ¿Cuándo yo te elija, me aceptarás? Es lo único que me interesa saber.

Ya llegábamos al meollo, esto se había liado 

¿Qué le podía contestar? 

Me gustaría decirle: sí. Según mi madre conseguiría el rechazo de toda la Aldea. 

Sin embargo, no estaba dispuesto a decirle: no.

—Debes preguntar a tu madre, antes de determinar nada.

—Ella hará lo que yo le pida. Nadie puede influir sobre mi decisión. Es mi vida y yo resolveré cómo vivirla.

Se puso de pie con rapidez. Yo busqué su mirada y la vi decidida, entonces me manifestó:

—Y tú tienes dos días, para darme una respuesta.

Me miró directamente, con los ojos fijos en mí y con algo de descaro. Sentí como si me estuviera enfrentando a un desafío y por alguna razón eso me desconcertó. Fue un momento tenso. Hacía años no había sentido ese desconcierto.

Se dio la vuelta y me dejó solo bajo el árbol. Me levanté y la seguí, intenté retenerla para dialogar, pero apretó el paso y se alejó. Al llegar a la Aldea se acercó a su madre, y las dos se apartaban conversando.

Al día siguiente, cuando todos nos reunimos para ir a la Aldea del Mar, Sisa me dijo:

—Hoy no vienes con nosotros, la Mama-coya quiere hablar contigo.

Por cómo me lo contó, me malicié que las cosas habían ido bien para su objetivo.

Me dirigí a donde estaba la Mama-coya Kusi, y nada más llegar a su taller, ella me preguntó:

—¿Cómo estás Dumma? —Me miró con una sonrisa— Ayer mi hija me lo dijo: te va a elegir para marido, queda pendiente tu aprobación. Tú únicamente debes consentir, no olvides: quien elige es la mujer y si el hombre no acepta, ese año no puede ser elegido por otra, hasta el próximo año.

—¿Será una dificultad no ser de la Aldea?

—Va a ser la primera vez. Pero Sisa está decidida y no hay nada en contra, si tú aceptas nuestra cultura. Es más, en el último Consejo hemos determinado decírselo también a Duchicela si quiere, puede elegir como marido a algún joven de la Aldea. No se lo digas, debo ser yo quien se lo comunique. Búscala y mándamela.

No sabía dónde encontrar a Duchicela —buscándola— me enteré de su marcha a la cascada de los Guacamayos a por arcilla. Volví con esa noticia a la Mama-coya Kusi, me recibió sonriente con las manos llenas de barro, en medio de su taller.

—Dumma ¿estás más tranquilo? ¿Sabe algo de esto tu madre?

—Por supuesto, ella fue la primera en insinuármelo.

—¿Y está de acuerdo?

—Solo le preocupa la decisión del Consejo, no quiere crear un problema en la Aldea.

—Pues vete, y díselo a tu madre: He reunido el Consejo de las Madres Ancianas y están de acuerdo con la decisión de Sisa.

Ya todo estaba claro, no habría problemas, si las Madres Ancianas habían decidido una cosa, por supuesto el Consejo de Madres lo aprobarían. Busque a mi madre y la puse al corriente, para mi sorpresa ella se alegró y me dijo:

—Ya te puedes ir cortando tu cabellera.

—Nadie me lo ha dicho —le contesté, entre bromas — únicamente tú estás obsesionada con mi pelo.

—No es tu pelo, ya advertirás como Sisa te hace cambiar de costumbres. Terminará gustándote el ceviche de cañan y todas las cosas de esta Aldea.

Cuando se fue conociendo la noticia, entre los jóvenes hubo comentarios, aunque a la mayoría no les sorprendió, sobre todo a las chicas.





 


 




II - Fascículo - 16º.

Aldea del río, 1478: Vida en la Mayu Kitilli.

Narrador: Dumma.

Como matrimonié con la futura Mama-coya.

Mi hermana Duchicela sí había tenido problemas, pues desde el principio se sintió algo desplazada, todas las chicas de su edad ya estaban casadas y muchas de ellas hasta con hijos, siempre se veía fuera de todos los grupos. 

Por otro lado, era muy presumida, y teniendo en cuenta como llevábamos el pelo en nuestro pueblo: le poníamos un aro de tela bordado alrededor de la cabeza, algunos descuidados lo hacían de piel de calabaza. Se recoge todo el pelo y se enrolla en la parte superior. Por eso, nos llaman los incaicos despectivamente: cabeza de calabaza “mate—uma” al fijarse solamente en los más desaliñados.

Duchicela siempre lo adornaba con plumas de guacamayo. Así es como se llevaba en las fiestas de nuestro pueblo, pero aquí llamaba demasiado la atención. 

Y qué decir cuando se lo soltaba para lavarlo en el río, al principio si no estaba muy limpio, no, pero luego el pelo se extiende sobre el agua, antes de hundirse, formando una nube alrededor de su cabeza.

¿Alguien se puede imaginar la cara de Duchicela cuando se lo comunicó la Mama-coya? Para empezar creyó debía elegir marido. Como algo obligatorio. Ella ni siquiera se había fijado en los jóvenes de la Aldea. 

No los valoraba inferiores, no obstante sí demasiados pequeños para ella, con sus quince años ya se consideraba mayor, solo podía elegir entre un grupo de niños de apenas doce o trece años.

Cuando llegó la fiesta de la elección, la Mama-coya entregó a cada joven su nueva casa, después volvieron al templo y allí comenzaron la danza. En primer lugar, eligió Sisa, se colocó a mi lado enlazando mi cintura con una cinta.

 Después le tocó —por edad— a mi hermana Duchicela.

No lo debo decir, pero dio un espectáculo, tras varias vueltas alrededor de los jóvenes, intentó enlazar a Takiri (“Hombre creador de música”). Él se zafó y se arrojó al suelo como signo de rechazo, la danza se interrumpió bruscamente.

—Yo no puedo casarme contigo —exclamó Takiri— nada me habías dicho y me causa mucha intranquilidad tu conducta en tantas cosas.

La Mama-coya Kusi se levantó de inmediato y avanzó unos pasos hacia los jóvenes, con voz fuerte manifestó:

Takiri, no puedes rechazar una elección, si Duchicela te ha elegido debes ser su esposo.

Mama-coya —contestó Takiri desde el suelo— yo no quiero casarme con alguien de fuera de la Aldea. Además, no sabe o no respeta nuestras costumbres. No me había dicho nada.

Takiri —declaró la Mama-coya— aunque Duchicela tiene sus propias costumbres, tú debes respetar las nuestras, y ya sabes: si te niegas a aceptar la elección, ya nadie te podrá elegir este año.

—Esto es injusto —se quejó Takiri— pero lo acato

Abandonó al grupo de danzantes y bajó de la explanada del templo uniéndose a los padres.

Duchicela —manifestó la Mama-coya— quieres elegir a otro.

—No, Mama-coya, yo también voy a dejar la danza.

Después se reanudó y en un clima de tensión, todas las jóvenes eligieron marido.

Me gusta recordar como al año siguiente mi hermana Duchicela escogió a Takiri y en esta ocasión aceptó encantado.

También fue un año muy especial para mí. De pronto me encontré casado, apenas llevaba diez meses en esta Aldea y mi vida había dado un vuelco total.

Nada más terminar la fiesta de la Elección, Sisa me llevó a su casa. Resultó ser una vivienda antigua en el barrio de las alfareras, tenía cuatro habitáculos independientes, en medio un patio con árboles.

A mí me agradó, y a Sisa también, aunque me dijo:

—Tenía la ilusión de una casa nueva.

—Mira —le dije, tratando de tranquilizarla— nos la habían arreglado. El techo está renovado.

Olía a verde: las totoras, el carrizo y las palmas lo cubrían. Al suelo le habían echado una nueva capa de tierra. En resumen: todo para mí, estaba muy bien.

Según la costumbre, el recién casado, estaría durante doce Killa hunta (“Plenilunios”) con las Madres, luego se incorporaba, con los demás padres, a la Aldea del Mar. Para mí ese año se presentaba lleno de novedades. 

  Seguía con los jóvenes, dedicado a asuntos muy variadas: acompañar a las llamas a comer por los campos, viajar a la Aldea del Mar para traer y llevar cosas, cazar vizcachas por las lomas de los alrededores. 

Sin darme cuenta dejé de estar constantemente con Sisa.

Ella, en cambio, empezó a trabajar de alfarera.

Y le costó bastante: el horno demoró en encenderlo hasta dos meses. No paraba en casa, o estaba con su madre o en el taller de alguna alfarera. Mucho debía aprender.

La mayoría de los días nos veíamos al atardecer a orillas del río, durante el día cada uno estaba con sus tareas. Yo salía de casa al amanecer a realizar mis trabajos y dejaba a Sisa casi siempre refunfuñando, queriendo acompañarme, pero ella debía empezar a fabricar los objetos de barro mandados por la jefa de las alfareras. 

Bueno, ya lo he dicho, le constó comenzar, pero no tenía otra opción.



Una tarde yo jugaba con los más jóvenes en el río, me di cuenta: iba anocheciendo y Sisa no aparecía. Debería ir a buscarla, o tal vez no. Me acerqué a la Mama-coya Kusi, ya se estaba marchando.

Mama-coya —le informé— Sisa no ha venido esta tarde.

Ella me miró con extrañeza.

—Corre a vuestra casa a investigar, luego te espero en la mía y me informas.

Y me apresuré con creciente preocupación ¿Qué puede haber pasado? Llegué llamándola y no me contestó nadie. Pero Sisa salió del taller al patio, con toda la ropa manchada de barro y la cara llena de enfado.

—¿Qué ha pasado? No te he visto en el río.

—Para ríos, estoy yo —me replicó casi a gritos—.

—¿Qué pasa?

—Esta mañana he tenido un problema con la jefa. ¿Te parece normal? Tardé en hacer un cántaro, todo el día de ayer y al dárselo, me lo ha roto en mis narices.

—¿Por qué se ha portado así?

Sisa seguía vociferando y yo no sabía cómo consolarla.

—Ayer me mandó hacer un cántaro para el ají, se lo había pedido una madre. Esta mañana se lo he llevado y nada más verlo me ha dicho:

—La figura del ají, debe ser de barro y pegada al cántaro, ¡Este no parece de ninguna manera un ají!.

Yo lo había hecho sin molde, y lo creía adecuado.

—¿No tienes ningún molde del ají?

—Pues no, no lo tengo todavía, pero no me parecía necesario. Y esa bruja me repetía una y otra vez

—Para ser la Mama-coya, debes hacer todas las cosas siempre bien.

—Algo de razón tenía —le dije.

—Sí, ponte de su parte.

Sisa ¿Qué has hecho para solucionar el problema?

—Fui al taller de mi madre y sin pedírselo, le cogí el molde del ají y llevo todo el día con el dichoso cántaro. Lo he metido en el horno y solo queda sacarlo.

—Bueno, pues si ya lo has conseguido, aunque ya es de noche, ven conmigo al río, debes limpiarte.

—¿Por qué te empeñas?, no tengo ganas.

Con afectuosas palabras, poco a poco, la convencí y allí fuimos los dos, camino del río, a la luz de la luna. Pasamos por la casa de la Mama-coya a informar de la situación y para evitarle preocupaciones. Al llegar al río seguía enfadada, me quité la túnica y la ayudé. 

Me metí en el río y ella se quedó sentada sobre una roca. Desde el agua, la llamé simulando, ahogarme, y como no reaccionaba continué nadando hasta la otra orilla. Salí por el arenal, y con gestos y gritos, la llamé. Al poco, ella se zambulló en nuestro Virú y avanzó con agilidad hacia donde yo estaba.

Cuando llegó le comenté.

—¿Qué te ha parecido mi modo de nadar? La verdad soy un buen alumno ¿Recuerdas como me enseñaste?

  Abrazándola, la besé y nos tumbamos en la arena. Millones de estrellas cubrían el firmamento; sin embargo, ella continuaba enfadada. 

Yo ya la iba conociendo y sabía como de dura era, como de rígida. Debería pasar un poco más de tiempo, antes de reaccionar y más en esta ocasión, le habían tocado el orgullo, y ella era muy arrogante. Por eso me sorprendió su comentario:

—Aunque todavía me duele, la jefa tenía razón —y en broma afirmó— cuando sea Mama-coya no la expulsaré de la Aldea como llevo maquinando todo el día.

La abracé y nos revolcamos por la arena, después de varias vueltas, se zafó y corrió hasta el río, cientos de ranas acompañaron su salto, luego yo la seguí.

Nadamos de un lado a otro, pero el frescor de la noche nos hizo tiritar. Salimos del agua y corriendo, por el camino de las Chirimoyas, nos marchamos a nuestra casa. 

Comimos y nos echamos a dormir.


 


 

II - Fascículo - 17º.

Aldea del río, 1478: Una nueva vida.

Narrador: Dumma.

De cómo experimente la paternidad.


Pasaron varios Killa hunta (“Plenilunios”). Me sentía inquieto, con zozobra, presintiendo algún suceso extraño, tantos días de tranquilidad preludiaban cambios. 

Aquel tiempo de asombros terminó con una sorpresa mayor. Como cada tarde bajé al río, el día había sido especialmente caluroso, el aire se estancó desde la mañana y ninguna nube nos protegía de Inti (“El sol”). 

De camino al río recogí algunas chirimoyas, maduras y calientes, las refrescaría en el agua antes de repartirlas entre los niños, llegué con las manos llenas, procurando no perder ninguna.

Se presentó Sisa, platicando con mi hermana Duchicela. Cada vez se las notaba más unidas. Desde lejos me divisaron. Sisa avanzó por la ribera del río hasta donde yo estaba. Salí del río y abrazándola, la besé.

Duma, te veo muy despistado y como siempre ¿no te das cuenta de nada?

—¿De qué me he de dar cuenta?,

—Pues aunque estés muy despistado, vas a ser padre.

—¿Sisa, estás segura?

—He hablado con mi madre y ella me ha dicho: dentro de seis Killa hunta (“Plenilunios”) seré madre. Ella tiene experiencia y no se equivoca.

La abracé y puse mi mano sobre nuestro hijo. Y aquella tarde corrió, como el agua de las cascadas, la noticia por toda la Aldea. Todo el mundo me felicitaba con alegría.

Por la noche Sisa me preguntó estando acostados:

—¿Tú qué quieres un niño o una niña?

Yo no había pensado nada, pues ese asunto no es de mi incumbencia, pero le dije:

—Si yo pudiera elegir, pediría niño. Aunque me da igual, pero debe parecerse a mí.

—Eso es imposible, tú solo has despertado a uno de los hijos que yo ya tengo preparados.

—Eso lo decís aquí, por qué en mi pueblo sabemos otra versión: yo lo he hecho y lo he puesto dentro de ti para que lo alimentes y cuides, hasta su nacimiento. Por eso se parecerá a mí.

—Eso ya lo veremos.

—Yo tendré razón si tiene mis rasgos y mi pelo.

Pasó el tiempo y cada vez era más notorio el embarazo de Sisa.

Una de sus amigas, recién casada como ella, tuvo un problema en el parto y murió junto con su hijo. Este hecho causó zozobra en la Aldea y preocupación entre las embarazadas.

Yo le declaré a Sisa:

—Cuando pienso en nuestra amiga me entra una terrible inquietud, ¿y si también tú tienes problemas? 

—¿Tú sabes el significado de Sisa? —me explicó— Pues me pusieron ese nombre “quien siempre vuelve a la vida”, porque cuando tenía tres años estuve muerta.

—Eso nunca me lo has contado.

—Porque hace ya mucho tiempo. Yo estaba en el río con otros niños y nos alcanzó un árbol arrastrado por el agua, venía flotando, una rama me golpeó y me hundí. Ante los gritos, varias madres se lanzaron a ayudarnos. Y una me sacó, ¿Imaginas quién fue?

Yo quedé desconcertado, pues no se me ocurre quien pudiera haber sido.

—Pues la bruja a quien estuve, durante todo el día, maquinando como expulsar de la Aldea. Cuando el otro día estábamos en el río, en medio de mi enfado, me acordé de este hecho. 

Me contaron como me tendió en la arena de la orilla y con desesperación me zarandeó, yo seguía sin respirar, estaba muerta. Al poco llegó mi madre y empezó a golpearme, eché agua por la boca y tosiendo, comencé a respirar. Yo ya me he muerto y no puedo volver a morir.

Ella estaba muy segura y no tenía sentido preocuparla, aunque yo seguía pensando en el peligro, y más cuando me explicaron:

  —En la Aldea han muerto tres madres al dar a luz. También es verdad, en ese tiempo han nacido cientos de niños sin problemas.

Pasaron los Killa hunta (“Plenilunios”) y cada vez a Sisa le resulta más fatigoso el trabajo, pero todas las tardes la acompañaba a orillas del río. Sisa se echaba y chapoteaba en el remanso de agua, donde apenas fluía la corriente y había muy poca profundidad; el frescor la relajaba. 

A nuestro alrededor los niños y las madres jugaban y charlaban animosamente.

Una tarde Sisa, sentada dentro del río, empezó a quejarse de dolores, aunque según la opinión de las madres todavía le faltaban algunos días:

—Me ha llegado el momento —dijo entre dolorida y asustada.

Yo comencé a gritarles a las madres, cada vez más nervioso. Acudieron con premura: una era de la opinión de sacarla del agua, otras de dejarla donde estaba, eso mandó la Mama-coya Kusi  al acercarse a su hija.

El agua se enturbió alrededor de Sisa, la Mama-coya me mandó con decisión:  

—Agárrala por los hombros con fuerza.

Todo fue muy rápido y ayudada por la Mama-coya, nació nuestra hija.

Con el nacimiento de mi hija, comenzó el Killa hunta (“Plenilunio”) del Padre, así lo llamaban en la Aldea, durante ese tiempo el padre se quedaba en la Aldea dedicado a cuidar a su hijo recién nacido. 

Era una costumbre muy interesante, porque el padre tenía la oportunidad de sentirse más unido al hijo. Por supuesto, unos nueve Plenilunios había estado el recién nacido dentro del cuerpo de la madre. 

Para el padre un Plenilunio aunque poco, podía servirle de consuelo, así le: oiría cuando lloraba, miraría cuanto sonreía y acariciaría cuando dormía.

Como siempre había algún padre, con esa misión en la Aldea, yo ya sabía en qué consistía, pues los había visto durante este año. 

Cada mañana cuando el alba apagaba las estrellas me levantaba para llevar a mi hija al río donde la bañaba, luego la llevaba a su madre para que la alimentara y durante el día la contemplaba mientras dormía y jugaba con ella, y ya por la tarde la volvía a bañar en el río.

Desde los primeros días empecé a llamarla Killari (“luz de luna”). Se dejaba sumergir y se quedaba con los ojos abiertos, mirándome y manoteando, queriendo nadar. Yo nunca la soltaba, pero nunca, nunca. La verdad eso fue al principio cuando le ponía la mano debajo de su barriga y ella flotaba y pataleaba. 

Me hacía ver como disfrutaba en el agua cuando la sacaba, rompía a llorar, deseando quedarse. Para mí era gozar de mayor intimidad con mi hija, a veces estábamos solos los tres: el río Virú, mi hija y yo. 

Cuando la bañaba, le cantaba canciones, y ella me miraba embobada, hacía mucho que no apreciaba tanto la vida como en esos momentos. Cuando mi hija abría los ojos era a mí a quien veía. 

También consideraba la fragilidad de su vida y anhelaba verla ya crecida, corriendo por la arena. No le es fácil a un niño sobrevivir en medio de tantos peligros. 

Bañándola con frecuencia, yo la quería hacer fuerte.

Cuando terminaba el Killa hunta (“Plenilunio”) de Padre, la Mama-coya Kusi me dijo:

Dumma, has de incorporarte a la Aldea del mar, con todos los padres, al terminar la fiesta de este Plenilunio te marcharás.

Como decir: no lo esperaba, cuando los últimos días había estado pensando —una y otra vez— en esta realidad tan cercana. Alejarme de mi hija me dolía, pero debía hacerlo, todos lo llevaban a cabo en esta Aldea. Era duro enfrentarse, al día a día, sin las miradas de mi Killari (“luz de luna”), ni las palabras de Sisa durante tanto tiempo.









 


 





II - Fascículo - 18º.

Aldea del río, 1478: Mi nueva vida.

Narrador: Takiri (“Hombre creador de música”).

 

Donde se narra la añoranza de Duchicela.


Cuando Duchicela me eligió para ser su esposo, me quedé espantado. Yo había hablado con otra chica y lo teníamos decidido, ella me elegiría. Pero Duchicela eligió en segundo lugar, se adelantó a aquella joven y quedamos desconcertados: no había hablado nada conmigo.

Con su manera de actuar, Duchicela rompía nuestra costumbre: la joven elegía, pero antes el asunto siempre se había hablado y en consecuencia se llegaba a la ceremonia con todas las parejas decididas. 

Después de aquel espectáculo, quedé bastante dolido y me sorprendió los posteriores actuaciones de Duchicela. Descubrí como ella siempre buscaba ocasiones para estar conmigo.

Nunca había ido a conseguir cañanes, y ahora —cuando yo iba— hacía lo posible por unirse al grupo. Seguía sin querer cazarlos, le repugnaba tocarlos, cedió en llevar el cesto donde los metíamos.

 También con frecuencia la sorprendí mirándome. En medio del rechazo a su aspecto, yo lo reconozco: físicamente me atraía, era una mujer muy hermosa. 

Mi sorpresa fue grande cuando, una mañana, llegó al río, para unirse al grupo de quienes íbamos a las Cascadas. 

¡Se había cortado el pelo, al estilo de las demás jóvenes! 

Dos trenzas adornadas con cintas de colores, enmarcaban su rostro, finos aretes de oro pendían de sus orejas. Parecía otra, más joven y elegante. Aquel casquete de pelo enmarañado, sobre la cabeza, la avejentaba y afeaba. Para mí aquello siempre había sido un adorno extravagante. 

Desde aquel día, empezó a deslumbrarme, todas sus acciones y hasta el acento, al pronunciar nuestras palabras, me sonaba más musical. Por eso nadie se sorprendió cuando —al año siguiente— Duchicela me eligió y yo acepté convencido, esta vez lo teníamos hablado. 

Unos Plenilunios después, vinieron los soldados de Huacho, ella huyó de la Aldea atemorizada, sin decirle nada a nadie. Esa reacción me dejó totalmente impactado. No fue la primera desilusión sufrida. Pero desde luego su actuación no fue muy normal. 

¡Todos tuvimos miedo! Sin embargo, nadie huyó despavorido.

 Cuando volvió, se lo afeé:

  —Has huido sin avisarme, además tu conducta ha sido desproporcionada. 

—¡Calla!, ¡cállate, de una vez! —me espetó, sintiéndose ultrajada— tú no has padecido el ataque de un ejército, en tu Aldea. Al verlos llegar lo he revivido todo: cuando esos mismos soldados nos masacraron entrando en mi pueblo 

Al mencionarle, como había escuchado:

—En esta ocasión, van camino de las tierras de tu familia, parece que se han rebelado otra vez contra el Inca y vuelven para someterlos de nuevo.

Su reacción fue obsesiva:

—Debemos ir a ayudarles —me repetía constantemente a mí y a todo el mundo— Me siento especialmente obligada a proteger a mi abuela. 

Su abuela era la madre de su madre, y se había encargado de cuidarlos con frecuencia de pequeños. Cuando Guatamba y su marido, los dejaban en la aldea, para acudir —obligados por los representantes del Inca— a los trabajos de reparación de los caminos y los puentes. 

Ante su insistencia, yo me resistía:

¡El viaje no solo sería duro sino muy peligroso!. 

En su argumentación, Duchicela también se aprovechaba de mi afición a la música. 

—En ese viaje —me insinuaba— tendrás muchas oportunidades  de encontrar y conseguir nuevos instrumentos musicales. 

Siendo yo muy niño, mi madre, me construyó una ocarina, aún la conservo. Fue tal mi afición, que quitármela: era el mayor castigo. 

Cuando a los cinco años me pusieron nombre, a todo el mundo le pareció adecuado llamarme: Takiri (“Hombre creador de música”). 

Esa vieja historia, ahora, Duchicela la usaba a favor de su decisión 

Las madres estaban divididas, aunque aceptaban el motivo como justificado: ayudar a su abuela. A todos les parecía una gran locura. 

Ante la insistencia de Duchicela se reunió el Consejo. Después de largas discusiones, la decisión fue clara: si yo la acompañaba, nos uniríamos a la caravana de la sal —como todos los años— iría a Cajamarca. Desde allí podríamos marchar, nosotros dos más al Norte, a la tierra de los Cañaris.

Aquel año el jefe de la caravana era Kantuta (“Hombre diestro en la caza”). No nos costó mucho convencerlo, cuando fuimos a la Aldea del Mar a informarle de la decisión del Consejo.

Un año más, partió la caravana de la sal hacia Cajamarca. Duchicela y yo nos incorporamos, no éramos los únicos novatos, pero si los más jóvenes. 

Nosotros estábamos recién casados, aunque no teníamos todavía hijos; todos los demás eran padres y algunos como Kantuta habían hecho el recorrido en diversas ocasiones. 

Casi un Plenilunio después llegábamos a Cajamarca —sin detenernos— atravesamos la ciudad y subimos hasta los Baños. 

Sayri (“Hombre quien siempre apoya”) apareció, de pronto, junto a una charca, se acercó a nosotros con saltos y muestras de alegría.

—Bienvenidos —exclamaba, abrazando y besando a cada uno— No os esperaba tan pronto. Sois bienvenidos.

Sayri seguía viviendo, con toda su familia, en los Baños. Era, desde el comienzo, el encargado de nuestro comercio en aquella zona. Algunos conocían también a Illika. Duchicela le explicó nuestro objetivo. 

Se volvió a repetir la misma historia, a nadie le parece prudente viajar por aquellas comarcas. 

—Toda la información —explicó Illika— es terrorífica. Son días de guerra. Los soldados incaicos están persiguiendo, por las montañas, a grupos de Cañaris desafiantes de su poder. 

—Pero hemos venido —se empecinaba Duchicela— para proteger a mi abuela y no nos marcharemos sin intentarlo.

En vista de la situación, Sayri se ofreció a escoltarnos, lo mismo Usuy (“Hombre que trae abundancia”), el marido de Illika

Yo había llegado en muy malas condiciones, con mareos, dolor de cabeza, escalofríos y cansancio extremo. Me afectaba la altura y durante los días de subida no había conseguido adaptarme. En compañía de Duchicela, me acercaba todas las mañanas a las charcas y Panti (“Hombre agradable”) me informaba: 

—Esta laguna es la más adecuada para tus dolencias— después de comprobar la temperatura— y ya te puedes bañar. 

Duchicela y yo nos quitamos la ropa y tiritando nos metíamos. Sumergirme en aquella agua caliente me relajaba y era el único momento del día y de la noche, sin frío. 

A los diez días, los cuatro: Duchicela, Sayri, Usuy y yo nos pusimos en marcha. Yo ya me había recuperado. Era, con mucho, el más débil, pues por primera vez en mi vida, me enfrentaba al intenso frío de aquellas altísimas montañas, cubiertas de nieve; durante la noche, el ventarrón gélido casi me malogró el sueño.

Nunca eran suficientes las mantas y ponchos para protegerme, me acurrucaba entre los cuerpos de las llamas. Usuy se burlaba de mí. 

—Me recuerdas a algunos de los compañeros que tuve en la Escuela de Cusco. Toda su vida habían vivido en las Aldeas de la costa y cuando llegaban al Cusco, no dejaban de tiritar y de quejarse del frío. Uno de ellos enfermó y tuvo que volver a su aldea. 

—No me extraña —comenté airado— es muy normal que alguien no se acostumbre a este frío y a la altura. Pero vosotros llevabais una vida regalada, propia de los privilegiados en aquella Escuela. 

—No creas, uno de los jefes, nos enseñaba técnica militar, era especialmente duro. Cada mañana nos levantaba a gritos y nos hacía correr durante horas. 

Como nos vigilaba, nadie podía escapar de aquella tortura. Algunos lo intentaron y fueron azotados y permanecieron todo el día en el patio, atados con estacas en el suelo, sin agua ni comida. Luego a nadie se le ocurrió repetirlo. 

—Era un poco salvaje ese profesor, ¿No? 

—Bueno, se trataba de hacer de aquellos niños de ocho años, de las familias privilegiadas de cada tribu: en recios soldados o funcionarios incaicos competentes, para transmitir toda la fuerza en sus órdenes. En definitiva, reflejar su poder de hijo del Sol. 

Una mañana, llevábamos caminando bastante rato, cuando empezamos a ver, con más claridad, la silueta de una montaña con la cumbre nevada. Me sentí avasallado por su presencia. 

Nuestro caminar era dificultoso — alrededor— una nube de hojas secas, se arremolinaba bajos los sauces, de la ribera de un río. Nos detuvimos y ocultamos entre los matorrales al observar pasar, a media ladera, a un grupo de soldados. No teníamos ningún interés en explicar a nadie nuestra empresa. 

—Son guerreros incaicos —dijo Usuy— no nos han descubierto. 

Cuando se alejaron, reanudamos nuestra marcha. 

Varios días después, llegamos a Hatun Cañar. 

Duchicela no reconocía su Aldea. Donde antes había chozas circulares y almacenes, ahora los sustituían, extraordinarios edificios de piedra. 

Los constructores acarreaban grandes monolitos para las nuevas edificaciones, eran extranjeros, y a todos —mujeres y hombres— les faltaban las dos orejas. 

Guiados por Duchicela nos encaminamos hacia su antigua choza, pero no la encontramos, en su lugar estaban edificando, en piedra, un gran palacio. Una mujer se afanaba puliendo los cantos de un bloque, nos declaró: 

—Capturaron a todos los Cañaris, y los concentraban en un corral de llamas, cuando había suficiente, organizaban caravanas para llevarlos al sur. 

Nosotros somos de Chachapoyas. Nos resistimos y fuimos derrotados, nos deshonraron cortándonos las orejas y nos castigaron a trabajar en esta Aldea.


Duchicela me indicó la siguiera, y avanzamos por una calle angosta hacia las afueras. Llegamos al corral de llamas, nos ocultamos tras los matorrales. 

Allí, bajo la vigilancia de varios soldados incaicos, grupos de Cañaris se agrupaban en torno a hogueras, malheridos y hambrientos. Nos sorprendió ver solo a hombres y mujeres. 

—Como quieren hacerlos trabajar —nos dijo Usuy— no les interesa los ancianos ni los niños. 

Con cautela nos acercamos al corral, para observar más de cerca, si de verdad, no había allí ningún anciano. Pronto nos convencimos: todos eran hombres y mujeres capaces de realizar un largo viaje y ser útiles en trabajos pesados. 

—Y entonces ¿Dónde podemos buscar a mi abuela? 

—Desde luego —aventuré yo— no la encontraremos aquí. Tal vez esté escondida en algún lugar de la Aldea, Duchicela ¿Piensas en familias conocida donde pueda encontrarse?. 

—En varias se puede ocultar, ¡vamos a investigar! —ella se empecinaba— hemos de estar seguros de que no está en el pueblo.

Cuando nos dirigimos de vuelta a la Aldea, Usuy nos susurró:

—Alguien nos sigue. 

Aunque procura ocultarse, sus movimientos lo delataban. 

Con disimulo se detuvo —escondiéndose— los demás seguíamos adelante. Cuando quien nos rastreaba llegó a su altura, con presteza, lo agarró inmovilizándole, al escuchar el pequeño tumulto, volvimos sobre nuestros pasos: 

—¿Habíamos cazado un espía? 

Resultaba ser un joven; pese a su camuflaje, Duchicela identificó como un Cañari. 

—¿Por qué nos persigues? ¿Qué buscas?

Al escuchar hablar a Duchicela, le dijo: 

—Al veros lo pensé: Tú, te pareces a mi prima Duchicela, pero los hombres, no pueden ser Cañaris. 

—Por supuesto soy Duchicela, y tú ¿Sabes algo de mi abuela? 

—Yo soy tu primo Parina. Hay algunos fugitivos refugiados en la sierra, podríamos intentar localizarlos. Mi padre, antes de ser llevado con mi madre al Cusco, me mandó:

—Huye, no puedes ayudarnos. Si nosotros conseguimos liberarnos, nos ocultaremos en la laguna de la Culebrilla. 

Yo hui y hace ya algún tiempo me muevo, escondido por las casas de la aldea. ¡No sé a dónde ir!. 

En ese momento, un grupo de soldados nos avistaron y ante sus gritos, nos lanzamos calle abajo. Duchicela se me adelantó. 

Cada poco miraba hacia atrás para cerciorarse si yo la seguía. No tardamos en salir a campo abierto y dejamos de oír los gritos de los perseguidores. 

Duchicela se sentó en la hierba y contempló cómo —poco a poco— se ocultaba el sol. Los demás también nos acurrucamos bajo los arbustos. Parina comenzó a hablar: 

—Entre los muchos sitios donde se pueden haber refugiado los huidos de la Aldea. El lugar más lógico y más razonable es la laguna de la Culebrilla. ¡Duchicela!, recuerdas como allí, una vez al año, nos reuníamos gentes de muchas Aldeas para celebrar, entre danzas y ofrendas, ceremonias en honor de la Culebra.

—Me acuerdo —musitó Duchicela— allí había una pequeña laguna alimentada por un riachuelo. Serpenteante como una culebra, traía agua de los neveros de las montañas cercanas. —¿Ese pantano está muy lejos de aquí? —pregunté yo. 

—Apenas a dos jornadas —afirmó Parina— debemos subir y bajar varios montes. 

—Pues llegaremos —terció Sayri— a esa laguna y trataremos de encontrar a tu abuela. 

A todos nos pareció bien, y nos pusimos en camino hacia una cueva, a media ladera de un cerro cercano.


 


 

II - Fascículo - 19º.


En tierra de los Cañaris.

Narrador: Takiri (“Hombre creador de música”).

 

Y conocimos el destino de la abuela de Duchicela.


La brisa movía las hojas. Las estrellas empezaron a dejarse contemplar en el firmamento, mientras nosotros avanzamos dirigidos por Parina. Entramos en un cobertizo y después de comer, Duchicela me dijo:

Takiri, ¿y si haces música para alegrar estos momentos tan tristes? ¿Cuántas veces vi a mi abuela, cantar y danzar? 

Saque la ocarina, Usuy, una flauta y los demás acompañaron, golpeando con palos, las cazuelas. Mucho rato se extendió, aquella música improvisada.

El día siguiente amaneció frío y ventoso, desde primeras horas de la mañana se presagiaba desapacible, las nubes barruntaban lluvia. Pero nosotros ya estábamos muy acostumbrados. 

Como nos había asegurado Parina, a los dos días, avistamos la laguna. Era mediodía, cuando dejando atrás uno de los pasos más críticos, ante nuestros ojos se presentó una maravillosa vista del pequeño lago. 

El viento riza la superficie con diminutas olas, matorrales de montaña cubrían un paisaje desértico, en la orilla sur un grupo de chozas rodeaban a un templo. 

—Bajaré yo —nos anunció Parina— para alertarles de vuestra llegada.

—Yo también iré contigo —se apuntó Duchicela.

Y allí permanecimos viéndoles alejarse. Ante aquella inmensidad, me quedé absorto en mis pensamientos: grandes cumbres cubiertas de nieve, enormes laderas de rocas desnudas y el lago reflejando blancos jirones de nubes.

Al rato vimos a Duchicela haciéndonos gestos y bajamos nosotros también. Al llegar me detuve, respirando con dificultad, doblado por el flato, enseguida me enderecé y comencé a mirar en derredor. 

Un grupo de cañari —de todas las edades— me rodeaban, nunca había observado a tantos juntos; con la ropa y el peinado de Duchicela y su familia, cuando llegaron a la Aldea del Virú.

Si yo asombrado los contemplaba, ellos nos miraban sin comprender como, gente de etnias tan distintas, acompañábamos a unos cañaris.

Nos recibieron con amabilidad, una de las ancianas se interesó por nuestra situación:

—¿Cuánto tiempo lleváis sin comer?

Pero antes de contestar nada, Duchicela indagó por su abuela.

Sin darle respuesta a su pregunta, nos llevó a una choza, el frío y el viento eran muy intensos. Alrededor de una hoguera, nos calentamos. 

Dejamos de tiritar y nos ofrecieron comida, aquel guiso de papas me llenó de energía. Yo tenía hambre, pero sobre todo frío. Sentía como si aquello le pasara a otra persona, viviendo en un sueño, en una pesadilla.

En la conversación, Parina se me acercó peguntando:

—¿Cuándo Duchicela llegó a tu Aldea, iba con ella su hermano Dumma?

—Sí, se presentaron sus padres y hermanos, también Dumma.

Dumma y yo éramos muy amigos, hicimos muchas travesuras juntos, me quedé muy triste cuando se marchó, huyendo. Al llegar a esta laguna, se me han hecho presente tantos recuerdos. 

Cada año acudíamos con la caravana de nuestra Aldea y cuando los mayores hacían sus danzas y ofrendas, nosotros corríamos bordeando la laguna. 

Casi siempre ganaba Dumma, era el primero —metiéndose en el agua helada— en atreverse a vadear el río; otros vacilábamos renuentes, cuando cruzábamos, él ya nos había sacado bastante ventaja.

Formábamos un grupo de amigos de la misma edad. Solo Dumma y yo, estamos ahora libres. Los demás: o murieron o están deportados en varios lugares, unos en el Cusco, otros en Chachapoyas. De dos de ellos, no sé nada.

Una señora nos repartió la camada de su perra. Así, cada uno de nosotros tenía uno. A la mía, le enseñé a buscar objetos escondidos en la casa, la llamaba la Negra, aunque algunas canas blancas rodeaban sus ojos y la boca.

Cuando nos reuníamos siempre íbamos rodeados de aquella jauría de perros, con ellos hacíamos carreras y salíamos a cazar. Todavía algunos corretean por la aldea buscando a sus dueños. ¡ se les ve tristes!.

Duchicela continuaba preguntando, a todo el mundo, por su abuela. Pero las respuestas recibidas, más y más la desmoralizaban. ¡Nadie sabía nada de ella!.

Un anciano aseguró haberla contemplado muerta, era el hermano menor de la abuela de Duchicela. Nos explicó:

—Salí, junto con ella, huyendo de la Aldea a refugiarnos en las montañas, mi hermana era ya muy anciana y solo resistió tres días de hambre y agotamiento. Estaba en una situación muy desastrosa y una mañana, al despertarla, nos sorprendió: había muerto mientras dormía.

Aunque todos más o menos lo esperábamos, esta revelación afectó con intensidad a Duchicela, no podía contener las lágrimas y ninguno de nosotros —aunque lo intentamos— consiguió consolarla. Todos nos dolimos, nada podíamos hacer, al fin, la sospecha se había troncado en certeza.

—Ya no tiene sentido —se lamentó Duchicela— seguir buscando. Lo mejor será volver. Aquí ya no podemos hacer nada.

Esa sensación la teníamos todos sus acompañantes: habíamos hecho hasta lo imposible.

—¿Yo puedo ir con vosotros? —suplicó Parina.

Le miramos asombrados y Duchicela le explicó:

—Donde nosotros vamos, la vida es muy distinta. Siempre hace calor, mucho bochorno ¡Ni te imaginas!, y el campo está muy seco, solo hay vegetación en las orillas del río.

—Eso es cierto —la contradije con suavidad— sin embargo, tú te has acostumbrado en poco tiempo, Parina lo podrá conseguir aunque le costará.

—Seguro —aceptó Duchicela— ¡Luego no quiero escuchar quejas!.

Después de varios días, recogimos nuestro equipaje y nos pusimos en camino.

Más adelante nos adentramos en un bosque, donde la hierba y los matorrales empezaban a ser más altos, casi como árboles, era una arboleda de algarrobos con ejemplares de distintos tamaños. 

Cada uno marchaba ensimismado en sus pensamientos, la brisa movía las hojas secas y nuestros pasos rompían el silencio. De pronto, el golpear del agua de una cascada nos envolvió.

Si ya tenía frío, descender el barranco y penetrar en la nube, me empapó toda la ropa y comencé a tiritar. Seguimos adelante siguiendo la ribera del río.

  Estábamos conversando cuando nos alcanzó Duchicela con el pequeño Dumma. Se habían retrasado, contemplando el vuelo majestuoso de unos cóndores. Se lanzaban —en picado— hasta una pradera donde algunos cuyes (cobayas) se dispersaban. 

Usuy se encargó del pequeño Dumma, poniéndoselo sobre los hombros, se alejó corriendo en medio del alborozo del niño, al verlo tan integrado en nuestro grupo, Parina me preguntó:

—¿Cómo conocisteis a Usuy? No me cabe en la cabeza, que siendo incaico aceptéis su compañía. ¿Por qué Usuy lo es? ¿No?

—Sí, la historia de Usuy es muy curiosa, a mí me la contó Sayri. En resumen: un joven cuzqueño, por amor a Illika, una muchacha de los Baños, abandona a su familia y un gran futuro en la corte imperial: ahora sería un consejero del Inca o uno de sus generales.

—Lo siento, pero yo —casi susurra Parina— sigo sintiendo una tremenda aversión, en su rostro contemplo la cara de quienes asolaron mi Aldea, maltrataron a mis hermanos y se llevaron prisioneros a mis padres.

—A mí me parece una buena persona. Usuy ha sabido ganarse a todos los de los Baños; además conoce cómo piensan y se comportan los incaicos.

En ese momento nos dio alcance Sayri y terció en la conversación:

—También a mí me costó, cuando llegue por primera vez a las Charcas. Lo veía como a un enemigo, mi misión era laborar junto con Illika, y él parecía el marido competidor. No era así, Usuy respetaba las decisiones y el trabajo de su esposa.

—Pues debe ser, a veces sin motivo, uno siente rechazo por algunas personas. A mí me cae mal. Me cuesta esfuerzo conversar con él. 

Cuando lo miro, se me hace presente el rostro, de aquel soldado entrando en mi casa. Nunca había visto unos ojos tan llenos de odio, irrumpió golpeándolo todo, con una furia incontrolada, derribó a mi madre y golpeó a mis hermanos.

  Ciego de pánico, yo hui al entrar otros soldados. Aquellas escenas todavía no me dejan vivir, mis sueños se pueblan de pesadillas. Se me presenta el rostro de aquel soldado, aunque poco a poco, se va desdibujando, pero quedan sus ojos saciados de odio.  

Ese día, después de correr lleno de un miedo irracional, me detuve avergonzado por no haber defendido a mi familia.

 Cuando volví, escondiéndome en la noche, me encontré la tragedia: la choza estaba destruida y varios de mis hermanos yacían muertos, no había rastros de mis padres. 

Esa es otra de mis pesadillas: mis hermanos sin vida, dos niñas y un niño, sobre todo, mi hermana más pequeña —mi engreída— con sus cuatro años, hasta podía ser mi hija. Con los ojos abiertos, pero la mirada vacía, su pecho destrozado por la lanza que rompió su corazón. Con miedo sentí el vacío. 

Por la noche, arrasado de pena, envolví sus cuerpos en telas guardadas por mi madre en un arcón, luego los fui llevando hasta una pradera, donde los enterré, como buenamente pude. 

Al término el bullicio era grande, apenas había amanecido cuando busqué a mis padres, grupos de soldados celebraban la victoria entre gritos y carreras. A más de uno encontré, derribado por la borrachera, a uno de ellos le arrebaté su ropa para disfrazarme. Así llegué hasta donde tenían reunidos a todos los de la Aldea y allí, entre la penumbra de las hogueras, descubrí a mis padres.

Merodeando por el pueblo fue cuando os encontré, mis padres ya no estaban en la aldea y no sabía nada de ellos. Se me ocurrió sugeriros marchar a la Laguna, en busca de la abuela de Duchicela y tal vez también de mis padres.


Era el tipo de conversaciones habituales, para soportar el viaje, bastante triste por el final de la abuela de Duchicela y la preocupación por el niño a quien llamábamos pequeño: Dumma. 

Solo Duchicela y yo sabíamos la verdad: era hijo de Dumma. Claramente, se le parecía, pero pensábamos presentarlo como un huérfano encontrado, en las calles de Hatun Cañar, mientras buscábamos a la abuela.

El valle parecía diferente a la luz del día, cuando ayer, coronamos la cumbre y pusimos el campamento, ya era de noche. Pero ahora, ante nuestros ojos, se extendía el peregrinar lento y sinuosos de un río, bordeado de vegetación, grandes sauces cubrían las riberas, sombreando la corriente al llegar al lago. 

Una vez más, como me sucedía con frecuencia, me quedé inmóvil contemplando la belleza del paisaje, y deseando ser un cóndor para sobrevolarlo todo. Desde las alturas, con la ocarina, improvise una pequeña canción de admiración.




 


 











II - Fascículo - 20º. 

De vuelta a los Baños del Inca, 1484.

Narrador: Takiri (“Hombre creador de música”). 

De nuestro encuentro con soldados incaicos.


Al amanecer el cielo, cargado de nubes de tormenta, lo vaticina y luego durante todo el día andamos bajo el aguacero. Cuando ya andábamos empapados, nos refugiamos en una oquedad, no se podía llamar a aquello: cueva. Al menos, el suelo estaba sin humedad y nos la ingeniamos para encender una fogata, secar la ropa y calentarnos.

En dos ocasiones Usuy y Parina, protegidos por una tela encerada, se alejaron bajo la lluvia y volvieron con cantidad de ramas muertas, pero totalmente mojadas. Las apilaron alrededor del fuego donde se fueran secando y al rato, aunque desprendiendo humo blanco, estaban en condiciones de arder. Cuando llegó la noche cesó la lluvia, se encendieron las estrellas y la luna llena inundó el cielo. Comimos y platicamos. 

—¿Takiri me ha hablado de ti —dijo Parina— aunque no sabe, cómo ni por qué, te instalaste en los Baños?

Eso dio pie Usuy, para empezar a contarnos su vida:

—Yo nací en el Cusco y a los ocho años ingresé en El Yachayhuasi (“la Casa del Saber”) donde estudian los hijos de los nobles. Allá nos reunimos jóvenes de todos los pueblos, nos enseñaban: el quechua, técnicas militares, geografía, historia del Imperio, astronomía y religión. 

Allí conocí al hijo del señor de Chan-Chan, era un joven muy ambicioso y muy poco inclinado a aceptar la autoridad del Inca. Por eso sé algo de la Aldea de Takiri, él nos declaraba:

—Hasta más al sur del río Virú, se extiende el dominio de mi padre.

—Pero —interrumpí interesado— en esa escuela había alumnos de todas las etnias incorporadas al Imperio, por la diplomacia o por la fuerza.

—Por supuesto —argumentó Usuy— era un modo de unificar a las gentes, aunque fueran de distintas tribus. Los hijos de los nobles, recibían las mismas enseñanzas y aprendían el idioma común, el quechua. Uno de los profesores era un amauta: Chikan (“Único, distinto a todos”), él nos enseñó la historia de nuestro pueblo. 

Le gustaba, especialmente, hablar de Pachacútec, así afirmaba:

—El gran Pachacútec fomentó el sistema de mitimaes (“traslados”) de población. Se trata de desplazar a grupos humanos a otro lugar, recién conquistado. Allá realizan los trabajos necesarios para unificar y dar cohesión al imperio.

Gracias a Pachacútec, los incaicos dejaron de ser una simple tribu que vivía en el Cusco, y llegó a formar el Tahuantinsuyo: un Estado. 

Esta transformación fue fruto de una expansión fulminante. Creando un ejército muy bien entrenado y con métodos expeditivos de lucha, emboscada, asedios y hasta un sistema bastante desarrollado de espías.  

Pachacutec quiso instaurar la adoración a Viracocha (“Creador”), se sentía protegido por él, de modo especial. 

Aunque mandó, se le ofrecieran tributos y se le rindiese culto, y construyó una estatua —de oro— con la forma y el tamaño de un niño de diez años, con el dedo índice extendido, para mostrárselo a todos como: quien todo lo ordena. No consiguió ponerlo por encima de los otros dioses.

Por mandato expreso del Inca Pachacútec se iniciaron las grandes obras: palacios, caminos, puentes y tambos. 

También organizó el sistema de los chasquis. 

Era misión de la Casa del Saber, descubrir las cualidades y aptitudes de cada uno de nosotros. En mi último año, yo sería un alto funcionario del gobierno, pero me vine hasta los baños acompañando a mi madre. 

Contra sus dolores de espalda, el médico le había recomendado, los baños en este lugar. Nos vinimos aprovechando, unos días de descanso. Según lo previsto, nuestra estancia se prolongaría —como máximo— durante un Killa hunta (“Plenilunio”), sin embargo, se fue alargando. 

A mi padre, con frecuencia, enviábamos mensajes sobre la salud de mi madre. Él nos replicaba, pidiéndome con insistencia:

—Tú debes volver al Cusco, aunque ella se quede, pues tú estás comprometido a finalizar la formación en la Casa de Enseñanza.

Yo daba largas, tenía otros muchos motivos para no marchar al Cusco. 

Un día, cuando ya habían pasado cuatro Plenilunios, mi padre aprovechó para venir a Cajamarca con una misión del Inca. Luego se trasladó a los Baños, vio a mi madre bastante recuperada y decidió volviéramos con él. 

Yo había intentado convencer a Illika, para hacer un viaje al Cusco —una visita provisional— pero ella se había negado rotundamente. No estaba dispuesta a abandonar los Baños, yo tampoco tenía muchos deseos de volver al Cusco. Cuando se lo expliqué a mi padre, montó en cólera. 

—No te puedo comprender. Renunciar a un cargo importante en la gobernación del Imperio, por el amor de una pueblerina, incapaz de entender los beneficios de una gran ciudad, como el Cusco, además de vivir junto al Inca y los nobles. 

La situación fue terrible, yo no cedí, no podía renunciar al amor de Illika. 

Mis padres se marcharon. Después de escuchar a mi padre, exclamar airado:

—Te expulso de mi familia y de mi parentela (Ayllu). No solo dejas de ser mi hijo, además te maldigo por tu desobediencia.

Yo me quedé, trabajando en los Baños: arreglo los caminos, edifico o restauro cabañas para los bañistas y últimamente me dedico también a la administración de la economía. 

Con esta conversación se fue agotando el fuego de la hoguera, hicimos un poco de música. Saqué la ocarina y los demás me acompañaron, como era costumbre. Recordé a nuestra gente, luego —poco a poco— nos fuimos durmiendo.

A la mañana siguiente nos pusimos de nuevo en marcha, no teníamos casi alimentos, ¡Más nos valdría llegar pronto a Cajamarca!, pues el hambre empezaba hacer mella en nuestras fuerzas.

Pero súbitamente las cosas se complicaron.

Un atardecer bajábamos la ladera de una montaña, cuando oteamos a un grupo de soldados incaicos. Avanzaban con despreocupación, descendiendo de la cima. En ese momento nosotros estábamos desparramados: Duchicela, Usuy y Sayri casi llegando al fondo del valle, mientras Parina y yo, a media ladera. Fue él quien los descubrió

—Mira, Takiri —me susurró— Esos soldados se nos acercan.

Empezamos a correr cuesta abajo, alejándonos de los soldados y aproximándonos a nuestros amigos. Aceleramos procurando hacer el menor ruido posible. 

En aquel terreno pedregoso, con muy pocos matojos, era difícil ocultarse. Cuando nos vieron los soldados, comenzaron a gritar y a perseguirnos. 

¡En mi vida había corrido con tanta decisión!, pero todo fue en vano, aquellos soldados avanzaban con rapidez, mientras nosotros estábamos debilitados. Al dar un salto, aterricé —rodando— entre las piedras, unos matorrales detuvieron mi caída, entonces un soldado me golpeó; poco después, otros alcanzaron a Parina, rodeándolo. 

Por el alboroto de la persecución, nuestros compañeros ya habían llegado al río, vieron como nos apresaban. Usuy reaccionó corriendo, ladera arriba, a nuestro encuentro.

Cuando llegó, una veintena de soldados nos rodeaban.

—¿Quién manda aquí?

El tono autoritario de la pregunta, hizo vacilar a aquellos hombres y uno de ellos se presentó:

—Yo soy el jefe de este destacamento, ¿Y tú quién eres?

—Me llamo Usuy y soy oficial del ejército del Inca, a estos los llevó al Cusco.

—¿Pero qué me dices?

—He hablado claramente. Son representantes de algunas Aldeas y van conmigo a entrevistarse con el Inca.

Ya habían acudido los demás.

—Son dos cañaris: Duchicela y Parina y dos del río Virú: Sayri y Takiri. Llevan mensajes de paz para la fiesta del Inti Raymi.

No sé si estas palabras le convencieron, pero la actitud decidida de Usuy, le amedrentó lo suficiente para forzarlos a reconocer:

—De acuerdo, sin embargo, viajar así es muy peligroso, sin escolta y fuera del Camino Real.

—Vamos por aquí atajando hasta Cajamarca, allí se reunirá toda la caravana. Es verdad, medio nos hemos perdido. Necesitamos comida.

Para mi sorpresa, aquellos soldados nos ofrecieron:

—Tenemos maíz, papas y carne seca.

Más me sorprendió Usuy. Habló dirigiéndose, tanto a los soldados, como a nosotros:

—Bajaremos todos al río y allí podréis prepararnos la comida.

Yo no lo podía creer, menos aún Parina, no sabía ni donde mirar, viéndose acogido e invitado por los incaicos.

Llegamos hasta el río y, en una pequeña pradera, los soldados prepararon la hoguera y la comida. Con gestos, Usuy consiguió detenernos. Nosotros no debíamos hacer nada, sino mantener nuestros personajes ficticios: ser representantes de varios pueblos amigos del Inca.

Pero no nos quedamos esperando. En el campo se podía ya recoger la quinoa, nos dispersamos, y con las manos, fue fácil recolectar, unos cuantos kilos. Puestos al fuego en un huaco —con agua— no tardó en convertirse en una masa muy alimenticia. 

Los soldados no iban camino de Cajamarca, tenían orden de unirse a un ejército y dirigirse hacia Chachapoyas. Si hubieran ido en nuestra dirección, estoy seguro, Usuy los hubiera convertido en nuestra escolta.

Cuando, después de comer, los soldados siguieron su derrotero y nosotros recuperamos nuestra realidad, Parina no salía de su asombro: 

—¿Cómo Usuy había dominado la situación? 

Era incaico y sabía manejar la mentalidad de los soldados, las órdenes de un oficial se aceptan siempre.


A partir de ese momento, Parina comenzó a ver con otros ojos a Usuy, todos nos dimos cuenta de su cambio de actitud. Empezó a respetarlo y admirarlo. Era frecuente encontrarlos trabajado en equipo.

Como Duchicela casi siempre avanzaba ensimismada, le estaba costando asimilar la muerte de su abuela. En el silencio yo me sentía como una hormiga ante la inmensidad del paisaje, era una experiencia única recorriendo aquel lugar solitario.

A veces el viento barría las nubes y, por unos instantes se contemplaban, las cimas nevadas, de los montes imponentes, en momentos los nubarrones lo cerraban todo, hasta los rayos del sol se debilitan. 

—¿En qué piensas? —me interrumpió Duchicela acercándose— tú estás sintiendo como yo, cuando contemplé el mar por primera vez. Las nubes tan cercanas, abrazadas a las montañas, los días de lluvia incesantes, el sabor imposible de la nieve, la pequeñez de nuestra propia realidad, contemplando la inmensidad de los montes. 

Yo también quedé anonadada frente al mar, miraba y miraba; todavía no puedo comprender si a lo lejos se termina el mar. Si se acaba, ¿había algo detrás del horizonte?

Una lluvia intensa y repentina interrumpió nuestra conversación. Corrimos ladera abajo para reunirnos con los demás, bajo la protección de unas rocas. Llovió tenue —pero constantemente— toda la noche, nosotros continuamos acurrucados en medio de la soledad y el silencio, roto por algunos aludes de nieve en la lejanía.




 


 


II - Fascículo - 21º.

De vuelta a los Baños del Inca, 1484.

Narrador: Takiri (“Hombre creador de música”). 

 Conversando con Yaku (“Cuidador del Agua”) de los Baños.


Parina como yo, jamás había salido de su aldea.

Le asombro avistar desde un cerro cercano, la ciudad de Cajamarca, con sus palacios de paredes enrojecidas por el sol del atardecer y, sus largas calles con casas de adobe. 

Las charcas humeantes, más allá de la población, le paralizaron y exclamo:

—Que pasa, ¿aquel incendio puede llegar hasta la ciudad?

—No te preocupes —le explicó Sayri— allí es donde vamos. Aquello no es fuego, pero no te voy a decir nada. Vas a admirar una maravilla, no te puedes imaginar este regalo de la Pachamama. Cuando yo llegué por primera vez también me sorprendió.

Aceleramos el paso gastando nuestras últimas fuerzas, bordeamos la ciudad de Cajamarca. Parina ya tendría ocasión de conocerla, Usuy y Sayri tenían verdadera urgencia de abrazar a sus familias, nos encaminamos hacia los Baños.

Era media tarde cuando llegamos a los primeros estanques.

—Ven, Parina —animó Sayri— acércate y mete la mano en ese charco.

Parina actuó como le pedía Sayri.

—¡Qué le pasa al agua! Está muy caliente— exclamó amedrentado.

—Pues es una de las más alejadas de la fuente. Cuando vayamos subiendo, estarán las más calientes. Observarás como en ellas el agua hierve.

Duchicela ¿Qué has sabido de tu abuela? —Nos gritó Illika, saludando a su marido— ¡Muy delgados estáis todos! —exclamó mientras nos abrazaba a cada uno— ¿Y este quién es? - se encaró con Parina—.

—¡Para!, detente —la tranquilizó Usuy— ya tendremos tiempo de contar nuestras aventuras y de responder a todas tus preguntas.

—Mi abuela ha muerto —dijo Duchicela— ya era muy mayor para superar una realidad tan dolorosa.

—Lo más urgente ahora —afirmó Sayri— es comer y dormir. Yo, por lo menos, estoy exhausto —y se dirigió hacia su hogar— venid todos conmigo.

Nos acercamos a su casa, donde encontramos a su familia y algunos de la caravana de la Aldea. Hubo gritos de alegría. 

En pocos minutos, nos sentábamos alrededor de la hoguera; esta era la primera comida abundante y agradable, desde nuestra salida hacia tierra de Cañaris. Al fuego pusieron varias vasijas calentando agua, en unas echaron papas, en otra: la yuca; también asaron trozos de carne de alpaca. 

Poco a poco —a nuestro alrededor— se fueron reuniendo y hablando, mientras preparaban la comida, todos miraban a Duchicela, y terminó diciendo:

—Ha sido muy doloroso aceptar la muerte de mi abuela. Habría deseado ayudarla. Pero ya no podemos hacer nada. En su nueva vida conocerá nuestra intención para hacer este viaje. 

Los últimos días he pensado mucho y ha sido lo mejor. Si pretendíamos llevarla con nosotros, era demasiado mayor para una caminata tan larga. Lo único penoso es la desgracia sufrida por mi pueblo. 

Os presento a mi primo Parina, nos ha ayudado y ahora desea acompañarnos hasta la Aldea del Virú. Y este niño, lo llamamos pequeño Dumma, es un huérfano, lo encontré y he adoptado como hijo.

Parina, alzó respetuoso la cabeza, saludando a los presentes, a nuestro alrededor se arremolinaban. El pequeño Dumma sonreía encantado al ver a otros niños de su edad.

—Yo he sufrido mucho —afirmó Parina— durante bastantes días, he estado escondiéndome de los soldados incaicos, por las casas de mi Aldea. He perdido a toda mi familia. 

Al encontrar a Duchicela localicé a mis últimos parientes. Su madre, Guatamba, es hermana de mi madre. Y a mis primos, espero saludarlos en la Aldea del Virú, ¡solo ellos me quedan!

De pronto se acercó Kantuta hasta donde comíamos.

—¡Qué alegría!, ya habéis vuelto. Desde hace unos días estaba esperándoos; Yaku (“Cuidador del Agua”), el Gran Sanador, quiere hablar con Duchicela y contigo, Takiri.

  —Espero nos deje en paz hasta mañana —reclamé yo— estamos muy cansados después de tantas caminatas.

—Por supuesto —concedió Kantuta— no dijo tener mucha prisa.

Este viaje me estaba llenando de nuevas experiencias. Hasta entonces mi mundo se reducía al río Virú —ahora— con mis propios ojos, contemplaba la inmensidad de un universo desconocido. Solo había oído las explicaciones de los caminantes llegados a la Aldea o de los expedicionarios de las caravanas de la sal.

A la mañana siguiente, en compañía de Duchicela, fui a casa de Yaku. Nos recibió Panti (“Hombre agradable”), el ayudante del gran Sanador, nos invitó a pasar y luego de presentarnos se marchó, tenía mucho trabajo en los Baños.

Junto a la hoguera encontramos a un anciano con la cara arrugada, casi sin pelo, de ojos pequeños, pero de mirada intensa; con un temblor bástate visible en las manos. Prácticamente recluido en su habitación, hacía varios años no salía, el ambiente estaba cargado de humo y olores enfermizos.

—Agradezco —comenzó a decir, levantando la cabeza— la visita, tenía muchos deseos de conversar con vosotros. Sobre vuestra aldea y ese hecho tan extraordinario del poder de las mujeres, si no he entendido mal, Kantuta me ha explicado: la autoridad máxima la ejerce una mujer, la Mama-coya.

—Cuando yo llegué a la Aldea —dijo Duchicela— también me resultó muy raro, yo soy cañari, y en mi tierra, los hombres ocupan todos los cargos de poder, aunque bien sabemos, a veces se muestran incompetentes.   

—Yo siempre lo he vivido así—intervine con decisión—no es ninguna cosa extraña, además nunca he escuchado la más mínima crítica, a esta manera de gobierno. En cambio, a mí me resulta rarísimo, vuestra actitud reverencial con el agua.

Y entonces lo vimos, nos miramos y Duchicela captó lo mismo: aquel anciano venerable se sentía solo, necesitaba conversación, tener a alguien escuchándole, su inquietud del principio, paso un segundo plano.

—Os explicaré —comenzó Yaku, acomodándose junto a la hoguera, arropado por las mantas multicolores— nosotros vemos en el agua la sangre de la Pachamama, fluye entre las rocas, vivificándolo todo. Una vez al año nos reunimos cientos de personas, llegan de muchas zonas de los alrededores y de lejos. 

Familias enteras, en un ambiente festivo, van ocupando todos los lugares en torno a las charcas. Lo primero son los bailes, después la ofrenda en al altar del agua, aquí junto a mi casa, cada familia trae su regalo, generalmente chicha, coca o maíz. Luego todos participan en el banquete.

Las llamas engalanadas dan colorido a los Baños. Con sus bufidos y carreras enardecen la fiesta, ya de por sí, animada.

 

El festejo del último año coincidió con la estancia en los Baños del Inca Pachacutec. Habían estado por la zona de los cañaris sometiendo a las aldeas sublevadas, volvían con una gran cantidad de prisioneros: hombres y mujeres. Los situaron fuera del recinto de las balsas, custodiados por soldados. 

Entre ellos algunos iban heridos. Solo ejecutaron a quienes no podían andar. Otros presentaban signos de haber sido azotados con crueldad, todos permanecían silenciosos, como ensimismados en su desgracia. Con ello tan cerca no podíamos celebrar con alegría nuestra fiesta. 

Pedimos al Inca: 

—Mándalos directamente, hacia el Cusco.

Y se puso en marcha la caravana con los presos.

 El Inca y su corte se quedaron para la Fiesta, ya estaba bastante entristecido el ambiente, pero cuando quiso bañarse en una fuente, desde entonces se conoce como el Pozo de Pachacutec, corrieron rumores de descontento entre los asistentes a la Fiesta.

En esa Fuente solo podía entrar el Gran Sanador —una vez al año— el día de la Fiesta del Agua. En esa ocasión el Inca permaneció toda la mañana, con sus esposas y algunos de sus criados. 

La jornada se trastocó, las gentes se impacientaban pensando en la marcha a sus pueblos. Se iba retrasando la Fiesta y el camino de vuelta sería nocturno. Hasta el atardecer no pudimos realizar los ritos del agua. 

Mis colaboradores me acercaron grandes cántaros; yo sacaba con el cuenco ceremonial y lanzaba agua sobre el pueblo, mientras avanzaron con un baile de alabanza hasta la puerta del pozo.

 

La conversación se alargó durante la mañana. Pesé: (estar en esta casa, junto al fuego y escuchando al anciano, es una manera de descansar). En varias ocasiones, Yaku (“Cuidador del Agua”), nos invitó a chicha, servida en huacos típicos de la zona, nos pidió se los acercáramos de una estantería.

Durante aquellos días, la confianza de Parina y Usuy se hizo más estrecha, con frecuencia se les veía pasear, charlando entre risas. Usuy se había propuesto presentarle a todas las jóvenes casaderas, organizó más de una reunión donde Parina contó cosas de su vida, tan distinta a las de nuestra Aldea y de los Baños. 

Se convirtió en una costumbre, una vez al día, bajábamos a las charcas. Panti nos encaminaba a la más adecuada. En una de esas ocasiones escuché una conversación entre Usuy y Parina.

—Creo que estoy cambiando de idea —dice Parina—.

—¿De qué me hablas?

—De la posibilidad de permanecer aquí ¿Te costó mucho adaptarte a esta gente?

—Bueno, mi caso es un tanto extraño, yo me quedé por Illika. Ella no quería marcharse conmigo al Cusco y yo tampoco tenía interés en volver a mi antigua vida. Habla con Sayri, tal vez él necesite ayuda en su trabajo, pero díselo antes a Duchicela por si tiene algo pensado para ti en su aldea.

Aunque estas palabras de Parina me sorprendieron, siempre me parecía muy decidido a ir —con nosotros— hasta la casa de su tía, a orillas del Virú. Claramente, era la postura más apropiada: él había residido siempre entre el frío y la nieve, le asustaba la idea de vivir en un lugar tan seco y caluroso.

Aquella tarde, en una charca cercana, Duchicela enseñaba al pequeño Dumma a nadar. Desde la orilla yo los contemplaba, veía cada vez a Duchicela más alegre, parecía como si volcara —sobre el pequeño Dumma— todo el amor recibido de su abuela.

Al rato llegó Parina, no parecía muy decidido, se acercó a orilla de la charca, se sentó y empezó a hablar.

Duchicela, ¿y si le pregunto a Sayri, si tiene trabajo para mí? Llevo varios días dándole vueltas a la idea. Estaría dispuesto a quedarme aquí.

—¡Qué me dices! Me parece muy bien —le animó Duchicela— es una buena solución para ir adaptándote a otras costumbres. Muchas veces tendrás la posibilidad de ir con alguna de las caravanas hasta nuestra casa. Allí serás siempre bienvenido. No te imaginas la alegría de mi madre cuando se lo mencionemos: un hijo de su hermana está vivo. Os dábamos a todos por muertos, ¿no te estará pasando a ti como a Usuy?

—No, pero no lo descarto, ya he observado algunas jóvenes atractivas y una me ha empezado a llamar la atención.

—Pues espabila —le comenté yo con socarronería, terciando en la conversación— sería muy triste llegar  a arrepentirte de haber esperado demasiado y perder la oportunidad.

A la mañana siguiente Sayri nos comentó su conversación con Parina la noche anterior. Le pareció decidido a quedarse y le sería de gran ayuda y muy útil, pues siempre tenía mucho trabajo en el saladero.

Después de esos días de tranquilidad nos pusimos en marcha, integrándonos en la caravana, camino de nuestra Aldea.












 


 



II - Fascículo - 22º.

Un secreto, 1485: De cómo se resuelven antiguas dudas.

 Narradora: Duchicela.

Al llegar de Cajamarca a la Aldea, Takiri y yo mantuvimos un gran secreto.

Todo comenzó cuando estuvimos en la Laguna de la Culebrilla. Una tarde acudió al campamento un grupo de cañaris, venían rotos por el cansancio y hambrientos, durante varios días habían vagado sin rumbo por la sierra, temerosos y huidizos. Nada más verlos sentí como me tensaba, pues a una joven —con solo mirarla— la recordé y ella se sintió reconocida, me adelanté y con una antigua familiaridad, la abracé. Fue un abrazo largo, sin palabras, la ayudé cuando cayó al suelo desmayada, la llevé hasta una cabaña, le puse un poncho, tiritaba de fiebre. Le preparé comida y la acompañé, al final la dejé adormilada.

Pero aquella tarde, cuando ya había descansado, tuvimos una larga conversación. Éramos tres, con nosotras estaba Takiri medio adormilado, protegiéndose del frío. Shabalula era una joven menuda, de rasgos finos, en sus ojos nada más se notaba la tristeza y vacío, estaba demacrada, y casi con un hilo de vida. Yo no dejaba de mirarla con cariño.

Shabalula, ¿Cómo te ha ido?

—Estos han sido unos años muy duros, cuando vosotros huisteis, se sucedieron los desastres y el dolor. Cada vez era peor y nunca parecía mejorar. Yo tenía un motivo de pena más. ¿Cómo está tu hermano Dumma?

Titubee al responder.

—Bien, todos nos hemos adaptado a la nueva Aldea. Vivimos cerca del mar, junto a un río. Allí no conocen la nieve ni el frío y tienen unas costumbres muy extrañas. En la Aldea manda una mujer, hereda el poder de su madre, la Mama-coya.

—Yo no te he preguntado eso —me cortó Shabalula con desgana— solo me interesa Dumma. Todavía me duele, ¿nunca me buscó?, y estaba vivo. Yo sabía como os escapasteis en Cajamarca, cuando os llevaban presos al Cusco, pasaron los meses y no volvió a buscarme. Nació nuestro hijo.

—¡Tienes un hijo! —exclamé asombrada.

—¡Tenemos un hijo!, Dumma es el padre. Tú lo sabes: estábamos casados. ¡Todo el pueblo lo conocía Y no entiendo por qué nos abandonó, y nunca volvió a buscarnos.

—Ni él, ni nadie, sabía lo de un hijo. ¿Cómo le llamas?

El rostro de Shabalula se dulcificó.

Dumma, como su padre. Lo he dejado con mi madre en el pueblo, ya tiene casi tres años y es un niño muy fuerte.

—Cuando llegamos a la Aldea del Río, recuerdo como mis padres hablaron con Dumma, y después de varias deliberaciones todos pensamos: habrías muerto o sería imposible encontrarte.

—Sí, pero tú has vuelto, ¿Qué es tan importante?, ¡qué buscas!

—Yo he venido a proteger a mi abuela.

—No intentes defender a Dumma. Tú has regresado, él me dejó en el olvido, fue un cobarde. Y seguro, se habrá casado otra vez.

—Cuando lo conocí en la Aldea —comentó Takiri, interviniendo por primera vez, y tratando de componer— siempre veía a Dumma muy preocupado, no nos dijo por qué, no obstante estaba pensativo y triste.

—Sus padres, especialmente su padre —explicó Shabalula— no me aceptaban como esposa de su hijo, porque yo soy algo mayor, casi cuatro años. Dumma y yo seguimos adelante, nos reuníamos a escondidas en las afueras del pueblo. 

Pero todo terminó con la llegada de los soldados incaicos y con vuestra huida.

—Bueno, realmente no huimos por propia voluntad —me vi forzada a matizar— con toda la familia fuimos obligados a marchar al Cusco.

En ese momento, Shabalula perdió el conocimiento, en medio de temblores inquietantes. Yo salí corriendo en busca de ayuda y cuando volví con una anciana, había recobrado el sentido y solo tenía ánimo para mirarme. Cogió con fuerza mi mano y susurrando me pidió.

—Por favor, Duchicela, ayuda a mi hijo. Me siento morir y no quiero dejarlo abandonado.

La miré y con delicadeza le acaricié el rostro, luego empecé a llorar al saberla tan desvalida. Aquella chica tan animosa, no hacía tanto tiempo, juntas habíamos soñado un futuro tan distinto, desde luego mucho mejor.

Recordé pequeñas historias: cuando las dos, junto con otras niñas de nuestra edad, nos encargábamos de adornar —con flores silvestres y con cintas de colores— a las llamas ofrecidas en la fiesta de la Laguna. 

Buscamos por los campos cercanos flores violetas, pues habíamos decidido, para ese año, adornar las dos alpacas blancas solo con ellas y cintas azules. Cuando la caravana se encaminó hacia la laguna, muchos elogiaron nuestro trabajo.

Casi dos días duró la agonía de Shabalula, me insistió en el compromiso de llevar al niño a su padre. Mi promesa la llenó de serenidad. Y así, arropada por nuestro cariño, murió a orillas de la Laguna de la Culebrilla. Y allí la enterramos.

El compromiso adquirido nos obligó a volver a la Aldea.

No fue difícil encontrar a la abuela y al pequeño Dumma, ni tampoco convencerla cuando le contamos nuestra promesa a Shabalula. Hice una Lliclla (“Manto”) colocado en la espalda para llevar cosas. Lo acomodábamos, por turnos, cuando él se cansaba de andar o teníamos prisa.

Al llegar a Cajamarca, aquel niño se ganó muy pronto el corazón de todos, especialmente el de Takiri. Decidimos conservaría el lenguaje de los cañaris, por eso, en ese idioma siempre yo le hablaba, mientras los demás y Takiri le conversaban en la lengua de nuestra Aldea.

El viaje fue largo, pero al final la caravana, con las llamas cargadas de lana, alcanzó a otear el Cerro de Saraque. Nuestra llegada fue motivo de gran alborozo. 

¡Cuántas cosas podríamos contar!, aunque algunas, Takiri y yo decidimos ocultarlas. Durante el viaje, pensamos:

¿Sería un problema si Sisa descubría, un hijo Cañari de su esposo?.

Para nuestra sorpresa comenzaron a surgir rumores. Enseguida se empezó a hablar del parecido evidente entre Dumma y el niño.

La Mama-coya Kusi nos interrogó sobre el particular.

—No puedo dudar de vuestra palabra, pero necesito me aclaréis si el pequeño Dumma es hijo de Dumma, como se rumorea insistentemente desde vuestra llegada.

Takiri y yo nos miramos, no podíamos mantener la mentira, además la Mama-coya había tenido la prudencia de hablarnos a solas, se lo diríamos a ella y decidiría si se mantenía en secreto.

—Cuando estábamos en tierra de los Cañaris —empece a manifestar— encontramos una amiga mía, yo la sospechaba casada con mi hermano Dumma. Ella nos comunicó antes de morir, quien era el padre y le prometimos traerlo acá. Eso hemos hecho y yo lo estoy cuidando como mi hijo, porque tememos, esta situación haga sufrir inútilmente a Sisa.

—Creo ser yo la más adecuada —se adelantó la Mama-coya Kusi— para informar a mi hija, aunque Dumma debió hablarnos de su situación, al llegar a nuestra Aldea. Los fugitivos, en un lugar extraño, guardan sus secretos. Y cuando ya están integrados les cuesta mucho trabajo hablar del pasado. Además, no sabemos si Dumma ha platicado de todo esto con Sisa.

La Mama-coya nos mandó:

—Duchicela ve con Takiri a buscarla, estaréis presentes cuando se lo comunique. 

La encontramos en su casa trabajando de alfarera.

Sisa —le dije— tu madre quiere chalar contigo. Puedes ahora acompañarnos.

Sisa nos miró contrariada ¿Qué es tan urgente para interrumpir mi trabajo? Pero vino con nosotros.

Llegamos, yo entre con Sisa, Takiri se quedó fuera. La Mama-coya le mandó entrar también:

Takiri, es mejor comentar entre todos lo que voy a decirle a mi hija. —Y dirigiéndose a ella, le declaró— ¿Sisa, no sé si Dumma te habló de haber dejado a una mujer esperando un hijo?

—Cuando salimos huyendo —intervine aclarando— nadie sabía del embarazo de Shabalula. Dumma apenas podía decir que, en medio de una guerra, quedó una mujer con quien estaba comprometido.

—Creo recordar como alguna vez, Dumma hizo referencia a su huida, también de los amigos, a quienes había dejado, a todos los daba por muertos. 

Nunca me mencionó, claramente, a ninguna Shabalula. Pero al llegar vosotros —trayendo al pequeño Dumma— tenía el propósito de preguntarle, si él era el padre de ese niño. Se le parece, y tú, Duchicela, lo tratas con un cariño especial.

—Por supuesto, —aclaré con firmeza— Shabalula poco antes de morir, me lo confió. Yo soy su tía, al ser hijo de Dumma. Le prometí cuidaría de él y lo traería con su padre. Yo me he encariñado y querría quedármelo.

—Para tomar una decisión —afirmó Sisa— quiero hablar primero con Dumma.

La Mama-coya se dirigió a Takiri y le mandó.

Takiri, ve a la Aldea del Mar y trae a Dumma, este asunto no puede esperar más.

Estaba anocheciendo y durante la vuelta Dumma casi no habló. Permanecía ensimismado escuchando la historia de Shabalula. Todas sus preguntas fueron sobre el pequeño Dumma, para él fue una gran sorpresa. Nunca se le pasó por la cabeza, pensar que había dejado un hijo en la Aldea Cañari, también le hizo varias preguntas sobre Shabalula.

Al llegar a la Aldea, saltó raudo de la barca y con Takiri, corrió hacia la casa de la Mama-coya, no hallaron a nadie. Siguieron buscando y me encontraron en la de Sisa, con la Mama-coya y el pequeño Dumma

Estábamos sentadas a la sombra del árbol en el patio, haciendo carantoñas al niño, Dumma se acercó, lo tomó en sus brazos y se le quedó mirando.

—No sabía nada de ti. Pero me alegro mucho de haberte encontrado —y dirigiéndose a Sisa— ¿Ya le habéis hablado de su hermana?

—No le hemos explicado nada —intervine con celeridad— ¿Te ha dicho Takiri que yo lo quiero adoptar? Esperábamos a tu explicación con Sisa para ver la mejor solución.

El pequeño Dumma correteaba por el patio ajeno a la charla.

—Al principio me costó entenderexplicó Sisa, dirigiéndose a Dumma— ¡Puedes comprender mi desconcierto!, ya he tenido tiempo de valorar tu trauma, abandonando aquel pueblo en medio de la guerra y dejando a tantos conocidos y amigos en manos de los enemigos.

Sisa, perdona, no te hablará de la existencia de Shabalula, estaba convencido de su muerte y desde luego no tenía idea del embarazo.

Se hizo el silencio, ya no quedaba nada por decir. Yo miraba los ojos de Dumma, pero me fue imposible leer sus pensamientos. Él observaba al pequeño Dumma. Afirmé con decisión, poniéndome en pie:

—Ya está todo claro, si estáis de acuerdo el pequeño Dumma —dije señalando— tiene una hermana: la hija de Sisa, tiene un padre: Dumma, tiene una madre: Shabalula muerta en la sierra y tiene otra madre: yo y una abuela: la Mama-coya Kusi.

Siguió un profundo silencio, ahora, cada uno de los presentes, debía aceptar esa solución, y fue la Mama-coya la primera en hablar, casi con la voz solemne de los Consejos de Madres:

—Desde este momento el pequeño Dumma será mi nieto.

Aunque parezca extraño, de pronto, todos comenzaron a aceptar, y misteriosamente asumieron mis palabras.


 


 



II - Fascículo - 23º.

Aldea del Río  1487.

 Narradora: Duchicela.

Noticias recibidas de los visitantes de los Baños y de la Guarnición de Huacho.


Cuando el pequeño Dumma cumplió 5 años, me permitieron pertenecer al Consejo de Madres, yo ya tenía otra hija. Takiri después del Plenilunio del Padre, marchó a la Aldea del Mar con todos los padres.

Aquella mañana, camino del río —como casi siempre— me detuve, con mi hija, en la casa de mi madre Guatamba. Su abuela la tomó en brazos, y la besó en la frente, deseándole un día venturoso. 

La llevaba en un cesto de mimbre. Al llegar al río la saqué con cuidado y la sumergí en el río, mientras limpiaba las telas usadas para envolverla.

Estaba con otra madre, haciendo lo mismo con su hijo, cuando vimos,  un grupo de gente avanzando por la orilla del Virú, eran los de la Caravana en su vuelta a la Aldea, como siempre sería un motivo de alegría por los reencuentros. 

Para mi sorpresa, entre ellos venía mi primo Parina y me presento a su esposa: Alira, una joven de los Baños del Inca a quien yo conocía e igualmente a su hijo. Todo su interés era saludar a mis padres y hermanos. 

Fueron días de alegría y de recuerdo desde aquellos momentos dolorosos cuando nos conocimos por las calles de la ciudad de los Cañaris y la marcha hasta la laguna de la Culebrilla.

Aquella tarde nos encontrábamos a orillas de Virú, entre remojones y conversaciones. Le recordé la ocasión cuando, yo  estaba —mirando embobada— el fluir del agua de la fuente y llegó Parina, hasta donde estaba en compañía de Usuy, y me dijo:

—Vamos a ir a dar una vuelta por el bosque, Usuy quiere enseñarme algo maravilloso, ¿Vienes con nosotros?

—¿Pero de qué va tanto misterio?

—Espero poder enseñaros un muy llamativo combates de pájaros. Son los Tunki (“gallitos de las rocas”) una de las aves de aspecto más peculiar. Su variedad de cantos, los convierten en una ave excepcional; ya observaréis como alardean delante de las hembras queriendo llamar la atención.

—Voy con vosotros —poniéndome en marcha— ya estoy cansada de no hacer, casi nada, en todo el día, después de tanta caminata por la sierra.

Avanzamos hasta llegar a un acantilado donde vimos un conjunto de edificaciones funerarias. Cientos de nichos —similares a ventanas— horadadas en la roca de origen volcánico. Cada túnel, nos dijo Usuy, alcanza entre 8 y 10 metros de profundidad. 

Asombrados por el paisaje, comenzamos a observar a los Tunki:

—Siempre viven en pequeñas comunidades —nos susurró Usuy— Aunque no son fáciles de observar, pues permanecen ocultos la mayor parte del día, solo salen del bosque en determinadas horas. 

Los admiramos en la orilla del río bañándose y bebiendo. De tamaño mediano, unos 30 centímetros. El macho tiene la cabeza de un hermoso color rojo anaranjado intenso, ojos del mismo color, patas y pico amarillos, negras, las alas y la cola. Con una cresta en forma de abanico muy prominente. Las hembras son —en general— marrón rojizo oscuro, lo que le permite esconderse por las rocas.

—Mirad, —nos señaló Usuy— los machos se están reuniendo en aquel árbol, ese sitio yo lo llamo ‘cantadero’. Fijaos como actúan. 

Allí empezaron a ejecutar una especie de concurso de baile y canto. Colocados en absolutos órdenes, se exhiben ante las hembras, cada uno realizando su mejor actuación. 

—La cresta —nos insinuó— cumple un papel principal: parece ser lo más atractivo para las hembras, la intensidad de su color y su tamaño.

Desde donde nos ocultábamos, vimos mucho alboroto, aleteos y trinos. Estábamos presenciando una de las maravillas de la naturaleza. Varios días después, las hembras pondrían los huevos, en hendiduras del acantilado, buscando lugares inaccesibles. Aquella tarde volvimos —a los baños— comentando la fiesta presenciada.

Ahora estos recuerdos llenaban nuestras conversaciones, pues esa clase de pájaros no viven en esta zona.

No tardaron mucho tiempo en pedirnos ir a ver el mar, para ellos era desconocido y, yo les había hablado de mi impresión, al verlo por primera vez. 

Cuando término la Fiesta del Plenilunio marcharon con mi padre, Chamba, hacia la Aldea del Mar.

Fue una bendición, pues mientras ellos no estaban, una vez más andaba con mi hija en el río, cuando desde la cumbre de Saraque avanzaba una fila interminable de personas haciendo sonar sus roncos Pututus (“caracolas”). Aceleramos el baño y corrimos a avisar a la Mama-coya.

Al acercarse más, los miré —aterrorizada— eran soldados del Inca, llevaban los mismos ornamentos y banderolas. De vez en cuando visitaban nuestra Aldea, siempre causándonos daños.

Pero esta vez no se acercaron. De modo pacífico siguieron caminando hasta las Cascadas, río Virú arriba, allí se detuvieron, montando un campamento, era como una aldea en movimiento, donde solo faltaban niños.

A lo largo de la mañana los vimos avanzar, divididos en agrupaciones de unas veinte o veinticinco personas. En cada grupo, solo unos diez vestían de soldados, por eso llevaban cascos, los otros eran porteadores, pastores de llamas y mujeres. 

A veces entre cada grupo había espacio y se distinguían claramente sus integrantes. Uno era más numeroso y en medio, sobre un palanquín, llevaban al Jefe. Entre las cuadrillas corrían jóvenes mensajeros transmitiendo las órdenes. Uno de esos heraldos llegó hasta la Aldea y le comunicó a la Mama-coya Kusi.

—El Jefe os espera en su campamento al atardecer.

Se reunió con premura el Consejo de Madres y decidió:

 —Conmigo irán algunas Madres y todos los jóvenes.

Al crepúsculo nos pusimos en camino, llevamos como regalos, cestos con chirimoyas y cántaros con chicha.

Cruzamos las lindes del campamento moviéndonos por su asentamiento. Sobre la pradera cubierta de hierba y flores se habían instalado, cada grupo, alrededor de una hoguera, alguien también montaron cabañas de esteras. 

Era una muchedumbre perfectamente organizada. En algunos grupos se oían risas y conversaciones, en otros, al son de tambores, danzaban con entusiasmo. 

Los últimos en llegar, todavía descargaban de las llamas, los alimentos y las armas. Haciendo montones: mazas, lanzas y escudos, cascos y armaduras. Nosotros avanzamos en medio de aquella aldea improvisada. 

Junto a las Cascadas, en una pequeña explanada, distinguimos una cabaña especialmente adornada. Allí nos dirigimos y encontramos al Jefe. En varias hogueras, junto a la entrada, se calentaban las ollas de barro con los alimentos: maíz con papas, yuca con cuy y ají.

Nos detuvimos y al poco se asomó a la puerta el Jefe, diciéndonos:

—Nosotros somos la guarnición de Huacho y nos han ordenado concentrarnos en Cajamarca, allí emprenderemos una acción militar en la zona norte. Necesitamos alimentos para el viaje.

Aunque velada, sus palabras sonaban como una amenaza. La Mama-coya Kusi le entregó nuestros regalos, diciéndole:

—Te damos gracias porque no habéis dañado la Aldea y te prometo el tributo acostumbrado.

Todo estaba declarado, les daríamos los alimentos solicitados.

Iniciamos la comida y terminó, como era habitual, con danzas. Cuando ya la chicha había afectado a sus colaboradores más cercanos y al mismo Jefe, se presentó ante nosotros un Chasqui. Llego corriendo, sonado su pututu y con el gran penacho de plumas blancas y amarillas.

—Traigo un quipu para el Jefe de la guarnición de Huacho

—Yo soy —movió la cabeza intrigado.

Entonces le entregó en mano, el mensaje.

—Que venga el lector de quipu — gritó el jefe— necesito que me lea la información.

Inmediatamente, se presentó ante todos los comensales, el lector y tomando el quipu comenzó a explicar al Jefe:

—La cuerda principal es de color rojo, por tanto, es un mensaje directo del Inca. La primera cuerda dice venir de Cajamarca, de donde salió este quipu, hace dos días. La segunda cuerda es el destinatario, el jefe de la guarnición de Huacho. La tercera nos manda ir inmediatamente a Cajamarca. La cuarta nos pregunta cuántos soldados forma esta expedición y cuánto tiempo tardaremos en llegar.

Cuando terminó la lectura vimos como los colaboradores del Jefe se movían nerviosos. Todos lo sabían, tardarían en llegar a Cajamarca, al menos doce días, una comitiva como esta, difícilmente puede avanzar más de 20 kilómetros por día.

Nosotros miramos a la Mama-coya Kusi, levantándose, hizo ademán de marcharse.

Mama-coya —el Jefe la detuvo con energía— mañana al amanecer reanudaremos la partida, durante esta noche iremos a la Aldea a recoger los tributos.

Comenzaron unas horas muy ajetreadas, grupos de soldados venían y se iban, vaciando nuestros almacenes.

A lo largo del día siguiente, la litera y la comitiva se pusieron de nuevo en marcha. En ese momento me di cuenta: esos soldados iban a combatir a los cañaris, una vez más se habían levantado en armas ante la opresión del Inca. Sentí el dolor de la impotencia.

No podía olvidar como los vencidos, después de haber puesto resistencia, los trataban con suma crueldad. Se les llevaban al Cuzco en una marcha humillante, con las manos atadas. Sus ídolos los pisoteaba el Inca, cuando llegaban a su presencia. 

Los encerraban en horrendas mazmorras, donde había fieras, serpientes y toda clase de sabandijas. Cuando un grupo se resistía con especial valentía, la represalia era extrema: hacían tambores con la piel de los vencidos; flautas: con sus huesos; con sus dientes: collares y con sus cráneos: vasos para beber.

Volví a ocuparme de mi hija, no conseguía nada con esos tristes pensamientos, mi niña era el futuro. Y su porvenir yo deseaba fuera muy distinto. 

Cuando Parina lo supo, al volver de la orilla del mar, revivió de nuevo su dolor, pero nada podíamos hacer, todos nos abrazamos en silencio.








 


 







II - Fascículo - 24º.

DÍA MIÉRCOLES— Tarde


Cuando llegaron esa tarde, Doña Claudia les animó a entrar al estudio, donde estaba su marido:

—Ya conocen el camino —dijo con amabilidad.

D. Miguel casi dormitaba, en uno de los sillones, pero reaccionó nada más verlos. Se levantó con la agilidad de sus ochenta años cumplidos, les estrechó la mano. Encendió la computadora y Rosa le preguntó:

—¿Y qué nos puede contar de los cañaris? 

—He investigado sobre ellos. No sabía mucho, pues nadie los considera peruanos, sino más bien ecuatorianos. Después de estudiar sus relaciones con los incaicos, muchos de ellos fueron deportados a algunos lugares del Imperio Inca.

Fue un pueblo antiguo, pero sin ninguna apetencia imperialista o guerrera, las distintas Aldeas solo se unían cuando había un enemigo exterior.

Ante la conquista y ocupación incaica, se aliaron formado un frente común. Durante años lucharon sin éxito. Nunca aceptaron la dominación y con frecuencia se sublevaron. 

Para los incaicos era un pueblo de costumbres extrañas, desde su peinado, por eso lo llamaban, de modo despectivo, cabeza de calabaza, hasta su religión: adorando a una culebra.

En el conflicto entre Atahualpa y Huáscar, los Cañaris dieron su apoyo a Huáscar, pues ya habían sufrido la crueldad de Atahualpa. Por desgracia, su candidato resultó perdedor y debieron aguantar la ira y venganza de un Atahualpa triunfante. 

Según la crónica de Pedro Cieza de León (1547), la masacre de Cañaris fue tan brutal: sobrevivió solo un hombre por cada cinco mujeres. 

Todo esto pasó con anterioridad al desembarco de Pizarro en Tumbes, por tanto, antes de la llegada los españoles al Perú. 

Tan pronto tuvieron noticia de la arribada de los extranjeros. Tres jefes Cañari fueron a Tumbes para ofrecerle su alianza, siempre con el afán de derrotar y expulsar de sus tierras, a los odiados incaicos.

Desde ese momento los Cañaris colaboraron con los españoles en calidad de guías, cargadores, soldados y hasta intérpretes y consejeros de los nuevos conquistadores.

Es necesario decirlo con rotundidad: los actuales peruanos también descienden de los Cañaris, como de los Mochicas, de los Paracas, de los Chimús, de los Incas y de los Españoles, algunos además tenemos sangre negra. Aunque hay una canción hablando de una raza pura, la verdad somos consecuencia de la maravilla del amor humano.

—Y no olvidemos —declaró Juan— yo soy fruto de la mezcla de iberos, celtas, visigodos y por supuesto romanos, judíos y musulmanes; como yo eran los españoles venidos en la conquista, también mestizos.

—Por supuesto, así es en casi todos los países. Cuando yo era escolar, me enseñaron —explicó Rosa— que los incaicos no tenían escritura. ¿Los Quipus servían para transmitir mensajes?

—Cierto. No conocían la escritura con caracteres sobre una superficie. Pero el Quipu era un sistema equivalente, pues es posible lograr más de 8 millones de combinaciones gracias a la diversidad de colores, distancias entre los cordeles, las posiciones y tipos de nudos posibles.

El Quipu (quechua Khipu: significa nudo), fue un grupo de cuerdas de lana o de algodón de uno o varios colores y nudos.

Su utilización más conocida es la contabilidad. No obstante, podrían ser también libros con una escritura alfanumérica donde los números, simbolizados en cada nudo, representan una letra. 

Fueron utilizados para registrar la población de los grupos étnicos, clasificado por sexo y edad. Las cantidades de productos guardados en los tambos y de los ganados, tierras, etc., los calendarios, las observaciones astronómicas, las cuentas de las batallas y las sucesiones dinásticas y quizás hasta obras de literatura.

Actualmente, se sigue investigando el significado de cerca de 600 Quipu sobrevivientes. Esto podría servir para ampliar nuestro conocimiento.

Siguieron hablando de aquellas historias tan interesantes, hasta llegar la hora del paseo.

Al dar el primer paso en la calle, don Miguel se santiguó, sin ostentación, pero sin disimulo, tomó del brazo a Rosa y a Juan le dio la correa de Ñusty.

—Tal vez —empezó a hablar— se han sorprendido al ver santiguarme. Esta costumbre la empecé, a vivir hace algunos años, cuando salgo de casa. Veía mi abuelo hacerlo cada mañana. 

En una ocasión le oí decir en voz alta: En el nombre del Padre… Y me explicó: al salir podrías pensar: lo hago porque yo lo decido, porque a mí me apetece. Pero la verdad es distinta: salgo porque Dios quiere.

—Esa costumbre —aportó Rosa— también la he visto en algunas personas en España.

—Pues a mí, después de observar a mi abuelo, me costó empezar bastante tiempo. Durante años estuve dando vueltas a unas palabras escuchadas en una canción de un cantante español. Creo se llama Serrat, cantando una poesía de Antonio Machado: El Cristo de los gitanos, siempre con sangre en las manos. Y luego: es la fe de mis mayores.

—En efecto, un catalán —afirmó Juan.

Don Miguel continuó:

—La fe de mis mayores. Eso me intrigaba. Y si mi problema consistía en considerarme más inteligente que ellos. No había duda: mi entendimiento estaba mucho más cultivado, ¡solo con mirar en mi abuela analfabeta!, ¿y si yo tenía más verdades, pero había perdido la verdad?

La verdad de mis mayores. No tenía más verdad mi abuela rezando —con su esposo— cada día el rosario, o aquel bisabuelo yendo todos los días a misa. ¿Y si estaba yo obnubilado por la soberbia de la inteligencia?. ¿No sé si les aburro con mi cantinela?

 Pero no hablo solo de mis mayores: los católicos, también está los Cupisniques, los Chimús y hasta los Incaicos creyendo en la vida del más allá, y de un Dios dispuesto a premiar o castigar según como hallamos vivido.

Durante estos minutos, varias personas le habían saludado, él respondió a todos, aunque seguía con su verdad.

—No —le animó Juan— nos está enseñando mucho.

—Pues aquí tienen una nueva lección —levantó la vista ante los árboles del Parque, diciendo con ironía— esta es la Plazuela de Pinillos, en recuerdo de uno de los héroes peruanos, un capitán del Aire. Un personaje importante, sin embargo, su Plaza ha quedado como parque, donde yo suelto a Ñusty para hacer sus cosas: ríos y montaña, también corretear a su antojo.


Doña Claudia, los alcanzó en el parque y se unió al grupo. Cuando marcharon, don Miguel le pasó la correa de la Ñusty a Juan y tomó con un brazo a su esposa y con el otro a Rosa:

—Así es como suelo ir cuando voy con Claudia y alguna de mis hijas, me siento muy bien acompañado.

—Muchas gracias —dijo Rosa, con una sonrisa socarrona— por considerarme como una hija suya.

Saludaron a muchísima gente. Resultaba lógico, doña Claudia era aún más conocida. No en vano había atendido a muchas familias del barrio con su trabajo de enfermera.


Por la Calle Moche siguieron hasta la Avenida de España y allí llegaron a una iglesia. Se acercaron y a la puerta, una señora mayor pedía limosna, don Miguel saludó.

—Buenas tardes, doña Luisa, me podría cuidar a la perrita.

—Por supuesto, la tendré vigilada como todos los días.

—Gracias.

Y entraron a la Iglesia, no tenía nada especial, no era de las famosas, simplemente una parroquia de barrio. Al terminar la misa salieron. Don Miguel dio unas monedas a doña Luisa. 

—Muchas gracias, por cuidar de Ñusty.

—Como siempre se ha portado muy bien. ¡Que Dios le bendiga!.

—Hasta mañana, doña Luisa.

La siguiente parada habitual antes de volver a su casa era pasar una hora en la Cebichería “Morena de Oro”, jugando a los naipes con un grupo de amigos y tomarse un vasito de pisco.

—El Doctor me permite tres dedos de un vaso pequeño. Tampoco me pone pegas mi hija, la médico de Lima.

Les habló durante el trayecto de los jugadores, sus amigos:

—Todos están jubilados, aunque de las más dispares profesiones, uno era camionero, otro camarero y el más mayor fue, durante años, el barbero del barrio.

En la cebichería se quedó, mientras Doña Claudia, Rosa y Juan siguieron paseando, llegaron hasta la casa, allá la dejaron marchando a su Hotel.




LIBRO TERCERO


 

 
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